I. Una mujer de verde y un hombre de gris
AL primero que le oí llamar Poisonville a Personville1 fue a un paleto pelirrojo llamado Hickey Dewey en el Big Ship de Butte. Claro que también a su camisa la llamaba gamuza: por eso no le di importancia al cambio del nombre de la ciudad. Más adelante conocí a hombres que sin problemas de frenillo arrastraban las erres consiguiendo el mismo efecto con aquel nombre. Seguí sin darle más importancia que la que se da al incoherente sentido del humor que suele producirse al cambiar por ignorancia una palabra por otra. A los pocos años fui a Personville y sólo entonces comprendí el porqué.
Nada más llegar, desde una de las cabinas de la estación, llamé al Herald, pregunté por Donald Willsson y le dije que ya estaba allí.
—¿Puede venir a mi casa esta noche, a las diez? —tenía una voz fresca y agradable.—. Es el 2101 de Mountain Boulevard. Coja el tranvía de Broadway, bájese en Laurel Avenue y vaya hacia el oeste un par de manzanas.
Quedé en hacerlo. Luego me fui al Gran Hotel Western, solté mi equipaje y salí a echar un vistazo a la ciudad.
No era bonita. La mayor parte de los constructores se habían decidido por lo llamativo, lo cual podía haber tenido éxito al principio. Pero más tarde las chimeneas de ladrillos de las fundiciones, erguidas sobre el fondo de la montaña tenebrosa que había hacia el sur, lo habían amarilleado todo en una sordidez uniforme. El resultado era una ciudad fea de cuarenta mil habitantes, asentada en un desfiladero feo entre dos feas montañas, sucias de arriba abajo a resultas de los trabajos de minería. Y sobre todo aquello se extendía un cielo mugriento que parecía directamente salido de las chimeneas de las fundiciones.
Al primer policía que vi le hacía falta un buen afeitado. Al segundo le faltaban dos botones del desastrado uniforme. El tercero estaba justo en la intersección de las dos calles principales de la ciudad, Broadway y Union Street, dirigiendo el tráfico con un puro en la boca. Después de lo cual dejé de fijarme en ellos.
A las nueve y media me subí al tranvía de Broadway y seguí las instrucciones que Donald Willsson me había dado. Así terminé ante una casa en la esquina de la calle, levantada en medio de una pradera rodeada de un seto.
La criada que abrió me dijo que el señor Willsson no estaba en casa. Y mientras le explicaba que tenía cita con él, apareció en la puerta una mujer rubia y delgada, que no llegaba a los treinta años, vestida de crepé verde. Ni sonriendo perdieron sus ojos azules su frialdad. A ella le repetí mis explicaciones.
—Mi marido no está ahora —tenía un ligero acento que le emborronaba las eses—. Pero si ha quedado con usted no creo que tarde en llegar.
Me condujo escaleras arriba a una habitación que daba a Laurel Avenue, una habitación en tonos rojos y pardos con muchos libros. Nos sentamos en unos sillones de cuero, casi frente a frente y casi de cara a la estufa de carbón; en seguida me preguntó por mis negocios con su marido.
—¿Vive usted en Personville? —me preguntó en primer lugar.
—No. En San Francisco.
—¿Pero no es la primera vez que viene?
—Pues sí.
—¿De verdad? ¿Y qué le parece nuestra ciudad?
—Todavía no he visto lo suficiente como para saberlo —mentira: naturalmente que había visto más que suficiente—. He llegado esta misma tarde.
Sus ojos brillantes dejaron de observarme penetrantemente mientras me decía:
—La encontrará insulsa —volvió a la carga diciendo—: Me imagino que todas las ciudades mineras serán lo mismo. ¿Trabaja usted en minas?
—En este momento, no.
Miró al reloj que había en la repisa de la chimenea y dijo:
—Me parece muy mal que Donald le cite aquí y le tenga esperando, a estas horas, fuera del horario.
Contesté que no me importaba.
—Aunque a lo mejor no es un asunto de negocios —sugirió.
No contesté.
Soltó una carcajada, un tanto punzante.
