Sábado por la noche
LLEVANDO con ligereza el paquete bajo el brazo, caminando con paso vivo, sin nada que indicara cautela salvo el movimiento incesante de sus ojos, en parte a través de un callejón y en parte por un patio estrecho, Spade fue de su oficina hasta Kearny Street y Post Street, donde paró un taxi.
El taxi le llevó hasta la terminal Pickwick de Fifth Street. Dejó el pájaro en la consigna, metió el resguardo en un sobre en el cual escribió M. F. Holland y el número de un apartado de correos de San Francisco, lo cerró y lo echó al buzón. Desde la terminal de autobuses otro taxi lo llevó al hotel Alexandria.
Spade fue a la suite 12 C y llamó a la puerta. Después de haber llamado una segunda vez, abrió la puerta una chica bajita de pelo castaño con una bata de un amarillo reluciente... una chica bajita de rostro blanco y enturbiado que se colgaba desesperadamente con las dos manos al pomo de la puerta mientras boqueaba:
—¿Es usted el señor Spade?
Spade contestó «Sí» y la cogió mientras ella se tambaleaba. Su cuerpo se arqueó hacia atrás por encima del brazo de Spade de manera que el corto pelo castaño le quedó colgando y su fina garganta se convirtió en una curva firme desde la barbilla hasta el pecho.
Spade dejó resbalar su brazo hacia arriba mientras se agachaba para meter el otro a la altura de las rodillas, pero en ese momento ella se agitó, resistiéndose, y entre sus labios entreabiertos, sin moverlos apenas, salieron unas palabras confusas:
—¡No... Ma'me wa!
Spade la obligó a andar. Abrió la puerta de un puntapié y la llevó andando por toda la habitación alfombrada de verde. Con uno de sus brazos alrededor de su cuerpecillo, por debajo de la axila, y con la otra mano sujetándole el brazo suelto, la mantuvo erguida mientras ella tropezaba, controlando su balanceo la siguió obligando a caminar, dejando que sus piernas soportasen el mayor peso posible. Anduvieron continuamente, la chica a tropezones, con pasos descoordinados, Spade afirmándose sobre los talones para que su equilibrio no se viera afectado por su tambaleo. Ella tenía los ojos idos y el rostro blanco como la cal. Spade tenía sus ojos endurecidos de mirarlo todo al mismo tiempo.
Spade le decía monótonamente:
—Venga, así. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, dé la vuelta —la sacudió mientras se apartaban de la pared—. Otra vez. Un, dos, tres, cuatro. Levante la cabeza. Así. Buena chica. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Dé la vuelta otra vez —volvió a sacudirla—. Muy bien, buena chica. Camine, camine, camine, camine. Un, dos, tres, cuatro. Vamos a dar la vuelta —volvió a sacudirla, esta vez con más brusquedad, y apretó el paso—. Así, así. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Tenemos prisa. Un, dos, tres...
Ella tenía escalofríos y tragaba ruidosamente. Spade empezó a frotarle el brazo y luego le puso la boca cerca de la oreja:
—Muy bien. Lo está haciendo muy bien. Un, dos, tres, cuatro. Más deprisa, más deprisa, más deprisa, más deprisa, más deprisa. Eso es. Un paso, otro, otro, otro. Levante las piernas y vuélvalas a bajar. Así. Otra vuelta. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. ¿Qué le han hecho? ¿La han drogado? ¿Con lo mismo que me dieron a mí?
Sus párpados se abrieron un instante dejando ver unos apagados ojos pardos dorados y a modo de confirmación pudo pronunciar la ese de «Sí».
Siguieron andando, la chica casi trotando para mantenerse a la par de Spade, y Spade palmeándola y dándole masajes a través de la seda amarilla con ambas manos, venga a hablar y a hablar mientras su mirada seguía endurecida, distante y atenta.
—Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, vuelta. Buena chica. Un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro. Mantenga levantada la barbilla. Así. Un, dos...
Ella volvió a levantar los párpados un poco y bajo ellos los ojos se movieron débilmente de un lado a otro.
—Muy bien —dijo él con voz fresca, rompiendo su cantinela monótona—. Manténgalos abiertos. Ábralos bien... ¡bien abiertos! —volvió a sacudirla.
Ella protestó con un gemido, pero abrió un poco más los párpados aunque sus ojos estaban apagados. Él levantó la mano y le dio media docena de palmadas en la mejilla, en rápida sucesión. Ella volvió a gemir y trató de separarse de él. Spade la tenía bien sujeta con un brazo y siguió arrastrándola de pared a pared.
