La maldición
NINGUNO dijo nada durante unos cuantos minutos cuando terminé de leer. La señora Leggett se había retirado de la cara el pañuelo para escuchar, y sollozaba suavemente de vez en cuando. Gabrielle Leggett miraba espasmódicamente por toda la habitación, como si luchara contra la neblina de sus ojos, con los labios temblándole como si fuera a articular palabras sin poder hacerlo. Yo me acerqué a la mesa, me incliné sobre el muerto y le tanteé los bolsillos. El bolsillo interior del chaleco tenía una protuberancia. Metí la mano por debajo de su brazo, le desabroché y le abrí el chaleco y le saqué una cartera negra del bolsillo. La cartera estaba llena de billetes... quince mil dólares, según lo contamos después. Mostrando a los demás el contenido de la cartera, pregunté:
—¿Ha dejado algún otro mensaje aparte del que he leído?
—No que hayamos encontrado —dijo O'Gar—. ¿Por qué?
—¿Algún mensaje que usted conozca, señora Leggett? —pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué? —volvió a preguntar O'Gar.
—No se suicidó —dije—. Lo han asesinado.
Gabrielle Leggett chilló estridentemente y saltó de su silla, señalando con un dedo blanco y de uña muy larga a la señora Leggett.
—¡Fue ella! —chilló la chica—. Ella dijo «Vuelve aquí» y sujetó la puerta abierta de la cocina con una mano, y cogió el cuchillo del fregadero con la otra y cuando pasé a su lado se lo clavó en la espalda. Le vi hacerlo. Fue ella. Yo estaba sin vestir, y cuando les oí llegar me escondí en la despensa y le vi hacerlo.
La señora Leggett se puso en pie. Se tambaleó, y hubiera caído si Fitzstephan no se hubiera abalanzado a sujetarla. El asombro barrió de su cara hinchada cualquier asomo de dolor. El elegante hombre de gris que estaba junto a la mesa, el doctor Riese según supe después, dijo con voz fría y tajante:
—No hay herida de cuchillo. El disparo fue en la sien y procedente de esta pistola, desde muy cerca y apuntando hacia arriba. Claramente un suicidio, diría yo.
Collinson obligó a Gabrielle a sentarse otra vez en su silla, intentando calmarla. Ella se restregaba las manos y gemía.
Yo no estaba de acuerdo con el diagnóstico del médico y así lo dije mientras le daba vueltas a la cabeza a otro asunto:
—Asesinato. Tenía todo este dinero en el bolsillo. Se iba a marchar. Escribió esa carta a la policía para dejar limpias a su mujer y a su hija, para que no las detuvieran por complicidad con sus delitos. ¿Te ha parecido —le pregunté a O'Gar— que fuera la última declaración de un hombre que dejaba atrás a una mujer y a una hija a las que amaba? Ni un mensaje, ni una palabra para ellas... todas para la policía.
—A lo mejor tienes razón —dijo el hombre de cabeza de bala—, pero en el caso de que se fuera a ir, tampoco ha dejado ningún...
—Les habría dicho algo, de palabra o por escrito, antes de marcharse, si hubiera vivido lo suficiente. Estaba cerrando sus asuntos, preparándose para marcharse y... es posible que fuera a suicidarse, aunque el dinero y el tono de la carta me hacen dudarlo. Pero incluso así, mi opinión es que no lo hizo, que lo mataron antes de que terminara sus preparativos... puede que porque se entretuviera demasiado. ¿Cómo lo encontraron?
—Oí —sollozó la señora Leggett—, oí el tiro, subí corriendo y él... él estaba así, como ahora. Bajé al teléfono y el timbre... sonó el timbre de la puerta, y era el señor Fitzstephan y se lo conté. Nadie... no había nadie más en casa... nadie pudo matarle.
