Muerte en la niebla
EN la oscuridad sonó el timbre del teléfono. Al tercer timbrazo crujieron los muelles de la cama, unos dedos tantearon el mueble, algo duro y pequeño cayó sordamente al suelo alfombrado, volvieron a crujir los muelles y una voz de hombre dijo:
—Dígame... Sí, soy yo... ¿Muerto?... Sí... Quince minutos... Gracias.
Sonó el chasquido de un interruptor y un cuenco blanco suspendido del techo por tres cadenas doradas llenó de luz la habitación. Spade, descalzo y con un pijama de cuadros verdes y blancos, se sentó en el borde de la cama. Frunció el ceño mientras contemplaba el teléfono que había sobre la mesilla, de la que sus manos cogieron un librillo de papel pardo y un saco de tabaco Bull Durham. Por las dos ventanas abiertas entraba una brisa fría y húmeda, acompañada seis veces por minuto del gemido monótono de la baliza antiniebla de Alcatraz. Un despertador de hojalata en equilibrio inestable sobre una esquina del libro, boca abajo sobre la mesilla, Famosos casos criminales de Norteamérica, de Duke, marcaba con sus manecillas las dos y cinco.
Los dedos gruesos de Spade liaron un cigarrillo con deliberada premiosidad, echando una medida cantidad de copos marrones sobre el papel acanalado, extendiendo luego los copos de modo que se distribuyeran por igual en los extremos con una leve depresión en el centro; los pulgares enrollaron el borde interno del papel, hacia abajo y hacia arriba, pasándolo bajo el otro borde mientras presionaba con los índices, en tanto los pulgares y los demás dedos se deslizaban hacia los extremos del cilindro de papel para mantenerlo en equilibrio mientras la lengua lamía la solapa; después, el índice y el pulgar izquierdos pinzaron el correspondiente extremo mientras el pulgar y el índice derechos suavizaban el borde húmedo, doblaban su extremo y llevaban el cigarrillo así formado a la boca de Spade.
Recogió el mechero de piel de cerdo y níquel que había caído al suelo, lo encendió y, con el cigarrillo prendido en la comisura de los labios, se puso en pie. Se quitó el pijama. Su cuerpo, grueso y liso como sus brazos y piernas, y la caída de sus grandes hombros redondeados, era como el de un oso. Como el cuerpo de un oso pelado: no tenía pelos en el pecho. Tenía la piel infantilmente suave y sonrosada.
Se rascó el cogote y empezó a vestirse. Se puso una camiseta y calzoncillos blancos de una pieza, calcetines grises, ligas negras y zapatos marrón oscuro. Una vez atados los cordones de los zapatos cogió el teléfono, marcó Graystone 4500 y pidió un taxi. Se puso una camisa blanca con rayas verdes, cuello flexible de color blanco, corbata verde, el traje gris que había llevado ese día, un amplio abrigo de lanilla y un sombrero negro. Mientras se metía en los bolsillos el tabaco, las llaves y el dinero, se oyó el timbre del portero automático.
En el lugar en que Bush Street corona Stockton antes de deslizarse colina abajo hasta Chinatown, Spade pagó al taxista y se bajó del taxi. La calle se desdibujaba bajo la niebla nocturna, delgada, pegajosa y penetrante de San Francisco. Unos metros más allá de donde Spade había despedido al taxi, un grupito de hombres observaba un callejón. Dos mujeres estaban con otro hombre en la acera de enfrente, también mirando hacia el callejón. Había gente asomada a las ventanas.
Spade cruzó la acera entre los entrantes con barandillas que daban a feas y desnudas escaleras, se acercó a un pretil y descansando las manos sobre la albardilla húmeda, miró hacia Stockton Street.
Bajo él, un automóvil salió del túnel con un rugiente silbido, como si lo hubieran disparado, y desapareció. No lejos de la boca del túnel había un hombre en cuclillas delante de un letrero con anuncios de película y de gasolina, justamente ante el hueco que había entre dos almacenes. La cabeza del hombre acuclillado casi rozaba la acera para poder mirar por debajo del cartel. Una mano se apoyaba de plano sobre el pavimento y la otra se cerraba sobre el reborde verde del letrero, haciéndole adoptar una postura grotesca. Otros dos hombres estaban de pie, en postura forzada al otro lado del letrero, escudriñando por la ranura que quedaba entre el letrero y el almacén. El otro edificio que quedaba al otro extremo del cartel presentaba una pared sin huecos, de color gris, que daba al solar tapado por el letrero. Las luces parpadeaban sobre el paramento y también se veían las sombras de algunos hombres moviéndose entre las luces.
