CAPÍTULO XXVI

NORA me despertó a las diez y cuarto.

—Atiende el teléfono. Es Herbert Macaulay e insiste en que tiene que decirte algo importante.

Como me había quedado dormido en la sala, entré en el dormitorio para hablar por teléfono. Dorothy dormía a pierna suelta.

—Hola —musité.

—Sé que es muy temprano para almorzar, pero tengo que verte de inmediato. ¿Puedo ir ahora mismo?

—Desde luego. Te espero para desayunar.

—Ya he desayunado. Toma algo y nos veremos en un cuarto de hora.

—De acuerdo.

Dorothy entreabrió los ojos.

—Debe de ser muy tarde —murmuró soñolienta, se dio la vuelta y volvió a sumirse en el sueño.

Me lavé la cara y las manos con agua fría, me cepillé los dientes y el pelo y regresé a la sala.

—Macaulay viene para aquí —informé a Nora—. Como ya ha desayunado, será mejor que pidas café para él. Yo quiero higadillos de pollo.

—¿Estoy invitada a tu fiesta o tendré que...?

—Por supuesto que estás invitada. ¿Conoces a Macaulay? Es un tipo simpático. Una vez me asignaron a su unidad, en las proximidades de Vaux, y después de la guerra nos cuidamos mutuamente. Me pasó un par de casos, incluido el de Wynant. ¿Qué tal si nos echamos algo al coleto para reducir las flemas al mínimo?

—¿Por qué no te mantienes sobrio durante todo el día de hoy?

—No hemos venido a Nueva York para estar sobrios. ¿Quieres que esta noche vayamos a ver un partido de hockey?

—Me encantaría.

Nora me sirvió una copa y se dispuso a encargar el desayuno.

Repasé la prensa de la mañana. Los diarios publicaban la noticia de la detención de Jorgensen por parte de la policía de Boston y la del asesinato de Nunheim, pero dedicaban más espacio a lo que los periódicos sensacionalistas denominaban «la guerra de la pandilla de la cocina del infierno», el arresto del «príncipe Mike» Gerguson y una entrevista con el encargado de las negociaciones por el secuestro del pequeño Lindbergh. Macaulay y el botones que subió a Asta llegaron juntos. Asta tenía debilidad por Macaulay porque cuando el abogado la acariciaba le proporcionaba un contrapeso a su fuerza; la perra nunca fue muy amante de la delicadeza.

Esa mañana el contorno de la boca de Macaulay estaba surcado de arrugas y había perdido parte del color sonrosado de sus mejillas.

—¿De dónde ha sacado la policía este nuevo enfoque? —quiso saber Macaulay—. ¿Crees que...? —se interrumpió en cuanto Nora apareció, después de vestirse.

—Nora, te presento a Herbert Macaulay. Herbert, mi esposa.

Se estrecharon las manos y Nora dijo:

—Nick me dijo que sólo pidiera café para ti. ¿No puedo ofrecerte...?

—No, gracias. Acabo de desayunar.

—¿Qué decías de la policía? —pregunté al abogado.

Macaulay titubeó.

—Nora sabe prácticamente tanto como yo —afirmé—. A no ser que se trate de algo que prefieres...

—No, no tiene nada que ver —dijo—. Está relacionado... bueno, tiene que ver con el bienestar de tu esposa. No quiero crearle preocupaciones.

—Suéltalo de una buena vez. Nora tan sólo se preocupa de lo que ignora. ¿Cuál es el nuevo enfoque de la policía?

—El teniente Guild me visitó esta mañana. En primer lugar me mostró un trozo de leontina con una navaja y me preguntó si las había visto antes. Yo las había visto: eran de Wynant. Le respondí que tenía la impresión de haberlas visto y que me parecía que pertenecían a Wynant. Después me preguntó si cabía la posibilidad de que hubiesen caído en manos de otra persona y, tras andarse por las ramas, me di cuenta de que se refería a Mimi o a ti. Le repliqué que sin duda, que Wynant os las podía haber regalado a cualquiera de los dos, que podíais haberlas robado, encontrado en la calle o recibido de manos de alguien que las robó o las encontró en la calle, incluso que os las podía haber entregado alguien a quien Wynant se las regaló. Le dije que también existían otros modos en que os podríais haber hecho con ellas, pero para entonces Guild se dio cuenta de que le tomaba el pelo y no me permitió explayarme.