—Fue usted —le dije—. Él iba a marcharse. Escribió su declaración protegiéndolas. Usted mató a Ruppert en la cocina; a eso se refería la chica. Creyó que la carta de su marido se parecía lo bastante a la carta de un suicida como para hacerla pasar por eso; de modo que lo mató... lo mató porque creyó que su confesión escrita y su muerte acabarían con todo este asunto y que nosotros no seguiríamos husmeando —su rostro no me decía nada. Estaba contraído, pero en cierto sentido aquello podía significar casi cualquier cosa. Aspiré a fondo y seguí, no exactamente berreando, pero sí desde luego en voz bien alta—: La declaración de su marido contiene media docena de mentiras... media docena que yo pueda detectar ahora, sobre la marcha. Él no envió a buscar a su mujer y a su hija; fue usted la que le siguió hasta aquí. La señora Begg me dijo que la sorpresa de su marido al verles llegar de Nueva York fue enorme. A Upton no le dio los diamantes. Su relato de por qué se los dio a Upton y de lo que quería hacer después, es sencillamente ridículo: no es otra cosa que lo mejor que se le ocurrió sobre la marcha para cubrirla a usted. Leggett le habría dado dinero o no le habría dado nada; pero no habría sido lo suficientemente idiota como para darle los diamantes y airear toda esta porquería.
»Upton la siguió a usted hasta aquí y fue a usted a la que exigió algo, no a su marido. Usted había contratado a Upton para encontrar a Leggett; era a usted a quien conocía; él y Ruppert habían seguido a Leggett por cuenta de usted no sólo hasta México D.F., sino hasta aquí mismo. Y la habrían exprimido hace tiempo si no los hubieran metido en Sing Sing por otro asunto. Cuando salieron, Upton vino y jugó su parte; fue usted quien amañó lo del robo; fue usted quien le dio los diamantes a Upton y a su marido no le dijo usted nada. Su marido creyó que el robo había sido auténtico. De otro modo... ¿se habría arriesgado a denunciarlo a la policía, él, un hombre con su historial?
»¿Y por qué no le dijo usted nada de Upton? ¿Es que no quería que supiera que le había hecho seguir, paso a paso, desde la Isla del Diablo hasta San Francisco? ¿Por qué? ¿Su historial suramericano le resultaba una buena jugada adicional, por si la necesitaba? ¿No quería que él supiera que usted sabía lo de Labaud, Howart y Edge? —no le di ocasión de responderme, sino que proseguí, con aire de descuido—: A lo mejor es que Ruppert, siguiendo a Upton, llegó aquí, entró en contacto con usted y usted consiguió que matara a Upton, algo que deseaba hacer por motivos propios. Es probable, porque él le mató y luego vino a verla a usted y usted consideró necesario clavarle el cuchillo en la cocina. Usted no sabía que la chica, escondida en la despensa, la había visto; pero sí sabía que estaba metiéndose en un lío. Usted sabía que salir bien del asesinato de Ruppert era difícil. Su casa estaba demasiado en el punto de mira. Así que jugó su única baza. Le fue a su marido con toda la historia... O lo que tuviera que contarle de ella para conseguir convencerle, y consiguió que le cubriera. Y luego usted le hizo esto... aquí en la mesa. Él la respaldó. Siempre lo había hecho. Usted —troné, ya tenía la voz en forma—, usted asesinó a su hermana Lily, su primera mujer, y dejó que él cargara con ello. Fue usted la que se fue a Londres con él después de aquello. ¿Acaso se hubiera ido usted con el asesino de su hermana de haber sido inocente? Fue usted la que le siguió hasta aquí, y la que vino aquí para casarse con él. Fue usted la que decidió que él se había casado con quien no debía y usted la que la mató.
—¡Fue ella! ¡Fue ella! —chilló Gabrielle Leggett intentando levantarse de la silla en la que la sujetaba Collinson—. Fue...
La señora Leggett se irguió y sonrió, mostrando dos hileras de fuertes dientes amarillos de lado a lado. Dio dos pasos hacia el centro de la habitación. Llevaba una mano en la cadera mientras la otra le colgaba a lo largo del cuerpo. El ama de casa, aquella alma serena y cuerda de Fitzstephan, había desaparecido súbitamente. Aquella era una mujer rubia cuyo cuerpo estaba moldeado no con las curvas de una mediana edad bien atendida y feliz, sino con la almohadillada y blanda musculatura de las gatas cazadoras, bien en la jungla, bien en los callejones. Yo recogí la pistola de la mesa y me la metí en el bolsillo.