Spade abandonó el pretil y subió por Bush Street hacia el callejón ante el que se agrupaban los hombres. Un policía de uniforme que mascaba chicle bajo el letrero esmaltado, rotulado BURRIT ST en blanco sobre azul oscuro, levantó un brazo y preguntó:
—¿Qué quiere usted?
—Soy Sam Spade. Me llamó Tom Polhaus.
—Ah, claro —el policía bajó el brazo—. No le había reconocido. Bueno, están ahí detrás —y señaló con un movimiento del pulgar por encima del hombro—. Mal asunto.
—Y tanto —asintió Spade, y se metió en el callejón.
A medio camino, no lejos de la entrada, aguardaba una ambulancia oscura. Detrás, a la izquierda, el callejón estaba rodeado por una valla que llegaba a la cintura, hecha a base de tablones de madera colocados horizontalmente. Más allá, el terreno caía abruptamente hacia el letrero que había más abajo, en Stockton Street.
De la barandilla se veía arrancado un trozo de tres metros, sujeto ahora por un solo extremo. Cinco metros de terraplén más abajo, se veía un pedrusco plano. En el nicho que formaban pedrusco y terraplén, Miles Archer yacía de espaldas. Sobre él se inclinaban dos hombres. Uno de ellos alumbraba al muerto con una linterna. Otros hombres con limeras subían y bajaban por el terraplén.
Uno de ellos saludó a Spade —«Hola, Sam»— y trepó hasta el callejón precedido por su sombra. Era un hombre alto y barrigudo, mirada astuta, boca gruesa y mejillas oscuras descuidadamente afeitadas. Tenía los zapatos, las rodillas, las manos y la barbilla embadurnados de barro pardo.
—Pensé que querrías verlo antes de que nos lo lleváramos —dijo mientras saltaba por encima de la valla.
—Gracias, Tom —dijo Spade—. ¿Qué ha ocurrido? —apoyó un codo en uno de los postes de la valla y miró a los hombres que se movían abajo, saludando con la cabeza a los que le saludaban.
Tom Polhaus se hurgó el pecho izquierdo con un dedo sucio.
—Le dieron en mitad del corazón, con esto —se sacó un revólver grueso del bolsillo del abrigo y se lo tendió a Spade. El barro estaba incrustado en los entrantes del revólver—. Un Webley. Inglés, ¿no?
Spade apartó el codo de la valla y se inclinó para mirar el arma, pero no la tocó.
—Sí —dijo—, un revólver automático Webley-Fosbery. Eso es. Del treinta y ocho, ocho disparos. Ya no los fabrican. ¿Cuántas han disparado?
—Una sola —Tom volvió a hurgarse el pecho—. Tenía que estar muerto ya cuando rompió la valla —levantó el revólver embarrado—. ¿Los conoces?
Spade asintió.
—He visto otros Webley-Fosbery —dijo sin interés, y luego habló con rapidez—: Le dispararon aquí arriba, ¿no? De pie donde tú estás, de espaldas a la valla. Y el que disparó estaba aquí —se puso por delante de Tom y levantó una mano a la altura del pecho con el índice horizontal—. O sea, que le acierta y Miles cae hacia atrás, desprendiendo la parte de arriba de la valla y rueda hacia abajo hasta que la roca detiene la caída. ¿No?
—Eso es —repuso Tom lentamente, frunciendo el ceño—. El disparo le quemó el abrigo.
—¿Quién lo encontró?
—El que estaba de servicio, Shilling. Bajaba por Bush y al llegar aquí había un coche dando la vuelta e iluminó la zona y entonces pudo ver la parte de arriba de la valla. Vino a echar un vistazo y le encontró.
—¿Y qué hay del coche que estaba dando la vuelta?
—Ni rastro. Shilling no le prestó atención al no saber que ocurriera nada. Dice que de aquí no salió nadie mientras él bajaba por Powell, porque de lo contrario lo habría visto. La otra salida es a Stockton, pasando por debajo del letrero. Y por ahí no salió nadie. La niebla ha dejado el suelo embarrado y las únicas huellas son las de la caída de Miles y las del revólver.