Las mejillas de Nora se tiñeron de rojo y sus ojos se oscurecieron.

—¡Qué idiota!

—Calma —aconsejé—. Tal vez tendría que habértelo dicho: anoche Guild tomó esa dirección. Me parece harto probable que Mimi, mi vieja amiga, lo aguijoneara. ¿Qué más se dedicó a investigar?

—Quería saber si... Me preguntó lo siguiente: «¿Cree usted que Charles y la Wolf seguían liados o que todo había acabado?»

—Ese insidioso comentario lleva la rúbrica de Mimi —opiné—. ¿Qué le respondiste?

—Le dije que no sabía si «todavía» seguíais liados porque ignoraba que alguna vez os hubierais liado y le recordé que, de todos modos, hace mucho tiempo que has dejado de vivir en Nueva York.

—¿Alguna vez estuviste liado con ella? —me preguntó Nora.

—No conviertas a Mac en un mentiroso —repliqué—. ¿Cuál fue el comentario de Guild?

—No dijo nada. Me preguntó si pensaba que Jorgensen estaba enterado de tu asunto con Mimi y cuando le pregunté en qué consistía tu asunto con Mimi, me acusó de hacerme el inocente..., ésas fueron exactamente sus palabras, así que no llegamos muy lejos. También se mostró interesado por las ocasiones en que te vi, exactamente dónde y a qué hora.

—¡Qué bonito! —ironicé—. Mis coartadas no se sustentan.

Entró un camarero con el desayuno. Hablamos de naderías hasta que el camarero puso la mesa y se retiró.

—No te preocupes por nada. Pienso entregar a Wynant a la policía —dijo Macaulay con voz entrecortada y atragantada.

—¿Estás seguro de que la mató Wynant? —pregunté—. Yo no lo sé a ciencia cierta.

—Yo sí —afirmó escuetamente y carraspeó—. Aunque existiera la más remota posibilidad de que me equivocara..., y sé que no la hay, debemos reconocer, Charles, que está loco. No debería andar suelto.

—Probablemente tienes razón y si sabes...

—Lo sé —insistió—. Lo vi la tarde que la mató. Había pasado menos de media hora desde el momento en que se la cargó, aunque entonces yo no lo sabía, ni siquiera me había enterado de que la habían matado. Pero..., pero ahora lo sé.

—¿Te viste con Wynant en el despacho de Hermann?

—¿Cómo?

—La policía me dijo que estuviste en el despacho de un tal Hermann, en la Cincuenta y siete, desde las tres hasta cerca de las cuatro de la tarde del crimen.

—Ni más ni menos. Mejor dicho, ésa es la versión que tiene la policía. En realidad, como no encontré a Wynant ni recabé información sobre él en el Plaza y como telefoneé a mi bufete y a Julia y no conseguí nada, me di por vencido y empecé a caminar hacia el despacho de Hermann. Es cliente mío e ingeniero de minas. Acababa de redactar algunas cláusulas relacionadas con su incorporación a la empresa y había que introducir algunos cambios secundarios. Cuando llegué a la calle Cincuenta y siete repentinamente tuve la impresión de que me seguían..., tú ya sabes de qué se trata. No se me ocurrió ningún motivo que explicara que alguien me pisase los talones, aunque, de todos modos, alguien podía estar interesado en seguirme porque soy abogado. Sea como fuere, quería comprobarlo, así que en la Cincuenta y siete giré en dirección este y caminé hasta Madison, pero no me cercioré de nada. Divisé a un hombre menudo y cetrino que me pareció haber visto en las cercanías del Plaza, aunque... El modo más rápido de averiguarlo consistió en tomar un taxi y pedir al taxista que se dirigiera al este. El tráfico era tan intenso que me resultó imposible ver si ese hombre menudo o cualquier otro se montaba en un taxi y si me seguía, por lo que pedí al taxista que en la Tercera se dirigiera al sur, que en la Cincuenta y seis volviera a poner rumbo este y nuevamente al sur en la Segunda Avenida. Para entonces tuve la certeza de que un taxi me seguía. Ignoro si el hombre menudo viajaba en ese vehículo, no me encontraba lo bastante cerca para comprobarlo. En la esquina siguiente paramos porque el semáforo estaba en rojo y vi a Wynant. Viajaba hacia el oeste en un taxi que rodaba por la Cincuenta y cinco. Como puedes imaginar no me llevé una gran sorpresa: sólo estábamos a dos calles del apartamento de Julia y di por sentado que no había querido decirme que Wynant estaba con ella cuando telefoneé y que el inventor iba a su cita conmigo en el Plaza. Wynant nunca ha sido muy puntual. Pedí al taxista que girara hacia el oeste y en Lexington el taxi de Wynant puso rumbo sur. Estábamos unos cincuenta metros detrás. No era el camino del Plaza, ni siquiera el de mi bufete, así que me dije que al diablo con Wynant y volví a concentrarme en el taxi que me seguía..., pero ya no estaba. Permanecí atento durante el trayecto hasta el despacho de Hermann y no advertí indicios de que nadie me siguiera.

