El ciego del cuento
MADISON Andrews era un hombre alto y demacrado, de sesenta años con pelo, cejas y bigote blancos y descuidados que exageraban la tosquedad de su rostro huesudo y musculoso. Llevaba ropa amplia, mascaba tabaco y en los últimos diez años se le había considerado públicamente responsable de dos demandas de divorcio.
—Supongo que el joven Collinson le habrá contado toda clase de tonterías —dijo—. Parece creer que estoy en mi segunda juventud, como así me lo ha hecho saber.
—No le he visto —dije—. Sólo llevo en la ciudad un par de horas, lo justo para ir a la oficina y venir hasta aquí.
—Bueno —dijo—, Collinson es su novio, pero yo soy responsable de ella y preferí seguir el consejo del doctor Riese, que es su médico. Dijo que dejarla que fuera al Templo a pasar un tiempo contribuiría más a restablecerla mentalmente que ninguna otra cosa. No podía pasar por alto su consejo. Puede que los Haldorn sean unos charlatanes, es probable, pero Joseph Haldorn es desde luego la única persona con la cual quería hablar Gabrielle y con la única con la que se ha sentido a gusto desde la muerte de sus padres. El doctor Riese dijo que contrariarla en su deseo de ir al Templo supondría hundirla aún más en su enfermedad mental. ¿Acaso debía rechazar esa opinión así, tal cual, sólo porque al joven Collinson no le gustara?
Repuse:
—No.
—No me hago ilusiones en relación con esa secta —prosiguió defendiéndose—. Lo más probable es que no sea más que un grupo de charlatanes, como cualquier otra. Pero no nos preocupa su faceta religiosa. Lo que nos interesa es su aspecto terapéutico para la mente de Gabrielle. Incluso si hubiera sido de tal carácter que no hubiera podido garantizar la seguridad de Gabrielle, aun así me habría sentido tentado de dejarla ir. Tal como yo lo veo, su recuperación es lo que más debe preocuparnos y no debemos permitir que nada se interponga.
Estaba preocupado. Asentí y me mantuve en silencio, esperando comprender qué le preocupaba. Lo fui comprendiendo poco a poco mientras proseguía hablando con muchos rodeos.
Siguiendo el consejo del doctor Riese y pese a las protestas de Collinson, la había dejado ir al Templo del Santo Grial para quedarse una temporada. Gabrielle Leggett quería ir (en ese momento había alojadas personas tan respetables como la esposa de Livingston Rodman) y los Haldorn habían sido amigos de Edgar Leggett: así que Andrews se lo permitió. De eso hacía seis días. Gabrielle se había llevado a la mulata, Minnie Hershey, como doncella. El doctor Riese había ido a verla todos los días. Los cuatro primeros la había encontrado mejorada. Al quinto, su situación le había alarmado. Gabrielle tenía la cabeza más ida que nunca y tenía los síntomas típicos de quien se ha visto sometido a algún choque. A ella no pudo sacarle nada. Tampoco obtuvo nada de Minnie. Ni de los Haldorn. No tuvo medios de averiguar lo que había ocurrido ni si realmente había ocurrido algo.
Eric Collinson había forzado a Riese para que le diera informes diarios de Gabrielle. Riese le había dicho la verdad de su última visita. Collinson se había subido por las paredes. Quería que se sacara a la chica del Templo inmediatamente: según él, los Haldorn estaban planeando asesinarla. Él y Andrews tuvieron una bronca de las buenas. Andrews creía que la chica sufría sencillamente una recaída de la que se recuperaría rápidamente si se la dejaba donde deseaba estar. Riese se inclinaba a mostrarse de acuerdo con Andrews. No así Collinson. Amenazó con organizar un buen lío si no se la sacaba pronto. Eso preocupó a Andrews. Para éste, abogado cabezota, no sería nada bueno haber permitido que su protegida fuera a un lugar en el que podía ocurrirle algo. Por otra parte, decía creer de verdad que su estancia allí era para su beneficio. Pero tampoco quería que nada le ocurriera. Finalmente llegó a un acuerdo con Collinson. A Gabrielle se le permitiría quedarse en el Templo por lo menos unos días más, pero se instalaría alguien allí para vigilarla y comprobar que los Haldorn no le jugaban ninguna mala pasada. Riese me había propuesto: mi suerte al acertar el modo en que había muerto Leggett le había impresionado. Collinson había objetado que mi falta de sensibilidad era en buena parte responsable de la actual situación de Gabrielle, pero finalmente había cedido. Yo ya conocía a Gabrielle y su historia y tampoco había hecho tan mal papel: mi eficacia dejaba atrás mi insensibilidad, sobre poco más o menos. Así que Andrews había telefoneado al Viejo, le había ofrecido una cantidad suficiente como para justificar el sacarme de otro trabajo y allí estaba yo.