—¿No oyó nadie el disparo?
—Sam, por amor de Dios, acabamos de llegar. Alguien debe haberlo oído, ya encontraremos a alguien —se volvió y pasó una pierna por encima de la valla—. ¿Bajas a echarle un vistazo antes de que nos lo llevemos?
Spade repuso:
—No.
Tom se quedó a horcajadas en la valla y se volvió a mirar a Spade con ojillos sorprendidos.
Spade añadió:
—Tú lo has visto. Ya has visto todo lo que podría ver yo.
Tom, sin dejar de mirar a Spade, asintió dubitativo y volvió a bajarse de la valla.
—Le habían quitado el revólver de la cintura —dijo—. No lo han disparado. Tenía el abrigo abrochado. Lleva ciento sesenta y un dólares encima. ¿Estaba de servicio, Sam?
Spade, tras un momento de vacilación, asintió.
Tom preguntó:
—¿Y...?
—Se supone que debía seguir a un tipo llamado Floyd Thursby —dijo Spade, y describió a Thursby tal como se lo había descrito la señorita Wonderly.
—¿Y para qué?
Spade se metió las manos en los bolsillos del abrigo y parpadeó mirando con ojos soñolientos a Tom.
Tom, impaciente, repitió:
—¿Y para qué?
—Es posible que sea inglés. No sé exactamente detrás de qué va. Estábamos tratando de averiguar dónde vivía —Spade sonrió levemente y se sacó una mano del bolsillo para darle una palmada a Tom—. No me aprietes —volvió a meterse la mano en el bolsillo—. Voy a darle la noticia a la mujer de Miles —y se dio la vuelta.
Tom, frunciendo el ceño, abrió la boca, la volvió a cerrar sin haber dicho nada, carraspeó, relajó la cara y habló con una especie de ronquera deferente:
—Es duro que haya terminado así. Miles tenía sus cosas, como todos nosotros, pero supongo que también tendría sus cosas buenas.
—Eso creo yo —asintió Spade en tono intrascendente, y salió del callejón.
Desde un autoservicio abierto las veinticuatro horas en la esquina de Bush Street y Taylor Street, Spade hizo una llamada.
—Encanto —dijo al cabo de un rato de haber pedido un número—, han disparado a Miles... sí, está muerto... Vamos, no te pongas nerviosa... Sí... Tendrás que decírselo a Iva... No, yo no pienso hacerlo, tendrás que hacerlo tú... Buena chica... Y que no vaya por la oficina... Dile que... que ya iré a verla... en cualquier momento... Sí, pero no me comprometas a nada... Eso es. Eres un ángel. Adiós.
El despertador de hojalata marcaba las tres cuarenta cuando Spade volvió a encender la lámpara colgada del techo. Tiró el sombrero y el abrigo sobre la cama y se fue a la cocina, regresando a la habitación con un vaso de vino y una botella grande de Bacardi. Llenó el vaso y se lo bebió de pie. Dejó el vaso y la botella sobre la mesa, se sentó en el borde de la cama mirándolos y lió un cigarrillo. Ya llevaba bebidos tres vasos de Bacardi y estaba encendiendo su quinto cigarrillo cuando llamaron al timbre. Las manecillas de su despertador marcaban las cuatro y media.
Spade suspiró, se levantó de la cama y se acercó al telefonillo que había al lado de la puerta del cuarto de baño. Apretó el botón que abría la puerta del portal. Murmuró «Maldita mujer» y se quedó mirando con el ceño fruncido el telefonillo negro, respirando entrecortadamente mientras las mejillas se le enrojecían levemente.
Del rellano llegaron el chirrido y el golpe de la puerta del ascensor al abrirse y cerrarse. Spade volvió a suspirar y avanzó hacia la puerta. Afuera, sobre el suelo alfombrado, se oían pasos suaves y decididos, pasos de dos hombres. A Spade se le iluminó el rostro. Sus ojos ya no traslucían contrariedad alguna. Abrió la puerta rápidamente.
—Hola, Tom —saludó al detective alto y barrigudo con el que había estado hablando en Burrit Street y añadió—: Hola, teniente —dirigiéndose al hombre que le acompañaba—. Pasen.