—¿A qué hora viste a Wynant?

—Debían de ser las tres y cuarto o las tres y veinte. Llegué al despacho de Hermann a las cuatro menos veinte, por lo que habían transcurrido veinte o veinticinco minutos después de ver a Wynant. La secretaria de Hermann, Louise Jacobs, la mujer con la que estaba cuando anoche nos encontramos, me dijo que había pasado toda la tarde reunido y que probablemente saldría en seguida. Así fue. Resolvimos nuestros asuntos en diez o quince minutos y regresé a mi despacho.

—Deduzco que no estuviste lo bastante cerca de Wynant para notar si estaba agitado, llevaba la leontina, olía a pólvora o cualquier otra cosa de este tenor.

—Es verdad. Vi pasar su perfil como en un suspiro y no creas que no estoy seguro de que era Wynant.

—Creo que estás seguro. Continúa.

—No volvió a llamarme por teléfono. Hacía una hora que yo estaba de regreso en mi bufete cuando la policía telefoneó para comunicarme la muerte de Julia. Comprenderás que en ningún momento se me cruzó por la cabeza la idea de que Wynant la había matado. Lo comprenderás porque sigues creyendo que él no la mató. Me presenté en la escena del crimen, la policía me acribilló a preguntas sobre Wynant, me di cuenta de que lo consideraban sospechoso e hice lo que el noventa y nueve de cada cien abogados habrían hecho por sus clientes: no dije que lo había visto en las cercanías aproximadamente a la hora en que se cometió el crimen. Le expliqué a la policía lo mismo que a ti: que tenía una cita con él, que no se había presentado, y di a entender que me había trasladado directamente desde el Plaza hasta el despacho de Hermann.

—Me parece bastante comprensible —coincidí—. No tenía sentido que abrieras la boca hasta que conocieras de boca de Wynant su versión de los hechos.

—Exactamente. El problema es que no llegué a oír su versión de los hechos. Esperaba que se presentase, que me telefoneara, lo que fuera..., pero no dio señales de vida... hasta el martes, cuando recibí la carta que envió desde Filadelfia. En la misiva no había la más mínima referencia a su falta a la cita del viernes conmigo, nada que aludiera a..., pero si tú has leído la carta. ¿Qué te pareció?

—¿Me estás preguntando si contenía un tono de culpabilidad?

—Sí.

—No me pareció cargada de culpa. Es lo que podía esperarse de Wynant en el caso de que no la hubiera matado. No se alarmó en demasía de que la policía sospechara de él, salvo en el caso de que estorbara su trabajo; expresaba el deseo de que el crimen se aclarara sin que le originaran inconvenientes..., no sería una carta muy interesante si procediera de otra persona, aunque concuerda perfectamente con su peculiar estilo borde. Me lo imagino enviando la carta sin tener la más remota idea de que lo mejor que podía hacer era explicar sus propios actos el día del crimen. ¿Estás seguro de que salía de casa de Julia Wolf cuando lo viste?

—Ahora estoy seguro, aunque al principio sólo me pareció probable. Luego pensé que tal vez había ido a su gabinete. Está en la Primera Avenida, a pocas manzanas del sitio donde lo vi y, aunque ha permanecido cerrado desde que Wynant se fue, el mes pasado renovamos el contrato de alquiler y todo lo está esperando. Tal vez esa tarde pasó por el gabinete. La policía no encontró nada que demostrara si estuvo o no allí.

—He querido preguntártelo y se me ha olvidado: hablaron de que se había dejado la barba. ¿Es verdad?

—No, seguía teniendo el mismo rostro largo y huesudo, con el mismo bigote casi blanco y desigual.