—Siga andando —le ordenó con voz áspera, preguntando después—. ¿Quién es usted?
La respuesta «Rhea Gutman» fue confusa pero inteligible.
—¿La hija?
—Sí —ahora el monosílabo fue casi completo.
—¿Dónde está Brigid?
Ella se retorció con una convulsión y le cogió una mano con sus dos manos. Él retiró la mano de un tirón y se la miró: en el dorso le quedaba la marca de un arañazo fino y rojizo de más de tres centímetros de longitud.
—¿Pero qué demonios...? —gruñó él y le cogió las manos para mirárselas. No tenía nada en la izquierda; pero en la derecha, una vez que la obligó a abrirla, albergaba un prendedor de acero, de diez centímetros de longitud, con cabeza de jade—. ¿Qué demonios...? —volvió a gruñir Spade y sostuvo el alfiler ante los ojos de la chica.
Cuando ella vio el alfiler, gimoteó y se abrió la bata. Apartó la chaqueta crema del pijama y le mostró parte del cuerpo por debajo del pecho izquierdo... una carne blanca con finas líneas rojas entrecruzadas, salpicadas de puntos rojos allí donde el alfiler había pinchado la carne.
—Para no dormirme... caminé... hasta que viniera... Ella dijo... que vendría usted... tardó mucho —se tambaleó.
Spade volvió a sujetarla con fuerza y dijo:
—Camine.
Ella intentó desprenderse de su brazo, retorciéndose para mirarle a la cara.
—No... le digo... dormir... sálvela...
—¿A Brigid? —preguntó él.
—Sí... llevado... Bur Burlingame... Ancho 26... de prisa... demasiado tarde —la cabeza cayó sobre su hombro.
Spade le levantó la cabeza con brusquedad.
—¿Quién se la ha llevado allí? ¿Su padre?
—Sí... Wilmer... Cairo —se retorció angustiada y sus párpados temblaron pero no se abrieron—... matarán —volvió a dejar caer la cabeza y él volvió a levantarla —¿Quién disparó contra Jacobi?
Ella no pareció oír la pregunta. Lastimosamente intentó mantener la cabeza erguida, abrir los ojos. Murmuró:
—Vaya... ella...
Spade la zarandeó brutalmente.
—No se duerma hasta que venga el médico.
El miedo le hizo abrir los ojos y despejó su cara un instante.
—No... no —gritó con voz espesa—, papá... me matará... jurar que usted no... lo sabría... lo hice... por ella... prometí... dormir... hasta mañana...
Volvió a sacudirla.
—¿Está segura de que puede dormir sin mayor problema?
—Sí —y su cabeza volvió a caer.
—¿Dónde está su cama?
Ella intentó levantar una mano, pero el esfuerzo había sido excesivo para ella cuando la mano sólo alcanzó a señalar la alfombra. Con un suspiro de niña cansada, relajó todo el cuerpo y se derrumbó.
Spade la cogió en brazos, levantándola mientras caía, y, sosteniéndola fácilmente contra su pecho, se acercó a la puerta más cercana. Giró el pomo hasta soltar el resbalón, abrió la puerta con el pie y entró en un pasillo que atravesaba un cuarto de baño para desembocar en un dormitorio. Echó un vistazo al cuarto de baño, vio que estaba vacío y trasladó a la chica al dormitorio. No había nadie. La ropa que podía verse y las cosas que había sobre la cómoda indicaban que era el dormitorio de un hombre.
Spade volvió a salir al salón alfombrado de verde y probó por la puerta de enfrente. Daba a otro pasillo que atravesaba otro cuarto de baño vacío y que terminaba en otro dormitorio, esta vez con accesorios femeninos. Abrió la cama, tumbó a la chica, le quitó las zapatillas, la levantó un poco para quitarle la bata, le puso una almohada bajo la cabeza y la tapó.
Luego abrió las dos ventanas del dormitorio y, dándoles la espalda, se quedó mirando a la chica dormida. Respiraba pesada pero rítmicamente. Frunció el ceño y observó la habitación, apretando los labios. El crepúsculo iba oscureciendo la habitación. Se quedó inmóvil unos cinco minutos, bañado por aquella luz cada vez más débil. Finalmente sacudió sus hombros gruesos y caídos con impaciencia y salió, dejando la puerta exterior de la suite sin echar la llave.