Los dos hombres saludaron con la cabeza, sin decir nada, y entraron. Spade cerró la puerta y los introdujo en su dormitorio. Tom se sentó en un extremo del sofá, cerca de las ventanas. El teniente se sentó en una silla al lado de la mesa.
El teniente era un hombre de complexión maciza y cabeza redonda, con el pelo entrecano muy corto y con un rostro cuadrado agazapado tras un bigotito también entrecano. Llevaba una moneda de oro de cinco dólares como alfiler de corbata y en la solapa lucía el emblema de diamantes, pequeño y complicado, de una sociedad secreta.
Spade sacó dos vasos de vino de la cocina, los llenó de Bacardi, lo mismo que el suyo, los entregó a sus visitantes y se sentó en el borde de la cama. Tenía el rostro apacible y exento de curiosidad. Levantó su vaso, brindó «Por los éxitos del crimen» y lo apuró de un trago.
Tom vació el suyo, lo dejó en el suelo, a sus pies, y se limpió los labios con un índice embarrado. Se quedó mirando a los pies de la cama como si tratara de encontrar en ellos algo que recordara vagamente.
El teniente estuvo mirando su vaso una docena de segundos, dio un sorbito y dejó el vaso en la mesa que tenía junto al codo. Escudriñó la habitación con ojos duros y reflexivos y luego miró a Tom.
Tom se removió incómodo en el sofá y, sin levantar la mirada, preguntó:
—¿Le has dado la noticia a la mujer de Miles, Sam?
Spade dijo:
—Ajá.
—¿Cómo se lo ha tomado?
Spade meneó la cabeza.
—No sé nada de mujeres.
Tom dijo con suavidad:
—Que te crees tú eso.
El teniente se puso las manos en las rodillas y se inclinó hacia adelante. Tenía los ojos verdosos y fijos en Spade, con una mirada particularmente rígida, como si el enfoque fuera una cuestión mecánica que cambiara con sólo levantar una palanca o apretar un botón.
—¿Qué tipo de arma usa usted? —preguntó.
—Ninguna. No me gustan mucho. Aunque naturalmente en la oficina hay algunas.
—Me gustaría ver una de ellas —dijo el teniente—. ¿No tendrá alguna aquí por casualidad?
—No.
—¿Seguro?
—Eche un vistazo —Spade sonrió e hizo un gesto con el vaso—. Póngalo todo patas arriba si usted quiere. No protestaré... si es que tiene una orden de registro.
Tom protestó:
—¡Mierda, Sam!
Spade dejó el vaso en la mesa y se puso en pie encarándose con el teniente.
—¿Qué quiere usted, Dundy? —preguntó con una voz igual de dura y de fría que su mirada.
Los ojos del teniente Dundy se movieron para enfocar los ojos de Spade. Sólo movió los ojos.
Tom volvió a remover su humanidad en el sofá, respiró fuertemente por la nariz y gruñó quejumbroso:
—No pretendemos meterte en líos, Sam.
Spade, sin hacer caso a Tom, le dijo a Dundy:
—Bueno, ¿qué quieren? Hablen claro. ¿Pero quién demonios se creen que son para venir aquí intentando mezclarme?
—Está bien —dijo Dundy con voz profunda—. Siéntese y escuche.
—Me sentaré o me quedaré de pie, como coño me plazca —dijo Spade sin moverse.
—Por el amor de Dios, Sam, sé razonable —le imploró Tom—. ¿Qué vamos a sacar enfadándonos? Si quieres saber por qué no hemos hablado en plata es porque cuando te pregunté quién era el tal Thursby me dijiste poco menos que no era asunto mío. No puedes tratarnos así, Sam. No está bien y así no vas a ninguna parte. Tenemos que hacer nuestro trabajo.
El teniente Dundy se puso en pie de un salto, se quedó de pie cerca de Spade y se encaró con aquel hombre más alto que él.
—Le advertí que iba a meter la pata algún día —dijo.
Spade puso cara de desprecio y levantó las cejas.
—Todo el mundo mete la pata tarde o temprano —replicó con tranquilidad desdeñosa.
—Y esta vez le toca a usted.
Spade sonrió, meneando la cabeza.
—No, yo voy bien, gracias —dejó de sonreír. El labio superior le temblaba, dejando el colmillo al descubierto. Entrecerró los ojos sensualmente. La voz le salió igual de profunda que al teniente—. Esto no me gusta. ¿Qué hacen ustedes husmeando por aquí? Díganmelo o lárguense y dejen que me acueste.