—Algo más: ayer se cargaron a un tal Nunheim, un hombre menudo...

—A eso iba.

—Me recuerda al hombrecillo que pensaste que te estaba siguiendo.

Macaulay me miró fijamente.

—¿Estás diciendo que podría tratarse de Nunheim?

—No lo sé, simplemente me lo planteé.

—No tengo ni idea. Nunca vi a Nunheim, que yo sepa...

—Era un hombre menudo, más o menos de metro sesenta, que pesaba alrededor de cincuenta y cinco kilos. Yo diría que tenía treinta y cinco o treinta y seis años. Cetrino, de pelo y ojos oscuros, con los ojos muy juntos, boca grande, nariz larga y fofa, orejas como alas de murciélago..., un tipo de pinta sospechosa.

—Podría ser la misma persona, aunque no estuve lo bastante cerca para verlo. Supongo que la policía me permitiría verlo, aunque sospecho que ya no tiene la menor importancia —Macaulay se encogió de hombros—. ¿Por dónde iba? Ah, sí, no pude ponerme en contacto con Wynant. Me encontré en una situación difícil, pues era evidente que la policía pensaba que yo estaba en contacto con él y que les mentía. Tú pensaste lo mismo, ¿no?

—Sí —reconocí.

—Y, al igual que la policía, probablemente pensaste que el día del crimen me reuní con él en el Plaza o que nos vimos más tarde.

—Me pareció factible.

—Es verdad. Y en parte tenías razón. Por lo menos yo lo había visto en un sitio y a una hora que para la policía habría significado Culpable con c mayúscula, de modo que, después de haber mentido instintivamente y por deducción, mentí directa y deliberadamente. Hermann había pasado toda la tarde reunido y no sabía cuánto tiempo lo había esperado. Louise Jacobs es una buena amiga. Sin entrar en pormenores, le expliqué que podía ayudarme a ayudar a un cliente si decía que había llegado a las tres y uno o dos minutos. Accedió en el acto. Para protegerla si surgían dificultades, le dije que si algo salía mal dijera que no recordaba la hora exacta de mi llegada y que yo, al día siguiente, le había mencionado casualmente esa hora y no había tenido motivos para dudar de mi palabra. Le dije que me echara toda la responsabilidad —Macaulay respiró hondo—. Pero ahora nada de esto tiene importancia, lo significativo es que esta mañana he tenido noticias de Wynant.

—¿Otra carta estrafalaria?

—No, me telefoneó. Concerté una cita con él para esta noche..., un encuentro contigo y conmigo. Le expliqué que no harías nada por él a menos que lo vieras y se comprometió a reunirse con nosotros esta noche. He decidido dar parte a la policía. No puedo seguir justificando el protegerlo de esta forma. Me ocuparé de que lo absuelvan alegando perturbación mental y haré que lo encierren. Es lo único que puedo hacer y lo único que quiero hacer.

—¿Ya se lo has dicho a la policía?

—No. Wynant telefoneó después de que se marcharan. Además, antes quería hablar contigo. Quería decirte que no me he olvidado de lo que te debo y...

—¡Olvídalo!

—No lo olvidaré. —Macaulay se volvió hacia Nora—. Supongo que nunca te contó que en cierta ocasión me salvó la vida en una trinchera de...

—Está chiflado —dije a Nora—. Disparó contra un individuo y erró. Yo disparé y no fallé y ahí termina la historia —volví a dirigirme a Macaulay—. ¿Por qué no dejas que la policía espere un poco más? Te propongo que vayamos a la cita de esta noche y oigamos lo que Wynant tiene que decir. Podemos discutir con él y dar la voz de alarma cuando la reunión esté a punto de concluir si llegamos a la convicción de que es el asesino.

Macaulay sonrió cansino.

—Todavía dudas, ¿verdad? Si quieres, estoy dispuesto a hacer las cosas de esa manera, aunque me parece un poco... Puede que cambies de idea cuando te refiera nuestra charla por teléfono.

Dorothy entró bostezando, ataviada con un camisón y una bata de Nora, que le quedaban demasiado largos.

—¡Vaya sorpresa! —exclamó al ver a Macaulay. En cuanto lo reconoció, añadió—: Hola, señor Macaulay. No sabía que estaba aquí. ¿Tiene noticias de mi padre?

El abogado me miró y negué con la cabeza.

—Todavía no, aunque es posible que hoy se produzcan novedades —repuso Macaulay.