—La verdad es que no suelo ser tan cotilla como usted seguramente cree —dijo alegremente—. Pero es usted tan hermético que no puedo evitar la curiosidad. ¿No será usted un traficante de alcohol, verdad? Donald pasa de uno a otro con tanta facilidad...
Dejé que dedujera lo que quisiera de mi sonrisa.
Sonó el teléfono en la planta baja. La señora Willsson estiró los pies enfundados en unas zapatillas verdes hacia la estufa haciendo como si no hubiera oído nada. No entendí por qué.
—Me temo que voy a tener que... —empezó a decir, pero se interrumpió al ver a la criada en la puerta.
La criada le dijo que la llamaban por teléfono. La señora Willsson se excusó y la siguió. No bajó, sino que habló desde una extensión que estaba al alcance de mis oídos. Y esto es lo que oí:
—Al habla la señora Willsson... sí... ¿cómo dice?... ¿quién?... ¿podría hablar un poquito más alto?... ¿Qué?... sí... sí... ¿Quién es usted?... ¡Oiga! ¡Oiga!
Se oyó el chasquido del teléfono. Y sus pasos por el pasillo, unos pasos apresurados.
Encendí un cigarrillo y me quedé mirándolo hasta que la oí bajar las escaleras. Luego me acerqué a la ventana, separé un borde de la cortina y miré hacia Laurel Avenue y al garaje cuadrado y blanco que había en la parte trasera de la casa, dando hacia aquella calle.
Casi en seguida apareció una mujer delgada con un abrigo oscuro y un sombrero, yendo muy de prisa hacia el garaje. Era la señora Willsson. Salió con un Buick descapotable. Yo regresé a mi sillón y esperé.
Pasaron tres cuartos de hora. A las once y cinco se oyó un chirrido de frenos. Dos minutos después apareció la señora Willsson en la habitación. Se había quitado el abrigo y el sombrero. Tenía la cara blanca y los ojos casi negros.
—Lo siento terriblemente —dijo moviendo espasmódicamente la boca sin dejar de apretar los labios—, pero ha estado esperando inútilmente. Mi marido no va a venir esta noche.
Contesté que ya me pondría en contacto con él por la mañana, en el Herald.
Me marché preguntándome por qué el pulgar de su zapatilla izquierda estaba oscuro y humedecido con algo que bien podría haber sido sangre.
Eché a andar por Broadway y cogí un tranvía. Tres manzanas más allá de mi hotel me bajé para ver qué hacía toda aquella multitud en una de las entradas laterales del Ayuntamiento.
Treinta o cuarenta hombres y unas pocas mujeres se apiñaban en la acera con la vista fija en una puerta rotulada Departamento de Policía. Había mineros y fundidores todavía en ropa de faena, muchachos chillones salidos de los billares y de salas de baile, hombres cursis bien acicalados, hombres con el aspecto aburrido de los maridos respetables, unas pocas mujeres igual de aburridas y de respetables y algunas damas de la noche.
Me detuve junto a aquella aglomeración, al lado de un hombre fornido de traje gris arrugado. También tenía una cara agrisada, incluso los labios gruesos, aunque no aparentaba mucho más de treinta años. Tenía una cara ancha, de rasgos duros e inteligentes. El toque de color lo daba una corbata ancha y roja de nudo suelto que parecía florecerle sobresaliendo de su camisa de franela gris.
—¿De qué va la vaina?
Me observó cuidadosamente antes de responder, como si quisiera asegurarse de que la información iba a estar en buenas manos. Tenía los ojos grises, como la ropa, pero no tan suaves.
—Don Willsson ha ido a sentarse a la diestra de Dios Padre, si es que a Dios Padre no le importa ver agujeros de balas.
—¿Quién le ha disparado? —pregunté.
El hombre grisáceo se rascó la coronilla y dijo:
—Pues alguien con un arma.
Yo quería información y no frases ingeniosas. Y lo habría intentado con algún otro personaje de la multitud de no haberme interesado tanto la corbata roja. Le dije:
—Soy forastero. Cuénteme lo de Caperucita y el lobo, que para eso estamos los forasteros.
—Donald Willsson, titulado, editor de los Herald, el de la mañana y el de la tarde; le han encontrado en Hurricane Street hace un rato, muerto a tiros por desconocidos —recitó con rápido sonsonete—. ¿Le basta con eso para no sentirse herido?