Spade fue a la oficina de la Compañía Telefónica y Telegráfica del Pacífico que había en Powell Street y llamó a Davenport 2020:
—Con urgencias, por favor... Mire, hay una chica en la suite 12 C del hotel Alexandria que está drogada... Sí, será mejor que envíen a alguien para que la reconozca... Soy el señor Hooper, cliente del Alexandria.
Colgó y soltó una carcajada. Hizo otra llamada:
—Hola, Frank, soy Sam Spade... ¿Me puedes alquilar un coche con conductor que sepa mantener la boca cerrada?... Para ir a la península ahora mismo... Un par de horas... De acuerdo. Que me recoja en el John, en Filis Street, en cuanto pueda.
Volvió a marcar otro número, el de su oficina, estuvo escuchando un momento sin decir nada y volvió a colgar.
Se fue al asador John, le pidió al camarero que se diera prisa con las chuletas, la patata asada y la ensalada de tomate que había pedido; comió a toda prisa y se estaba tomando un café y fumando un cigarrillo cuando un hombre relativamente joven, corpulento y con gorra de cuadros ladeada descuidadamente por encima de sus ojos pálidos, y su rostro duro y alegre, entró en el asador y se dirigió a su mesa.
—Listo, señor Spade. Con el depósito lleno y rabiando por salir.
—Estupendo —Spade vació su taza y salió con el hombre corpulento—. ¿Sabes dónde está la avenida, o la carretera, o el bulevar Ancho, en Burlingame?
—No, pero si está allí la encontraremos.
—Pues venga —dijo Spade mientras se sentaba al lado del conductor en el Cadillac sedán de color oscuro—. Buscamos el número veintiséis, cuanto antes mejor, pero no se trata de llamar a la puerta principal.
—Entendido.
Marcharon media docena de manzanas en silencio. Luego el conductor dijo:
—A su socio lo han liquidado, ¿no, señor Spade?
—Ajá.
—Menuda profesión —el conductor soltó una risita—. Se la cambio.
—Hombre, los conductores por horas tampoco son eternos.
—Puede ser —concedió el hombre corpulento—, pero da lo mismo, para mí será una sorpresa si yo no vivo para siempre.
Spade se quedó mirando fijamente por el parabrisas, y en lo sucesivo, hasta que el conductor se cansó de intentar la conversación, contestó con monosílabos llenos de desinterés.
En un supermercado de Burlingame, el conductor preguntó cómo llegar a la avenida Ancho. Diez minutos más tarde detenía el sedán cerca de una esquina mal iluminada, apagaba las luces y señalaba con un gesto de la mano la manzana que había delante:
—Es ahí —dijo—. Es posible que se entre por el otro lado, debe ser la tercera o cuarta casa.
Spade dijo:
—De acuerdo —y bajó del coche—. Mantén el motor en marcha. Puede que tengamos que salir a escape.
Cruzó la calle hasta la acera de enfrente. Mucho más lejos, brillaba una única farola. Otras luces más cálidas salpicaban la noche a ambos lados de la calle, en la que las casas estaban reunidas de seis en seis por manzana. Una delgada y alta luna resultaba tan fría y débil como la distante farola. Por las ventanas abiertas de una de las casas de la acera de enfrente, salía el ruido atronador de una radio.
Spade se detuvo ante la segunda casa contando desde la esquina. En uno de los pilares de entrada, enormes, completamente desproporcionados a la valla circundante, relumbraban con la poca luz que había un 2 y un 6. Sobre ellos, se veía una tarjeta blanca y cuadrada, clavada. Acercando la cara, Spade pudo ver que se trataba de un cartel: SE VENDE O ALQUILA. No había cancela. Spade subió por la rampa de cemento que conducía a la casa. Durante un largo momento se quedó inmóvil al pie de los escalones del porche. De la casa no salía ningún ruido: estaba oscura y la única claridad era la de la tarjeta cuadrada claveteada en la puerta.
Spade se acercó a la puerta y escuchó. No pudo oír nada. Intentó escrutar por el cristal de la puerta. No había cortina que se lo impidiera, pero dentro todo estaba oscuro. Se acercó de puntillas a una ventana y luego a otra. Como la puerta, no tenían cortinas y sólo las cegaba la oscuridad interior. Tanteó las dos ventanas. Estaban cerradas. Tanteó la puerta. Estaba cerrada.