—Dorothy ha sabido algo indirectamente —añadí—. Dile a Macaulay lo que Gilbert te contó.

—¿Te refieres a... a mi padre? —preguntó titubeante y clavó la vista en el cielo.

—Santo cielo, por supuesto que no —repliqué.

Dorothy se ruborizó y me miró con expresión cargada de reproches. A continuación explicó apresuradamente a Macaulay:

—Ayer Gil vio a mi padre, que le dijo quién mató a la señorita Wolf.

—¿He oído bien?

La joven asintió sinceramente con la cabeza cuatro o cinco veces. Macaulay me miró azorado.

—Se trata de algo que no necesariamente ha ocurrido —recordé al abogado—. Es lo que Gil dice que sucedió.

—Ah, me hago cargo. ¿Piensas que podría estar...?

—No has hablado mucho con la familia desde que se armó la marimorena, ¿no? —pregunté.

—No.

—Es una experiencia inolvidable. Me parece que están obsesionados con el sexo y que les afecta al seso. Se han lanzado a...

—Has dicho algo espantoso —protestó Dorothy enfadada—. He hecho lo imposible por...

—¿De qué te quejas? —espeté—. Esta vez te he dado una oportunidad: estoy dispuesto a creer que Gil te lo dijo, pero no esperes mucho de mí.

—¿Quién la mató? —preguntó Macaulay.

—Lo ignoro, Gil no quiso decírmelo.

—¿Tu hermano lo ha visto con frecuencia?

—No lo sé, sólo dijo que se habían encontrado.

—¿Hicieron algún comentario..., algún comentario sobre Nunheim?

—No. Nick me hizo la misma pregunta. Gil no me dijo ni una sola palabra más.

Llamé la atención de Nora y le hice una señal. Mi esposa se puso en pie y dijo:

—Dorothy, pasemos al dormitorio y dejemos que estos caballeros hagan lo que se supone que están haciendo.

Dorothy aceptó a regañadientes y siguió los pasos de Nora.

—Dorothy se ha convertido en una mujer despampanante —dijo Macaulay y carraspeó—. Supongo que a tu esposa no le...

—No padezcas, Nora no tiene ningún problema. Estabas hablando de tu charla con Wynant...

—Telefoneó inmediatamente después de que la policía se fuera, dijo que había leído el anuncio en el Times y que le interesaba saber qué quería yo. Le dije que no estabas dispuesto a inmiscuirte en sus líos y a meterte en sus asuntos sin hablar antes con él y quedamos en vernos esta noche. Me preguntó si había visto a Mimi y le respondí que la había visto una o dos veces desde que regresó de Europa. Le dije que también había visto a su hija. Wynant añadió lo siguiente: «Si mi esposa te pide dinero, dale la cifra que te pida dentro de lo razonable.»

—¡Se pasó! —exclamé.

Macaulay asintió.

—Yo pensé lo mismo. Le pregunté por qué lo hacía y me respondió que lo que había leído en la prensa matutina lo convenció de que, más que cómplice, su esposa había sido timada por Rosewater y que tenía motivos para pensar que ella estaba «razonablemente bien dispuesta» hacia él. En ese momento me di cuenta de lo que tramaba y le comuniqué que Mimi ya había entregado la navaja y la leontina a la policía. ¿Adivina qué me respondió?

—Tú ganas.

—Wynant le dio vueltas al asunto, pero sin excederse, no te creas, y más tranquilo que un san Luis preguntó: «¿Te refieres a la leontina y la navaja del reloj que le dejé a Julia para que los hiciera reparar?»

Me reí.

—¿Qué le respondiste?

—Me quedé de piedra. Sin darme tiempo a pensar la respuesta, Wynant agregó: «De todas maneras, lo discutiremos a fondo cuando nos reunamos esta noche.» Le pregunté dónde y a qué hora nos veríamos y me dijo que telefonearía porque no sabía dónde estaría. Quedó en llamar a mi casa a las diez en punto. Aunque antes se había mostrado tranquilo, de repente le entraron las prisas y ya no tenía tiempo para responder a ninguna de mis preguntas. Wynant colgó y yo te telefoneé. ¿Qué piensas ahora de su inocencia?

—Ya no lo creo tan inocente —respondí lentamente—. ¿Estás seguro de que volverá a llamar a las diez?

Macaulay se encogió de hombros.

