SEIS
SHAD O'Rory bajó la escalera. Jeff y Rubiales le pisaban los talones. Los tres estaban vestidos. Ned Beaumont se encontraba junto a la puerta con la gabardina y el sombrero puestos.
—Ned, ¿adónde vas? —quiso saber Shad.
—A buscar un teléfono.
O'Rory asintió con la cabeza y añadió:
—Me parece una buena idea, pero me gustaría hacerte una pregunta.
Descendió los últimos escalones, seguido de cerca por sus secuaces.
—Dime —dijo Ned y sacó la mano del bolsillo de la gabardina. O'Rory y los hombres que tenía detrás vieron esa mano, pero el cuerpo de Ned impedía que fuese visible desde el banco en el que Opal estaba sentada, abrazada a Eloise Mathews. La mano empuñaba una anticuada pistola—. Será mejor que no hagáis tonterías. Tengo prisa.
O'Rory no dio muestras de haber visto el arma, aunque no se acercó a Ned. Comentó reflexivo:
—Me extrañó que arriba no encontráramos ninguna nota, sobre todo porque en la mesa había un frasco de tinta abierto y una pluma, así como una silla delante.
Ned Beaumont sonrió falsamente sorprendido.
—¿Qué dices? ¿No había ninguna nota? —retrocedió un paso hacia la puerta—. Tienes razón, es muy extraño. Lo analizaremos durante horas después de que telefonee.
—Sería mejor hablarlo ahora —sugirió O'Rory.
—Lo siento, pero no puedo —Ned Beaumont reculó rápidamente hasta la puerta, buscó a tientas el picaporte, lo encontró y la abrió—. Vuelvo en seguida.
Ned salió de un salto y dio un portazo.
Había dejado de llover. Abandonó el sendero y corrió en medio de la hierba alta que rodeaba el otro lado de la casa. Desde la residencia se oyó otro portazo en la parte trasera. El río se oía a poca distancia, a la izquierda de Ned Beaumont, que tomó esa dirección en medio de la maleza.
Un silbido agudo y tajante, pero no estentóreo, sonó a sus espaldas. Avanzó a tientas por una zona de barro blando hasta un grupo de árboles y se alejó del río. Volvió a oír el silbido a su derecha. Más allá de la arboleda encontró arbustos que le llegaban al hombro. Los atravesó, inclinado para que no lo viesen, aunque la negrura de la noche era casi total.
Se dirigió cuesta arriba, por una colina a menudo resbaladiza, siempre desigual, a través del monte bajo que le arañó la cara y las manos y le desgarró las ropas. Se cayó tres veces y tropezó muchas más. No volvió a oír el silbido, no encontró el Buick ni dio con el camino por el que había llegado.
A esa altura arrastraba los pies y trastabillaba hasta en donde no había obstáculos. Coronó la colina y caminaba cuesta abajo por la otra ladera cuando comenzó a caerse con más frecuencia. Al pie de la colina encontró un camino y giró a la derecha. El barro se le adhería cada vez más a los zapatos, por lo que tuvo que detenerse constantemente para quitárselo. Se ayudó con la pistola.
Al oír que un perro ladraba a sus espaldas, Ned se detuvo y se volvió ebriamente para mirar. Cerca del camino, a unos quince metros, discernió el impreciso perfil de una casa junto a la que había pasado. Desanduvo lo recorrido y llegó a una verja alta. El perro —que en plena noche no era más que un monstruo informe— se lanzó contra el otro lado de la verja y ladró de una manera que ponía los pelos de punta.
Ned Beaumont avanzó a tientas hasta un extremo de la verja, buscó el pestillo, lo abrió y entró tambaleante. El perro retrocedió, trazó círculos, hizo ademán de atacar, aunque sin llegar a morderlo, y llenó la noche con sus potentes ladridos.
Se abrió una ventana chirriante y una voz grave preguntó a gritos:
—¿Qué demonios le está haciendo a mi perra?
Ned rió débilmente, se sacudió y replicó con voz apenas audible:
—Soy Ned Beaumont, de la oficina del fiscal del distrito. Necesito usar su teléfono. Cerca de aquí hay un muerto.
La voz ronca rugió:
—¡No entiendo lo que dice! ¡Jeanie, calla de una buena vez! —La perra lanzó tres ladridos más con renovada energía y por fin hizo silencio—. ¿De qué se trata?
—Tengo que telefonear a la oficina del fiscal del distrito. Cerca de aquí hay un muerto.
—¡Y un cuerno! —exclamó la voz ronca y la ventana volvió a chirriar cuando la cerraron.
La perra volvió a ladrar, a trazar círculos y a lanzar mordiscos al aire. Ned Beaumont le arrojó la pistola embarrada. La perra dio media vuelta y desapareció corriendo detrás de la casa.
Un hombre bajo, rubicundo y tripón que llevaba una larga camisa de noche de color azul abrió la puerta.