Abandonó el porche y, con pasos cuidadosos en aquel terreno oscuro y desconocido, dio la vuelta a la casa vadeando entre malas hierbas. Las ventanas laterales eran demasiado altas como para alcanzarlas desde el suelo. La puerta y la única ventana traseras que pudo alcanzar estaban cerradas.
Spade regresó a los pilares y, manteniendo la llama entre sus manos, levantó el mechero para ver el cartel de SE VENDE O ALQUILA. Llevaba impresos el nombre y la dirección de un agente de la propiedad inmobiliaria de San Mateo, además de una línea escrita a lápiz: LA LLAVE, EN EL 31. Spade regresó al sedán y preguntó al conductor:
—¿Tienes una linterna?
—Claro —se la dio a Spade—. ¿Puedo echarle una mano en algo?
—Es posible —Spade entró en el sedán—. Vamos a ir al número treinta y uno. Puedes encender las luces.
El número 31 era una casa cuadrada y gris en la acera de enfrente y un poco más abajo del número 26. En las ventanas bajas relumbraba una luz. Spade se acercó al porche y llamó al timbre. Una chica de catorce o quince años de pelo oscuro abrió la puerta. Spade hizo una inclinación y sonriendo, dijo:
—Me gustaría que me dieran la llave del 26.
—Voy a llamar a papá —dijo ella, y entró en la casa gritando—: ¡Papá!
Un hombre relleno y de cara colorada, calvo y con un enorme bigote, apareció llevando un periódico. Spade le dijo:
—Me gustaría que me dieran la llave del 26.
El hombre relleno pareció dudar. Dijo:
—La luz está cortada. No va a ver nada.
Spade se golpeó el bolsillo.
—Tengo una linterna.
El hombre relleno pareció dudar más aún. Carraspeó inquieto y apretó, arrugándolo, el periódico que tenía en la mano.
Spade le mostró una de sus tarjetas de visita, se la volvió a meter en el bolsillo y dijo en voz baja:
—Tenemos un soplo; puede haber algo escondido ahí.
El rostro y la voz del hombre relleno fueron entusiastas:
—Espere un minuto —dijo—. Voy con usted.
Un instante después volvió a aparecer con una llave de bronce enganchada a una etiqueta roja y negra. Spade hizo un gesto al pasar junto al coche, y el taxista se reunió con ellos.
—¿Ha habido alguien en esa casa últimamente? —preguntó Spade.
—Que yo sepa, no —contestó el hombre relleno—. Llevan un par de meses sin pedirme la llave.
El hombre fue por delante con la llave hasta llegar al porche. Entonces le pasó la llave a Spade diciendo en un murmullo:
—Aquí tiene —y se hizo a un lado.
Spade corrió el cerrojo y abrió la puerta. Dentro había silencio y oscuridad. Sujetando la linterna —apagada— en su mano izquierda, Spade entró en la casa. Le siguió de cerca el taxista y luego, un poco más separado, el hombre relleno. Revisaron la casa de arriba abajo, primero con precaución, luego, al no hallar a nadie, con atrevimiento. No había posibilidad de error: no había nadie y nada indicaba que se hubiera abierto en las últimas semanas.
Diciendo «Gracias, eso es todo», Spade despidió al sedán delante del Alexandria. Entró en el hotel y se dirigió al mostrador desde el que un joven alto de cara seria le dijo:
—Buenas noches, señor Spade.
—Buenas noches —Spade atrajo al joven a un extremo del mostrador—. Los Gutman, los del 12 C... ¿están?
El joven replicó:
—No —dirigiendo una fugaz mirada a Spade. Luego miró hacia otro lado, vaciló, volvió a mirar a Spade y dijo—: Les ha pasado una cosa rara esta tarde, señor Spade. Por lo visto, alguien llamó a urgencias diciendo que había una chica enferma en esa suite.
—¿Y no?
—Oh, no, allí no había nadie. Se habían marchado a primera hora de la noche.
Spade dijo:
—Esos bromistas tienen que pasárselo bien. Gracias.
Se fue a la cabina telefónica, marcó un número y dijo:
—Oiga... ¿Señora Perine?... ¿Está Effie?... Sí, por favor... Gracias... ¡Hola, encanto!... ¿Qué noticias tienes?... ¡Estupendo, estupendo!... Sigue así... Estaré ahí dentro de veinte minutos... De acuerdo.