—Los Haldorn saben que va a ir —terminó Andrews—. No importa lo que piensen. Sencillamente les dije que el doctor Riese opinaba que hasta Gabrielle se pusiera mejor sería mejor tener a mano a un hombre competente en caso de emergencia, tanto para salvaguardarla a ella como a los demás. No hay necesidad de que yo le dé instrucción alguna. Se trata simplemente de tomar todas las precauciones posibles.
—¿Sabe Gabrielle que voy a ir?
—No, y no creo que debamos decirle nada. Usted tendrá que vigilarla molestando lo mínimo posible, como es lógico, y dudo de que ella, en su actual situación mental, le preste suficiente atención como para resentirse. Y si no ocurre así, pues bueno, ya veremos.
Andrews me dio una nota para Aaronia Haldorn. Hora y media más tarde ella la leía mientras yo aguardaba sentado en la sala de recepción del Templo. Finalmente, la dejó de lado y me ofreció largos cigarrillos rusos de una caja de jade blanco. Me disculpé por preferir mis Fátimas y prendí el mechero que había en el juego de fumador que me presentó. Una vez encendidos nuestros cigarrillos, me dijo:
—Intentaremos acomodarle lo mejor posible. No somos ni bárbaros ni fanáticos. Le digo esto porque hay muchos que se sorprenden de que no seamos ni lo uno ni lo otro. Esto es un templo, pero ninguno de nosotros piensa que la felicidad, ni la comodidad ni ninguno de los aspectos de la vida civilizada, puedan profanarlo. Usted no es de los nuestros. Puede, y lo espero, que usted termine siéndolo. Sin embargo, no se agite, le aseguro que no se le molestará. Puede asistir o no a nuestros ritos, y puede ir y venir como guste. Estoy segura de que usted mostrará hacia nosotros la misma consideración y estoy igualmente segura de que no intervendrá de ninguna manera en nada de lo que vea, por muy raro que le parezca, siempre que se le asegure que no afectará a su... paciente.
—Desde luego que no —prometí.
Sonrió a modo de sonrisa, aplastó la colilla en un cenicero y se puso en pie, diciendo:
—Voy a enseñarle su habitación —ninguno de los dos dijo una sola palabra sobre mi anterior visita.
Con mi sombrero y mi neceser en la mano, la seguí al ascensor. Subimos al quinto piso.
—Ésta es la habitación de la señorita Leggett —dijo Aaronia Haldorn señalando la puerta a la que Collinson y yo habíamos llamado hacía un par de semanas—. Y ésta es la suya —abrió la puerta que había enfrente. Era un duplicado de la suya pero no tenía vestidor. Mi puerta, como la de Gabrielle, no tenía cerradura.
—¿Dónde duerme la doncella? —pregunté.
—En una de las habitaciones del servicio, en el último piso. Creo que el doctor Riese está ahora con la señorita Leggett. Le diré que ha llegado.
Le di las gracias. Salió de mi habitación, cerrando la puerta. A los quince minutos, el doctor Riese llamó a la puerta y entró.
—Me alegro de que esté usted aquí —me dijo mientras nos dábamos la mano. Tenía un modo preciso y tajante de pronunciar las palabras, haciendo a veces hincapié con un gesto de la mano que sostenía sus gafas cogidas con la cinta negra. Yo nunca se las había visto puestas—. No vamos a necesitar sus servicios profesionales, pero me alegro de que esté aquí.
—¿Qué pasa? —pregunté en lo que intenté que fuera un tono que invitara a las confidencias.
Me miró con agudeza, se dio unos golpecitos en la uña del pulgar con las gafas y dijo:
—Por lo que yo sé, lo único que va mal se refiere a mi especialidad. De lo demás, no sé de nada que vaya mal —volvió a darme la mano—. Creo que encontrará su trabajo bastante aburrido, o eso espero.
—¿Pero el suyo no lo es? —sugerí.