—¿Quién es Thursby? —exigió Dundy.
—Ya le he dicho a Tom lo que sé de él.
—A Tom le ha dicho bien poquito.
—Es que sé bien poquito.
—¿Por qué le estaba vigilando?
—Yo no le estaba vigilando. Miles sí... por el magnífico motivo de que teníamos un cliente que pagó su buen dinerito norteamericano para que le siguiéramos.
—¿Quién es el cliente?
La voz y el rostro de Spade recobraron la placidez. Dijo reprobadoramente:
—Sabe que no se lo puedo decir hasta haberlo comentado con mi cliente.
—O me lo dice a mí o lo dice en el juzgado —dijo Dundy, acalorado—. Se trata de un asesinato, no lo olvide.
—Puede ser. Y aquí tiene usted algo que tampoco debe olvidar, corazón. Lo diré o no según qué coño me plazca. Hace ya mucho que no me echo a llorar por no gustarle a la policía.
Tom se levantó del sofá y fue a sentarse a los pies de la cama. Tenía el rostro embarrado y mal afeitado, cansado y lleno de arrugas.
—Sé razonable, Sam —le suplicó—. Danos una oportunidad. ¿Cómo vamos a sacar algo en el asesinato de Miles si no nos cuentas lo que tienes?
—No os calentéis la cabeza por eso —le replicó Spade—. Ya enterraré yo a mis muertos.
El teniente Dundy volvió a sentarse, colocando otra vez las manos sobre las rodillas. Sus ojos eran discos de un verde cálido.
—Ya me lo imaginaba yo —dijo. Sonrió con alegría un tanto siniestra—. Exactamente por eso hemos venido a verle. ¿No es así, Tom?
Tom gruñó pero no dijo nada inteligible.
Spade miró cautelosamente a Dundy.
—Es exactamente lo que le dije a Tom —prosiguió el teniente—. Le dije «Tom, no sé por qué me da que Sam Spade es un hombre al que le gusta dejar los líos de familia dentro de la familia». Exactamente lo que le dije.
La cautela desapareció de la mirada de Spade. Sus ojos se llenaron de aburrimiento. Se volvió a Tom y preguntó con absoluta despreocupación:
—¿Qué mosca le ha picado ahora a tu amigo?
Dundy dio un salto y dio unos golpecitos en el pecho de Spade con dos dedos doblados:
—Pues nada más que esto —repuso, esforzándose por vocalizar bien todas las palabras, reforzándolas con golpecitos de sus dedos—: A Thursby le dispararon justamente delante de su hotel treinta y cinco minutos después de que usted se marchara de Burrit Street.
Spade habló, esforzándose a su vez:
—Quíteme de encima sus manazas de mierda.
Dundy apartó las manos pero su voz no se alteró:
—Tom dice que usted tenía tanta prisa que ni siquiera tuvo tiempo de echarle un vistazo a su socio.
Tom gruñó en tono de disculpa:
—Bueno, maldita sea, Sam, es que te fuiste así.
—Y usted no ha ido a casa de Archer para decírselo a su mujer —dijo el teniente—. Fuimos allí y estaba la chica esa de su oficina, que dijo que la había enviado usted.
Spade asintió. Su cara estaba tan calmada que parecía estúpido.
El teniente Dundy levantó sus dos dedos doblados hacia el pecho de Spade, los bajó inmediatamente y añadió:
—Le doy diez minutos para coger al teléfono y hablar con la chica. Otros diez para ir al refugio de Thursby, en Geary esquina Leavenworth... cosa que pudo hacer perfectamente, en quince minutos como mucho. Lo cual le deja diez o quince minutos para esperar hasta que él apareciera.
—¿Y yo sabía dónde vivía? —preguntó Spade—. ¿Y sabía que no había ido derecho a su casa después de matar a Miles?
—Usted sabía lo que supiera —replicó obstinadamente Dundy—. ¿A qué hora llegó a casa?
—A las cuatro menos veinte. Di una vuelta para pensar las cosas.
El teniente movió la cabeza arriba y abajo.
—Sabemos que no estaba en casa a las tres y media. Intentamos localizarle por teléfono. ¿Por dónde estuvo paseando?
—Por Bush Street arriba y abajo.