—¿Quiere usted saber quién mató a mi hermana? —preguntó ella, dirigiéndose a mí, castañeteando los dientes entre palabra y palabra, sin perder la sonrisa y con los ojos ardientes—. Fue ella, esa toxicómana, Gabrielle... ella mató a su madre. Era ella a quien su padre protegía.
La chica dio un grito ininteligible.
—Tonterías —dije—. Era una niña.
—Ah no, no es ninguna tontería —dijo la mujer—. Tenía casi cinco años, una niña de cinco años jugando con una pistola que había sacado de un cajón mientras su madre dormía. La pistola se disparó y Lily murió. Fue un accidente, claro, pero Maurice era un alma demasiado sensible para soportar la idea de que ella tendría que crecer sabiendo que había matado a su madre. Y además, lo más probable era que le hubieran acusado en cualquier caso. Se sabía que él y yo teníamos relaciones, que él quería separarse de Lily; y además estaba a la puerta del dormitorio de Lily cuando se oyó el disparo. Pero todo eso no le importaba mucho: su único deseo era apartar de la niña el recuerdo de lo que había hecho para que su vida no quedara enturbiada al saber que había matado a su madre, aunque hubiera sido accidentalmente —lo que hacía la escena especialmente desagradable era la tranquilidad con la que aquella mujer sonreía y hablaba, y el cuidado que ponía, casi molesto, en seleccionar sus palabras, pronunciándolas delicadamente. Prosiguió—: Gabrielle fue siempre, incluso antes de hacerse adicta a las drogas, una niña de... mente limitada, se podría decir. Así que, cuando la policía nos encontró en Londres, nosotros ya habíamos conseguido vaciarle la mente de su último recuerdo, es decir, del último recuerdo de aquel suceso. Les aseguro que ésta es la pura verdad. Ella mató a su madre; y su padre, por utilizar la expresión que usted acaba de emplear, cargó con ello.
—Bastante convincente —concedí—, pero no acaba de encajar del todo. Es posible que usted hiciera que Leggett lo creyera así, pero yo lo dudo. Creo que intenta simplemente vengarse de su hijastra porque nos ha contado que la vio acuchillar a Ruppert abajo.
Forzó la sonrisa y dio un rápido paso hacia mí, con los ojos abiertos como platos; luego se controló, soltó una aguda carcajada y de los ojos le desapareció el brillo... o tal vez latiese tras ellos secretamente. Se puso en jarras y me sonrió juguetona, alegre, mientras me decía en tono de broma desmentido por el odio enloquecido que le brillaba en la mirada y se le deslizaba en la voz:
—¿Ah, sí? Entonces debo decirle una cosa que no le diría si no fuese verdad. Yo le enseñé a matar a su madre. ¿Lo entiende? Yo le enseñé, la entrené, le hice practicar, la obligué a ensayar. ¿Lo comprende? Lily y yo éramos auténticas hermanas, inseparables, y nos odiábamos a muerte. Maurice no quería casarse con ninguna de las dos... ¿a santo de qué iba a querer casarse?... aunque con las dos mantenía relaciones. Trate usted de entenderlo al pie de la letra. Pero nosotras éramos pobres de solemnidad y él no, y precisamente porque nosotras sí y él no, Lily quería casarse con él. Y yo quería casarme con él, porque ella también quería. Éramos auténticas hermanas, iguales en todo. Pero Lily llegó primera... lo atrapó para casarse, por crudo que suene es absolutamente exacto. Gabrielle nació a los seis o siete meses. ¡Qué pequeña familia formábamos! Yo vivía con ellos... ¿acaso no éramos inseparables Lily y yo?... y desde el principio Gabrielle demostró más cariño hacia mí que hacia su madre. De eso me ocupé yo: no había nada que tía Alice no hiciese por su querida sobrina; y ello porque su preferencia por mí enfurecía a Lily, no porque ella quisiera a la niña más, sino porque éramos hermanas: lo que una quería, lo quería la otra, pero no para compartirlo sino en exclusiva.