Se detuvo en su giro hacia la puerta, frunció el ceño, volvió a darse unos golpecitos en la uña del pulgar y respondió:
—No, no lo es —vaciló, como si pensara en decir algo más, decidió que no y avanzó hacia la puerta.
—Tengo derecho a saber qué piensa usted honradamente sobre todo esto —dije.
Volvió a mirarme con agudeza.
—Honradamente no sé qué pensar —pausa—. No estoy satisfecho —no lo parecía—. Volveré esta noche —salió, cerrando la puerta. Al medio minuto volvió a abrirla para decirme—: Gabrielle Leggett está muy grave —y volvió a cerrarla, marchándose.
Gruñí para mí «Esto va a ser la mar de divertido», me senté junto a la ventana y me fumé un cigarrillo. Una doncella vestida de blanco y negro llamó a la puerta, preguntando qué quería para el almuerzo. Era una veinteañera sonrosada, entrada en carnes y rubia, con unos ojos azules que miraban inquisitivos y con ganas de juerga. Tomé un trago de la botella de whisky que llevaba en el neceser, comí el almuerzo que en seguida me trajo la doncella y me pasé la tarde en mi habitación.
Manteniendo los oídos bien abiertos logré cazar a Minnie cuando salía de la habitación de su ama poco después de las cuatro. La mulata puso unos ojos como platos cuando me vio aparecer en el umbral.
—Entre —le dije—. ¿No le dijo el doctor Riese que estaba aquí?
—No, señor. Usted... usted... ¿anda usted detrás de la señorita Gabrielle?
—Tan sólo la vigilo, procurando que no le ocurra nada. Y si quiere usted mantenerme al tanto, hágame saber lo que ella diga y haga, lo que hagan y digan los demás, y así me ayudará y la ayudará a ella; porque así no tendré que molestarla.
La mulata dijo que sí con toda rapidez pero, por lo que yo pude leerle en la cara parda, mi idea de colaboración no parecía llegarle bien.
—¿Cómo se encuentra Gabrielle esta tarde? —pregunté.
—Esta tarde está muy contenta, señor. Le gusta este sitio.
—¿Y cómo pasa la tarde?
—Ella... no lo sé, señor. La pasa nada más, tranquilamente.
No es que fueran grandes noticias. Dije:
—El doctor Riese cree que será mejor que no sepa que estoy aquí, así que no tiene por qué comentarle nada de mí.
—No, señor, no lo haré —me prometió, pero daba impresión más de cortesía que de sinceridad.
A primera hora de la noche Aaronia Haldorn vino a decirme que bajara a cenar. El comedor estaba forrado en madera color castaño oscuro, y los muebles eran del mismo material. Éramos diez a la mesa. Joseph Haldorn era alto, parecía una estatua y llevaba una túnica de seda negra. Tenía el cabello espeso, largo, canoso y brillante. La barba espesa, recortada en redondo, era también canosa y brillante. Aaronia Haldorn me lo presentó como Joseph, como si no tuviera apellido. Todos los demás le trataban de la misma manera. Me dedicó una sonrisa de dientes blancos y regulares y me tendió una mano fuerte y cálida. Su rostro, de un color sonrosado muy sano, no tenía ni una sola arruga. Era un rostro tranquilo, sobre todo los ojos castaño claro, algo que le hacía sentir a uno en paz con el mundo. Su voz de barítono ejercía el mismo efecto tranquilizante. Me dijo:
—Estamos contentos de tenerle aquí —aquellas palabras eran sencillamente corteses y sin mayor significado pero, al decirlas, creí entender que se sentía contento por algún motivo. Ya comprendía el deseo de Gabrielle Leggett de ir a ese lugar. Contesté que yo también estaba contento de estar allí y al decirlo creí que realmente lo estaba.
Además de Joseph, su esposa y su hijo, a la mesa se sentaban también la señora Rodman, una mujer alta y delicada, de piel transparente, ojos desvaídos y voz que nunca superaba el murmullo; un hombre llamado Fleming, que era joven, cetrino, muy delgado y tenía bigote de color oscuro y el aire abstraído de quien está sumido en sus propios pensamientos; el mayor Jeffries, hombre bien vestido y de buenas maneras, corpulento, calvo y cetrino; su mujer, una persona agradable a pesar de sus aires de gatita, adecuados para una mujer treinta años más joven; una tal señorita Hillen, de agudas barbilla y voz y unos modales intensamente impacientes; y la señora Pavlov, bastante joven, de rostro huesudo y de altos pómulos, y que evitaba mirar directamente a nadie. La cena, servida por dos chicos filipinos, fue buena. No hubo mucha conversación y la poca que hubo no trató de temas religiosos. No estuvo demasiado mal.