—Gracias —adelanté un dedo y le toqué una punta de la corbata—. ¿Esto quiere decir algo? ¿O la lleva por llevar?
—Me llamo Bill Quint.
—¡No me diga! —exclamé tratando de colocar aquel nombre—. ¡Demonios! ¡Me alegro de conocerle!
Saqué la cartera y repasé mi colección de credenciales, recogidas por aquí y por allá por vaya usted a saber qué medios. Buscaba una roja, que me identificaba como Henry F. Neill, marinero de primera clase, miembro activo del sindicato Industrial Workers of the World. Lo cual no tenía ni pizca de cierto.
Se la pasé a Bill Quint. La leyó con detenimiento, por delante y por detrás, me la devolvió y me miró de pies a cabeza, sin fiarse.
—Bueno, ése ya no se muere más —dijo—. ¿Hacia dónde va?
—A ningún lado.
Nos fuimos andando los dos, dimos vuelta a la esquina, sin motivo aparente para mí.
—¿Y qué le trae por aquí, si es usted marinero? —me preguntó de pasada.
—¿Y de dónde ha sacado esa idea?
—De la tarjeta.
—Si es por eso, tengo otra que demuestra que soy leñador —repuse—. Y si me quiere minero, mañana le traigo una.
—De ésas no. Aquí de ésas me ocupo yo.
—¿Y si recibiera un telegrama de Chicago? —pregunté.
—¡A la mierda Chicago! Aquí de eso me ocupo yo —señaló con un movimiento de cabeza la puerta de un restaurante y preguntó—: ¿Un trago?
—No digo que no.
Atravesamos el restaurante, subimos unas escaleras y entramos en una habitación del primer piso, estrecha, con una barra larga y una hilera de mesas. Bill Quint saludó con la cabeza, dijo ¡Hola! a algunos de los chicos y chicas de la barra y de las mesas, y me condujo hasta uno de los reservados de cortinas verdes alineados en la pared opuesta a la barra.
Las dos horas siguientes las pasamos bebiendo whisky y charlando.
Aquel hombre gris creía que yo no tenía ningún derecho a usar la tarjeta que le había mostrado, ni la otra que había mencionado. No creía que yo fuera un buen sindicalista. Como mandamás del I.W.W. en Personville consideraba su deber dar un informe sobre mí y no dejarse sonsacar sobre asuntos sindicales hasta que aquello no estuviera claro.
Por mí, de acuerdo. A mí me interesaban los asuntos de Personville.
Y a él no le importaba charlar de ellos entre preguntas ocasionales sobre el asunto de mis tarjetas rojas.
Y lo que le saqué puede resumirse así:
Durante cuarenta años, el viejo Elihu Willsson, el padre del que habían asesinado esa noche, había poseído Personville en cuerpo y alma, de los pies a la cabeza. Era presidente, y accionista mayoritario, de la Corporación Minera de Personville, ídem de lo mismo del First National Bank, propietario del Morning Herald y del Evening Herald, los dos únicos periódicos de la ciudad, y como mínimo propietario parcial de casi cualquier otro negocio importante. Además de éstas, contaba entre sus propiedades con un senador de los Estados Unidos, un par de representantes en el Congreso, el gobernador, el alcalde y la mayoría de los diputados del Estado. Elihu Willsson fue Personville y casi, casi el Estado entero.
Durante la época de la guerra, el I.W.W., floreciente entonces en todo el oeste, se había aliado con la Corporación Minera de Personville.
Y esa alianza no había sido exactamente correspondida: por el contrario, el I.W.W. había empleado su posición de fuerza para reivindicar lo que quería. El viejo Elihu les dio lo que tenía que darles y aguardó su hora.
Que le llegó en 1921. Los negocios iban a la quiebra. Y al viejo Elihu nada le importaba si cerraba durante una temporada o no. Rompió los acuerdos establecidos con sus hombres y los puso de patitas en la misma situación que tenían antes de la guerra.