»Gabrielle acababa de nacer y yo ya estaba planeando lo que haría algún día; y lo hice cuando ella tenía casi cinco años. La pistola de Maurice, una pequeña, estaba guardada en una cómoda, dentro de un cajón cerrado con llave. Yo lo abría, descargaba la pistola y le enseñaba a Gabrielle un juego muy divertido: me tumbaba en la cama de Lily y me hacía la dormida. La niña empujaba una silla hasta la cómoda, se subía, cogía la pistola del cajón, me ponía el cañón de la pistola en la sien y apretaba el gatillo. Cuando lo hacía bien, sin ruido o casi, sujetando bien la pistola con sus manitas, yo la recompensaba con dulces, advirtiéndole que no dijera nada ni a su madre ni a nadie, porque íbamos a darle una sorpresa a su madre. Así lo hicimos. La sorprendimos por completo una tarde en la que Lily dormía en su cama, después de haberse tomado una aspirina porque la dolía la cabeza. Esa vez abrí el cajón pero no descargué la pistola. Luego le dije a la niña que podía jugar a aquel juego con su madre y yo me fui a atender a unos amigos al piso de abajo, de modo que nadie pensara que había tenido parte en la muerte de mi hermana. Creí que Maurice iba a estar fuera toda la tarde. Cuando oí el disparo, quise subir corriendo con mis amigos para descubrir con ellos que la niña había matado a su madre jugando con la pistola. No me daba demasiado miedo que la niña hablara luego. De mente limitada, como ya he dicho, y queriéndome y confiando en mí, y teniéndola cerca antes y durante la investigación oficial que se haría, sabía que podría controlarla con toda facilidad, asegurándome así de que no diría nada que revelara mi parte en todo... eh... el asunto. Pero Maurice estuvo a punto de estropearlo todo. Llegó a casa inesperadamente y apareció ante la puerta de la habitación justo cuando Gabrielle apretaba el gatillo. Una fracción de segundo antes habría estado en situación de salvar la vida de su esposa. Bueno, fue mala suerte que todo ello le llevara a la condena, pero también impidió que sospechara de mí, y su posterior deseo de borrar de la mente de la niña todo rastro del suceso me relevó a mí de cualquier esfuerzo o ansiedad. Sí le seguí hasta este país después de que se escapara de la Isla del Diablo, y le seguí a San Francisco una vez que Upton lo encontró siguiendo mis órdenes; y utilicé el amor que Gabrielle me tenía y el odio que le tenía a él, cosas que yo había cultivado con torpes intentos calculados por mi parte de convencerla de que perdonara a su padre por haber dado muerte a su madre, así como la necesidad de conservarla en la ignorancia de la verdad, y mi historial de lealtad a ambos, para conseguir que se casara conmigo, para hacerle creer que nuestro matrimonio daría un cierto sentido de salvación a nuestras vidas destrozadas. El día en que se casó con Lily, juré que se lo arrebataría. Y lo hice. Y espero que mi adorada hermanita lo sepa desde el infierno.
Su sonrisa había desaparecido. El odio enloquecido ya no se manifestaba tras sus ojos y su voz: estaba en ellos, como lo estaba en sus facciones y en la postura de su cuerpo. Ese odio enloquecido, y ella como parte de él, parecía lo único vivo de la habitación. Los ocho que la mirábamos y la habíamos escuchado no contábamos de momento: para ella estábamos vivos, pero no los unos para los otros, sino tan sólo para ella.
Me dio la espalda para señalar con un brazo a la chica que estaba en el otro extremo de la habitación. Y su voz era gutural, vibrante de triunfo; y lo que dijo, lo dijo deteniéndose cada pocas palabras, como si formaran parte de un ensalmo:
—Eres su hija —gritó— y estás maldita con la misma alma negra y podrida que ella y que yo y que todos los Dain; y estás maldita por la sangre de tu madre en tus manos de niña; y con la mente retorcida por la necesidad de drogas que han sido mi don; tendrás una vida negra, como la de tu madre y la mía; y las vidas de aquellos a los que toques serán tan negras como la de Maurice; y tu...