—Estoy tan seguro como lo podrías estar tú.

—En tu lugar, yo no molestaría a la policía hasta que tengamos controlado a nuestro loco y podamos entregarlo. Tu explicación no les gustará nada y, aunque no te encierren inmediatamente, te pondrán las cosas muy difíciles si esta noche Wynant nos da el esquinazo.

—Ya lo sé, pero me gustaría quitarme este peso de encima.

—Unas horas más no modificarán la situación —insistí—. ¿Alguno de vosotros se refirió a que Wynant no había ido a la cita en el Plaza?

—No. No tuve tiempo de preguntárselo. Si me aconsejas que espere, esperaré, aunque...

—Aguardemos hasta esta noche, hasta que te llame, si es que te llama, y entonces decidiremos si se lo comunicamos o no a la policía.

—¿Supones que llamará?

—Yo no pondría las manos en el fuego. Faltó a la última cita que concertó contigo y se fue por las ramas en cuanto se enteró de que Mimi había entregado la leontina y la navaja. Francamente, no soy muy optimista, pero ya veremos. ¿Te parece bien que me presente en tu casa alrededor de las nueve?

—Ven a cenar.

—No puedo. Me presentaré tan pronto como pueda por si Wynant se adelanta. Tendremos que actuar de prisa. ¿Dónde vives?

Macaulay me dio sus señas en Scarsdale y se puso de pie.

—Despídeme de tu esposa. Muchas gracias... Ah, antes de que se me olvide, supongo que anoche me entendiste bien cuando te hablé de Harrison Quinn. Me refería, simplemente, a lo que dije, a que tuve mala suerte cuando acepté sus consejos para invertir en acciones. No pretendía insinuar que hizo algo..., tú ya me entiendes, ni quería decir que no le hizo ganar dinero a otros clientes.

—Te comprendo —aseguré y llamé a Nora.

Macaulay y Nora se estrecharon las manos e intercambiaron cortesías. El abogado jugó un poco con Asta y antes de irse me dijo:

—Ven tan temprano como puedas.

—Adiós partido de hockey, a menos que encuentres a alguien que te acompañe.

—¿Me he perdido algo? —quiso saber Nora.

—No mucho. —Le sinteticé lo que Macaulay me había contado—. Y no me preguntes qué pienso porque no lo sé. Sólo sé que Wynant está chalado, pero no se comporta como un asesino. Actúa como quien está metido en una suerte de juego. Y sólo Dios sabe de qué juego se trata.

—Tengo la sensación de que protege a alguien —apuntó Nora.

—¿Por qué crees que él no la mató?

Nora se sorprendió.

—Porque tú no lo crees.

Comenté que me parecía una razón sólida.

—¿Y a quién protege? —pregunté.

—Todavía no lo sé. Y no te quedes conmigo, he pensado mucho en este asunto. Macaulay no puede ser porque lo utiliza para que le ayude a proteger no sé a quién y...

—Yo tampoco soy esa persona, pues quiere utilizarme.

—De eso se trata. Te llevarás un buen chasco si te burlas de mí y luego resulta que deduzco antes que tú quién lo hizo. Tampoco se trata de Mimi ni de Jorgensen, pues intentó volverlos sospechosos. Nunheim está descartado porque probablemente lo mató la misma persona y, además, ya no necesita que lo protejan. Morelli tampoco puede ser porque Wynant estaba celoso de él y se pelearon —Nora me miró con el ceño fruncido—. Me gustaría que averiguaras más datos sobre el obeso al que llaman Sparrow y la pelirroja corpulenta.

—¿Y qué me dices de Dorothy y Gilbert?

—Eso era lo que quería preguntarte. ¿Crees que Wynant tiene fuertes lazos paternales con sus hijos?

—No.

—Sospecho que intentas desanimarme. Puesto que los conozco, me parece difícil creer que cualquiera de los dos sea el asesino, aunque he intentado dejar de lado mis opiniones subjetivas y ceñirme a la lógica. Anoche, antes de dormirme, hice una lista con todos los...

—No hay nada mejor que la lógica para combatir el insomnio. Se parece a... —no concluí la frase.

—¡No seas tan endiabladamente condescendiente! Hasta ahora tus resultados no han sido muy brillantes que digamos.

—No pretendía herirte —dije y la besé—. ¿Es nuevo el vestido que llevas?

—¡Te he pillado! Eres un miedica que cambia de tema.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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