Claro que el I.W.W. chilló pidiendo ayuda. A Bill Quint lo envió la plana mayor del I.W.W. en Chicago para organizar algunas acciones. Estaba en contra de la huelga, de abandonar el trabajo sin más. Aconsejó el viejo juego del sabotaje, conservando el empleo reventando las cosas desde dentro. Pero aquello no les bastó a los activos compañeros de Personville. Querían salir en las noticias, hacer historia sindical.
Y fueron a la huelga.
La huelga duró ocho meses. Las dos partes sangraron lo suyo. Los sindicalistas tuvieron que hacerse su propia sangría. El viejo Elihu había contratado pistoleros, esquiroles, guardias nacionales y hasta pelotones del ejército para hacer la suya. Cuando se rompió el último cráneo disponible y se hubo roto la última costilla, el sindicalismo de Personville era un buscapiés quemado.
Pero, como decía Bill Quint, el viejo Elihu no conocía la historia italiana. Ganó la huelga pero perdió el control de la ciudad y del Estado. Para derrotar a los mineros, tuvo que dar rienda suelta a sus matones a sueldo. Y cuando todo acabó, no pudo librarse de ellos. Les había entregado la ciudad pero no tuvo fuerzas para recuperarla de nuevo. A ellos les gustó Personville y se la apropiaron. Le habían hecho ganar la huelga y tomaron la ciudad como botín de guerra. A Elihu le tenían más que cogido: era el responsable último de todo lo que ellos habían hecho durante la huelga.
Bill Quint y yo estábamos ya bastante cocidos cuando llegamos a este punto. Volvió a vaciar su vaso, se quitó el pelo de los ojos y concluyó su historia:
—El más fuerte de todos ellos es seguramente Pete el Finlandés. Esto que bebemos es suyo. Luego está Lew Yard. Tiene una casa de préstamos en Parker Street, sale fiador de muchos que se ven encausados, da salida a la mayor parte de los objetos que se roban en la ciudad, eso me han dicho, y está a partir un piñón con Noonan, el comisario jefe. El tal Max Thaler, el Susurros, también tiene un montón de amigos. Un chiquito pequeño y acicalado que tiene no se qué de garganta. Casi no puede hablar. Jugador. Los tres, junto con Noonan, ayudan a Elihu a manejar la ciudad... le ayudan más de lo que él quisiera. Pero o juega con ellos o...
—Ése al que han liquidado esta noche... el hijo de Elihu... ¿de qué lado estaba? —pregunté.
—Pues donde le puso su papá... y ahora está también donde le puso su papá.
—¿Quiere decir que el viejo...?
—Puede ser, pero no es porque lo diga yo. El tal Don volvió aquí y empezó a llevar los periódicos de su padre. No era el estilo del viejo dejar que nadie le arrebatara nada sin devolver el golpe, por muy viejo que estuviera. Pero con esos tipos tenía que ser cauteloso. Se trajo a su hijo y a su mujer francesa desde París y lo utilizó como marioneta... menudo truquito del demonio para hacerlo un padre. Así que Don empieza una campaña de saneamiento desde los periódicos, que si limpiar la ciudad del vicio y de la corrupción... lo cual significa limpiarla de Pete, de Lew y de Susurros, si se llega suficientemente lejos. ¿Me sigue? El viejo utilizando al chico para sacudírselos de encima. Así que me imagino que se habrán cansado de verse sacudidos.
—A mí me parece que hay algunas suposiciones equivocadas.
—En esta piojosa ciudad hay bastante más que cosas equivocadas. ¿Le basta con este aguarrás?
Le contesté que sí. Salimos a la calle. Bill Quint me dijo que vivía en el hotel Minero, en Forest Street. Como mi hotel le pillaba de paso, fuimos andando juntos. Frente a mi hotel, un individuo fornido con pinta de policía de paisano estaba en el bordillo charlando con el ocupante de un descapotable Stutz.
—El que está en el coche es Susurros —me dijo Bill Quint.
Miré de pasada al hombre fornido y me fijé en el perfil de Thaler. Era joven, cetrino y pequeño, con bonitas facciones, regulares como si las hubieran cortado a troquel.
—Es atractivo —comenté.
—Ajá —se mostró de acuerdo el hombre de gris—, lo mismo que la dinamita.