Después de la cena, regresé a mi habitación. Estuve escuchando a la puerta de Gabrielle Leggett durante unos minutos, pero no oí nada. Ya en mi cuarto, anduve nervioso, fumé y esperé a que apareciera el doctor Riese como había prometido. No apareció. Supuse que alguna emergencia de ésas que forman la vida habitual de los médicos le había retenido en algún otro sitio, pero el que no viniera me irritó. Nadie entró ni salió de la habitación de Gabrielle. Yo me acerqué de puntillas a escuchar un par de veces. La primera no oí nada; la otra oí unos roces débiles que no me dijeron nada. Poco después de las diez oí cómo algunos de los huéspedes pasaban junto a mi puerta, probablemente rumbo a sus habitaciones. A las once y cinco oí cómo se abría la puerta de la habitación de Gabrielle. Abrí la mía. Minnie Hershey se iba por el pasillo hacia el fondo. Estuve tentado de llamarla pero no lo hice. Mi último intento de sacarle algo había sido un fiasco y en ese momento no me sentía con el tacto suficiente como para tener mayor suerte.
A esa hora ya había desistido de ver al doctor Riese hasta el día siguiente. Apagué la luz, dejé abierta la puerta de mi cuarto y me senté en la oscuridad, mirando la puerta de la chica y maldiciendo al mundo. Me acordé del ciego del cuento metido en una habitación a oscuras y buscando a un negro que no estaba allí, y supe cómo se sentía. Poco antes de medianoche, Minnie Hershey, con abrigo y sombrero como si acabara de llegar de la calle, regresó a la habitación de Gabrielle. No pareció verme. Me puse silenciosamente en pie e intenté mirar cuando abrió la puerta, pero no tuve suerte. Minnie estuvo dentro hasta casi la una y cuando salió cerró la puerta suavemente y anduvo de puntillas. Era una precaución innecesaria habida cuenta del grosor de la alfombra. Y precisamente por ser innecesaria, me puso nervioso. Me acerqué a mi puerta y llamé en voz baja:
—Minnie.
Puede que no me oyera. Siguió de puntillas por el pasillo y aquello me puso peor todavía. Me lancé tras ella a toda velocidad y la detuve cogiéndola de una muñeca. Su rostro aindiado se mantuvo inexpresivo.
—¿Cómo está? —le pregunté.
—La señorita Gabrielle está bien, señor. Déjela tranquila —murmuró.
—No está bien. ¿Qué está haciendo ahora?
—Está durmiendo.
—¿Colocada? —Minnie levantó una mirada parda y airada y volvió a bajarla sin decirme nada—. ¿La ha mandado a comprar droga? —le pregunté ansioso, sujetándola con más fuerza.
—Me ha mandado por unas... medicinas, sí señor.
—¿Y se ha tomado alguna y se ha dormido?
—S... sí, señor.
—Vamos a volver a echarle un vistazo —dije.
La mulata trató de soltarse la muñeca. Yo la retuve. Me dijo:
—Déjeme en paz, caballero, o gritaré.
—La dejaré en paz cuando hayamos echado ese vistazo, quizá —repuse, dándole la vuelta con mi otra mano apoyada en su hombro—. Así que si va a gritar, más le vale empezar ahora.
No estaba deseosa de volver a la habitación de su ama, pero tampoco me obligó a arrastrarla. Gabrielle Leggett estaba tumbada de lado en la cama, durmiendo plácidamente mientras las sábanas se agitaban suavemente con su respiración. Su rostro pequeño y blanco, rodeado de rizos castaños, parecía el de una niña enferma. Solté a Minnie y regresé a mi habitación. Una vez sentado nuevamente en la oscuridad, empecé a comprender por qué hay gente que se muerde las uñas. Estuve sentado una hora o más y luego, maldiciéndome por ser una vieja revieja, me quité los zapatos, cogí el sillón más cómodo, apoyé los pies sobre otro asiento, me eché una manta por encima y me dormí cara a la puerta de Gabrielle Leggett, con mi habitación abierta.