Al cabo de media hora Spade llamaba a la puerta de un edificio de ladrillo de dos plantas en la Novena Avenida. Effie Perine le abrió la puerta. Su rostro masculino estaba cansado pero sonriente.
—Hola, jefe —dijo—. Entra —y añadió en voz baja—: Si mamá te dice algo, pórtate bien. Está hecha un manojo de nervios.
Spade sonrió tranquilizadoramente y le dio unas palmaditas en el hombro.
Ella le puso las manos en el brazo.
—¿Y la señorita O'Shaughnessy?
—No —gruñó él—. Era una trampa. ¿Estás segura de que era su voz?
—Sí.
Spade puso cara de desagrado.
—Bueno, pues fue un planchazo.
Ella le condujo a un salón bien iluminado, suspiró y se dejó caer en un extremo de un sofá Chesterfield, sonriéndole alegremente a pesar de su cansancio.
Él se sentó a su lado y le preguntó:
—¿Ha ido todo bien? ¿Nada del paquete?
—Nada. Les dije lo que tú me habías dicho, y dieron por sentado que la llamada tenía algo que ver con eso y que tú habías salido a seguir esa pista.
—¿Fue Dundy?
—No. Hoff y O'Gar y otros que no conozco. También hablé con el capitán.
—¿Te llevaron a comisaría?
—Sí, sí, y me hicieron montones de preguntas, pero todo... ya sabes... rutinario.
Spade se frotó las manos.
—Estupendo —dijo, y luego frunció el ceño—, aunque supongo que me apretarán cuando me encuentren. O por lo menos el maldito Dundy, y Bryan —se encogió de hombros—. ¿Fue alguien más que conocieras, aparte de la policía?
—Sí —y se sentó muy derecha—. Ese chico, el que llevó el recado de Gutman, estaba también allí. No entró, pero la policía dejó la puerta abierta y le vi en el descansillo.
—¿No dijiste nada?
—No, no, me dijiste que no dijera nada. Así que no le presté atención y cuando volví a mirar ya se había ido.
Spade le dirigió una sonrisa.
—Hermana, menuda suerte que has tenido de que los policías llegaran antes.
—¿Por qué?
—Ése es un mal nacido, ese chico... puro veneno. ¿El muerto era Jacobi?
—Sí.
Le apretó las manos y se puso en pie.
—Voy a seguir. Es mejor que te vayas a la piltra; estás agotada.
Ella se levantó.
—Sam, ¿qué es...?
Él la interrumpió poniéndole la mano en la boca.
—Guárdatelo hasta el lunes —dijo—. Quiero largarme antes de que tu madre me coja y me ponga verde por arrastrar a su corderillo por las cloacas.
Faltaban pocos minutos para la medianoche cuando Spade llegó a su casa. Metió la llave en la puerta del portal. Se oyó un taconeo rápido a sus espaldas, en la acera. Dejó ir la llave y se dio la vuelta. Brigid O'Shaughnessy subió los escalones tras él, corriendo. Le rodeó con sus brazos y se colgó de él, jadeando:
—¡Oh, pensé que no llegarías nunca! —estaba ojerosa y desesperada, el cuerpo agitado por temblores que la sacudían de pies a cabeza.
Con la mano que tenía libre, Spade tanteó en busca de la llave, abrió la puerta y medio la arrastró dentro.
—¿Has estado esperando? —preguntó.
—Sí —el jadeo le obligaba a espaciar las palabras—. En un... portal... un poco... más arriba.
—¿Puedes subir sola o te subo yo? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza apretada contra su hombro.
—Me pondré bien... cuando... pueda... sentarme.
Subieron en ascensor al apartamento de Spade. Ella le soltó el brazo y se quedó junto a él, jadeando, con las dos manos sobre el pecho, mientras él abría la puerta. Spade dio la luz del pasillo. Entraron. Cerró la puerta y, después de rodearla otra vez con su brazo, la llevó hacia el salón. Cuando les faltaba dar un paso para entrar en el salón, la luz de esa habitación se encendió.
La chica gritó y se colgó de Spade.
Dentro del salón estaba el gordo Gutman sonriéndoles benevolente. Wilmer, el chico, salió de la cocina, a sus espaldas; las pistolas negras parecían enormes en sus pequeñas manos. Cairo salió del cuarto de baño. También sostenía una pistola. Entonces habló Gutman:
—Pues bien, caballero, ya estamos todos, como puede usted ver por sí mismo. Ahora vamos a sentarnos, a ponernos cómodos y a charlar.