—¡Basta! —aulló Eric Collinson—. Que se calle.
Gabrielle Leggett, con las manos tapándose los oídos, con el rostro descompuesto por el terror, chilló una sola vez con un chillido espantoso y cayó de bruces de su silla.
Pat Reddy estaba un poco verde en eso de la caza del hombre, pero O'Gar y yo deberíamos haber sabido qué hacer en lugar de perder de vista a la señora Leggett ni medio segundo, por llamativos que hubieran sido el grito de la chica y su caída. Pero miramos a la chica, aunque fuera menos de medio segundo, y eso fue suficiente. Cuando volvimos a mirar a la señora Leggett, tenía un arma en la mano y había dado ya un paso hacia la puerta. Entre ambas no había nadie: el policía uniformado se había acercado a Collinson para ayudarle con Gabrielle Leggett. Tampoco tenía a nadie a sus espaldas: estaba de espaldas a la puerta y al darse la vuelta Fitzstephan entraba en su campo de visión. Sujetando el arma negra, los ojos brillantes y ardientes nos miraban a unos y a otros, mientras daba pasos hacia atrás y nos gruñía:
—No se muevan —Pat Reddy dejó caer su peso sobre los talones; yo lo miré con el ceño fruncido meneando la cabeza. El vestíbulo y las escaleras serían lugares más apropiados para cazarla: allí, en el laboratorio, alguien podría morir. La mujer se apoyó en el vano, soltó aire entre los dientes con un silbido, como si escupiera, y desapareció en el pasillo.
Owen Fitzstephan fue el primero en salir tras ella; el policía me estorbó pero yo fui el segundo. La mujer ya había alcanzado las escaleras, al otro extremo del pasillo mal iluminado mientras Fitzstephan, tras ella, le iba dando alcance rápidamente. La alcanzó en el descansillo entre el primero y el segundo pisos, justo cuando yo llegaba al inicio de las escaleras. Le sujetó uno de los brazos contra el cuerpo, pero el otro, con el arma, quedaba libre. Intentó cogerlo y falló. Ella giró el cañón hacia el cuerpo de Fitzstephan mientras yo, con la cabeza gacha para esquivar el suelo, cargaba contra ellos. Caí sobre ellos justo a tiempo, mandándolos contra el rincón de la pared y haciendo que la bala, destinada al hombre de pelo castaño, se incrustara en un escalón.
Estábamos tirados en el suelo. Intenté sujetar con ambas manos el reflejo del arma, pero fallé y en cambio me encontré sujetando la cintura de la mujer. Muy cerca de mi barbilla los dedos finos de Fitzstephan se cerraron sobre la muñeca de aquella mano que sujetaba el arma. La mujer se retorció contra mi brazo derecho. Pero yo lo seguía teniendo inutilizado desde el accidente con el Chrysler y no pude sujetarla. El cuerpo grueso de la mujer se irguió, colocándose sobre el mío.
Un disparo, muy cerca de mi oreja, me ensordeció y me quemó la mejilla. El cuerpo de la mujer cayó inerte. Cuando O'Gar y Reddy nos separaron, cayó y se quedó inmóvil. La segunda bala le había atravesado la garganta.
Subí al laboratorio. Gabrielle Leggett, que tenía a Collinson y al médico arrodillados a su lado, estaba tendida en el suelo. Yo le dije al médico:
—Será mejor que eche un vistazo a la señora Leggett. Está en las escaleras. Muerta, creo, pero será mejor que eche un vistazo.
Salió el médico. Collinson, apretando las manos de la muchacha inconsciente, me miró como si yo fuera algo que hubiera que prohibir por ley y dijo:
—Espero que esté satisfecho de cómo ha hecho su trabajo.
—Ya está hecho —dije.