—¿Vio a alguien que...?
—No, no tengo testigos —dijo Spade riendo francamente—. Siéntese Dundy, no se ha terminado su copa. Coge tu vaso, Tom.
Tom repuso:
—No, gracias, Sam.
Dundy se sentó, pero no hizo caso de su vaso lleno de ron.
Spade llenó el suyo, bebió, dejó el vaso vacío en la mesa y regresó a la cama que le servía de asiento.
—Ahora sé por dónde me ando —dijo, mirando amistosamente de uno a otro policía—. Siento haberme encabritado, pero me puse nervioso al ver que venían a intentar echarme las cosas encima. El que hayan eliminado a Miles me ha contrariado, y luego vienen ustedes haciéndose los listos. Pero ahora que ya sé lo que buscan, ya no pasa nada.
Tom dijo:
—Olvídalo.
El teniente no dijo nada.
Spade preguntó:
—¿Thursby ha muerto?
Mientras el teniente vacilaba en contestar, Tom dijo:
—Sí.
Luego el teniente añadió enfadado:
—Y también debería saber, si es que no lo sabe, que Thursby murió antes de que pudiera decirle nada a nadie.
Spade liaba un cigarrillo. Preguntó, sin levantar la mirada:
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Cree que yo lo sabía?
—Quiero decir lo que he dicho —replicó bruscamente Dundy.
Spade levantó la vista hacia él y sonrió, sosteniendo el cigarrillo ya liado en una mano y el encendedor en la otra.
—¿No está listo todavía para agarrarme, eh, Dundy? —preguntó.
Los ojos verdes de Dundy le miraron con dureza, pero no dijo nada.
—Entonces —dijo Spade— no hay ningún motivo especial para que me importe un comino lo que piensa usted. ¿O sí lo hay, Dundy?
Tom dijo:
—Eh, Sam, sé razonable.
Spade se puso el cigarrillo entre los labios, lo prendió y soltó el humo con una carcajada.
—Seré razonable, Tom —prometió—. ¿Y cómo maté al tal Thursby? Se me ha olvidado.
Tom gruñó, disgustado. El teniente Dundy dijo:
—Le dispararon cuatro tiros por la espalda, con una del cuarenta y cuatro o del cuarenta y cinco, desde la acera de enfrente cuando iba a entrar en el hotel. No lo vio nadie, pero eso es lo que parece.
—Y llevaba una Luger en una funda colgada al hombro —añadió Tom—. Sin disparar.
—¿Qué sabían de él los del hotel? —preguntó Spade.
—Nada salvo que llevaba allí una semana.
—¿Él solo?
—Solo.
—¿Qué le encontraron encima, o en su habitación?
Dundy abrió la boca y preguntó:
—¿Y qué cree usted que encontramos?
Spade describió un círculo desganadamente con su informe cigarrillo.
—Algo que les dijera quién era, y a qué se dedicaba. ¿No?
—Creímos que usted mismo nos lo podría decir.
Spade miró al teniente con sus ojos amarillogrisáceos, que parecían candorosos hasta el exceso.
—No he visto jamás a Thursby, ni vivo ni muerto.
El teniente Dundy se puso en pie, con aire de insatisfacción. Tom se levantó bostezando y estirándose.
—Ya hemos preguntado lo que hemos venido a preguntar —dijo Dundy, frunciendo el ceño por encima de su mirada dura como un pedernal verde. Tenía el labio superior, con su bigotito, muy pegado a la dentadura, dejando que las palabras salieran de su labio inferior—. Le hemos dicho más de lo que usted nos ha contado a nosotros. Juego más que limpio. Usted me conoce, Spade. Tanto si lo hizo como si no, de mí recibirá un trato justo, y las mejores posibilidades. Si lo ha hecho usted, no seré yo quien le eche la culpa, pero tampoco dejaré de detenerle.
—Juego más que limpio —replicó Spade sin alterarse—. Pero me sentiría mucho mejor si se bebiera su copa.
El teniente se volvió hacia la mesa, cogió su vaso y lo vació lentamente. Luego dijo «Buenas noches» y le tendió la mano. Se dieron un apretón de manos ceremoniosamente. Tom y Spade también se dieron la mano ceremoniosamente. Spade los acompañó a la puerta. Luego se desnudó, apagó las luces y se metió en la cama.