XX. Láudano

DICK Foley, con su coche alquilado, estaba esperando en la esquina. Me dejó a una manzana de la casa de Dinah y recorrí el resto del camino a pie.

—Pareces cansado —me dijo ella una vez que me hubo conducido a su salón—. ¿Has estado trabajando?

—Asistiendo a una conferencia de paz de la cual va a salir por lo menos una docena de asesinatos.

Sonó el teléfono. Lo cogió y me llamó. Oí la voz de Reno Starkey.

—Creí que te gustaría saber que a Noonan lo han mandado al otro barrio a tiros cuando salía de su coche delante de su casa. No habrás visto a otro muerto tan muerto en tu vida. Por lo menos le habían metido treinta tiros.

—Gracias.

Los ojazos azules de Dinah me interrogaban.

—Los primeros frutos de la conferencia de paz cosechados por Susurros Thaler —le dije—. ¿Dónde está la ginebra?

—Era Reno, ¿verdad?

—Sí. Creyó que me gustaría saber que Poisonville carece de comisario jefe.

—¿Quieres decir que...?

—Noonan ha desaparecido esta noche, según Reno. ¿No tienes ginebra? ¿O es que te gusta que te la pida?

—Ya sabes dónde está. ¿Has organizado alguno de tus truquitos?

Me fui a la cocina, abrí la parte de arriba de la nevera y ataqué el hielo con un picahielos consistente en una hoja tremendamente afilada de quince centímetros y un mango redondo azul y blanco. La chica estaba en la puerta de la cocina y me preguntaba cosas. Pero yo no contesté mientras rellenaba dos vasos con hielo, ginebra, zumo de limón y soda.

—¿Qué has estado haciendo? —me preguntó exigente mientras nos llevábamos los vasos al salón—. Tienes un aspecto horroroso.

Dejé mi vaso en la mesa, me quedé mirándolo y me quejé:

—Esta mierda de ciudad está acabando conmigo. Como no me vaya pronto me voy a convertir en un carnicero, como los de aquí. Total, ¿qué ha pasado? Docena y media de asesinatos desde que estoy aquí. Donald Willsson, Ike Bush, los cuatro chicanos y el policía en Cedar Hill; Jerry, Lew Yard; Jake el Holandés, Blackie Whalen y Put Collings en el Silver Arrow; Gran Nick, ese es mío; el rubio que Susurros mató aquí; Corto Yakima, el merodeador que entró en casa del viejo Elihu; y ahora Noonan. Dieciséis en menos de una semana y los que vendrán.

Ella me frunció el ceño y me dijo cortante:

—No pongas esa cara.

Solté una carcajada y proseguí:

—En tiempos podía organizar uno o dos asesinatos, cuando eran necesarios. Pero esta es la primera vez que me da la fiebre. Y es esta mierda de ciudad. Aquí no se puede ir por las buenas. Ya me compliqué yo mismo desde el principio. Cuando el viejo Elihu se me echó encima no tuve más remedio que enfrentarles a unos con otros. Tenía que hacer el trabajo lo mejor posible. ¿Cómo iba yo a saber que lo mejor posible nos iba a llevar a una matanza? No había otro modo de hacer el trabajo sin el respaldo del viejo Elihu.

—Bueno, pues si no había más remedio, ¿a qué viene tanto jaleo? Bébete tu copa.

Me bebí la mitad y me sentí impulsado a seguir hablando.

—Juega con la muerte lo suficiente y se te planteará de dos maneras. O termina por ponerte enfermo o te acaba gustando. A Noonan le pasó lo primero. Le asqueó, le revolvió el estómago, deseoso de hacer lo que fuera por conseguir la paz. Fui yo quien le lió, quien sugirió que él y los demás supervivientes se llevaran bien y resolvieran sus diferencias.

»Esta noche hemos tenido la reunión en casa de Willsson. Bonita reunión. Con la idea de aclarar todos los malentendidos sacando todo a la luz, le dejé completamente expuesto y se lo serví a los demás en bandeja... a él y a Reno. Con lo cual se acabó la reunión. Susurros dijo que no jugaba. Pete les dijo a todos los demás cómo quedaban las cosas. Dijo que esta guerra no le convenía a su negocio de contrabando y que el que empezara algo a partir de ese momento lo único que podía esperar era que sus guardaespaldas se le echaran encima. A Susurros no pareció impresionarle. Ni tampoco a Reno.