—¡Por Dios, en qué estado se encuentra! —exclamó asombrado cuando la luz que se colaba a través del umbral iluminó a Ned Beaumont.
—El teléfono —pidió Ned.
El hombre rubicundo lo sujetó por el brazo cuando Ned se balanceó.
—Oiga —dijo roncamente—, dígame a quién tengo que llamar y qué tengo que decir. Usted no está en condiciones de hacerlo.
—El teléfono —repitió Ned Beaumont.
El hombre de voz ronca lo ayudó a cruzar el pasillo, abrió una puerta y añadió:
—Ahí está. Tiene la suerte de que la parienta no esté en casa, porque jamás lo habría dejado entrar con todo el barro que lleva encima.
Ned Beaumont se dejó caer en la silla situada delante del teléfono, pero no levantó en seguida el auricular. Miró con el ceño fruncido al hombre con la camisa de noche azul y dijo con voz pastosa:
—Salga y cierre la puerta.
El rubicundo no había entrado, pero, de todos modos, cerró la puerta.
Ned Beaumont cogió el auricular, se echó hacia adelante hasta apoyar los codos en la mesa y marcó el número de Paul Madvig. Varias veces se le cerraron los ojos mientras esperaba, pero se obligó a abrirlos y cuando por fin habló lo hizo con voz clara:
—Hola, Paul, soy Ned... No te preocupes por eso. Escucha. Mathews se ha suicidado en su residencia junto al río y no ha hecho testamento... Haz el favor de escucharme, es importante. Con un montón de deudas a las espaldas y sin testamento en el que nombre un albacea, los tribunales tendrán que nombrar a alguien para que administre sus bienes. ¿Lo has entendido...? Exacto. Ocúpate de que caiga en manos del juez adecuado, por ejemplo, Phelps, y el Observer no participará de la contienda..., salvo a nuestro favor, hasta después de las elecciones. ¿Lo has entendido? De acuerdo... De acuerdo, pero escucha. Esto no es más que una parte. Es lo que hay que hacer ahora mismo. El Observer de mañana está cargado de dinamita. Debes desactivarlo. Recomiendo que saques a Phelps de la cama y que te las apañes para que firme un requerimiento..., lo que haga falta para impedir que se publique hasta que puedas mostrar a los paniagudos del Observer cuál es su posición ahora que, aproximadamente durante un mes, nuestros amigos dirigirán el periódico... Paul, no puedo explicártelo ahora, pero es dinamita pura y debes impedir que salga a la calle. Sacad a Phelps de la cama, id a la redacción y leed lo que están a punto de publicar. Dispones de tres horas hasta que empiece el reparto... Eso es... ¿Cómo? ¿Te refieres a Opal? Está bien. Está conmigo... Dalo por hecho, la llevaré a casa... ¿Me harás el favor de informar a las autoridades del distrito sobre Mathews? Ahora mismo voy para allá. De acuerdo.
Ned dejó el auricular sobre la mesilla, se puso de pie, trastabilló hasta la puerta, al segundo intento logró abrirla y salió a trompicones al pasillo, cuya pared impidió que acabara en el suelo.
El hombre rubicundo corrió a su lado.
—Hermano, apóyese en mí, me ocuparé de que esté cómodo. He puesto una manta sobre el sofá cama para que no tengamos que preocuparnos por el barro y...
—Necesito que me preste un coche —dijo Ned Beaumont—. Debo regresar a casa de Mathews.
—¿Es el muerto?
—Sí.
El hombre rubicundo arrugó el entrecejo y lanzó un tembloroso silbido.
—¿Me presta el coche? —insistió Ned Beaumont.
—¡Hermano, tenga un poco de sensatez! No está en condiciones de conducir.
Ned Beaumont retrocedió tambaleante.
—Iré andando —afirmó.
El hombre rubicundo lo miró airadamente.
—Tampoco es eso. Si se aguanta en pie hasta que me vista lo llevaré en mi coche, aunque es bastante probable que se muera durante el trayecto.
Opal Madvig y Eloise Mathews estaban juntas en la amplia estancia de la planta baja cuando el hombre rubicundo introdujo a Ned Beaumont, más que acompañarlo. Los caballeros entraron sin llamar. Las chicas estaban de pie, muy juntas, con expresión desaforada y asustadas.
Ned Beaumont se apartó de los brazos de su acompañante, miró atontado a su alrededor y masculló:
—¿Dónde está Shad?
—Se ha largado —respondió Opal—. Todos se han ido.
—Bueno —añadió Ned con grandes dificultades—. Quiero hablar contigo a solas.
Eloise Mathews corrió hacia Ned y gritó:
—¡Lo has matado!
Ned sonrió alelado e intentó abrazarla.
Eloise chilló y le asestó un sonoro bofetón.
Ned cayó hacia atrás sin doblar la cintura. El hombre rubicundo intentó sujetarlo, pero llegó tarde. Desde el momento en que chocó contra el suelo Ned no se movió.