—Naturalmente —dijo la chica—. ¿Y a Noonan qué le hiciste? Quiero decir que cómo es que los dejaste expuestos a él y a Reno.

—Les dije a los otros que él había sabido de siempre que el que mató a Tim fue MacSwain. Esa fue la única mentira que les conté. Luego les dije lo del atraco del banco organizado por Reno y el comisario, que se llevaron a Jerry para soltarlo por allí y poder echarle la culpa a Susurros. Sé que eso fue así si tú me dijiste la verdad, lo de que Jerry salió del coche y se empezó a acercar al banco y le pegaron un tiro. Tenía el agujero en la espalda. Y encajando con eso, está lo que McGraw dijo de que la última vez que se vio el coche estaba metiéndose por King Street: los chicos regresaban al Ayuntamiento, hacia el calabozo que les serviría de coartada.

—¿Pero no dijo el vigilante del banco que él había matado a Jerry? Así es como ha salido en los periódicos.

—Eso es lo que él dijo, pero hubiera dicho cualquier cosa y se la habría creído. Lo más probable es que disparara con los ojos cerrados, así que creería que a todo lo que cayera lo habría acertado él. ¿No viste tú cómo caía Jerry?

—Sí, y estaba mirando hacia el banco, pero todo fue demasiado rápido para que yo pudiera saber quién le había disparado. Había muchos hombres disparando...

—Sí, ya se encargaron de eso. También hice público el hecho, o lo que a mí me parece un hecho comprobado, de que Reno tiroteó a Lew Yard. El tal Reno es un pájaro de cuenta, ¿no? Noonan se iba por la pata abajo, pero lo único que le sacaron a Reno fue un «¿Y qué?». Todo muy bonito y muy caballeroso. Estaban igualados... Pete y Susurros contra Noonan y Reno. Pero ninguno de ellos podía confiar en el respaldo de su socio si hacían alguna jugada, así que cuando se disolvió la reunión las parejas también se habían separado. Noonan no contaba, Reno y Susurros estaban enfrentados, y Pete iba contra los dos. Así que todos se quedaron sentaditos, muy educados, observándose, mientras yo hacía juegos de manos con la muerte y la destrucción.

»Susurros fue el primero en marcharse y parece que le dio tiempo a reunir algunos pistoleros delante de casa de Noonan para cuando llegara el comisario. Lo mataron. Si Pete el Finlandés dijo en serio lo que dijo, y desde luego tenía pinta de decirlo en serio, habrá salido tras de Susurros. De la muerte de Jerry, Reno tenía tanta culpa como Noonan, de modo que Susurros habrá ido por él. Y sabiéndolo, Reno se habrá ido primero por Susurros, con lo cual Pete irá tras él. Y además de todo eso, probablemente Reno se las verá y se las deseará para mantener a raya a los pimpollos de Lew Yard, a los que no les gusta Reno como jefe. Total: un bomboncito.

Dinah Brand alargó la mano por encima de la mesa y me dio unos golpecitos de ánimo en la mano. Tenía una mirada inquieta. Luego dijo:

—No es culpa tuya, cariño. Dijiste que no habías podido hacer otra cosa. Termínate la copa y nos tomaremos otra.

—Podía haber hecho otras muchas cosas —la contradije—. El viejo Elihu se me echó encima en un principio porque todos estos pájaros tenían demasiadas cosas contra él como para que se arriesgara a romper con ellos si no tenía la absoluta seguridad de que iban a desaparecer. No vio bien cómo podía hacerlo yo y siguió jugando con ellos. No es exactamente el tipo de cuello que a los otros les gusta rebanar y, además, el viejo se toma la ciudad como si fuera de su propiedad y no le gusta cómo se la han quitado.

»Podía haber ido a su casa esta tarde y haberle demostrado que yo tenía a los demás en un puño. Hubiera podido entrar en razón. Se hubiera pasado a mi lado y me habría dado el apoyo que yo necesitaba para completar el trabajo por la vía legal. Yo lo podía haber hecho, pero es más cómodo que los maten a todos, más cómodo y más seguro y, ya que me pongo en este plan, hasta más satisfactorio. Y en cuanto a la agencia, no sé cómo voy a terminar. El Viejo me freirá en aceite hirviendo si llega a enterarse de lo que he estado haciendo. Es esta mierda de ciudad. Le va bien lo de Poisonville: a mí me ha envenenado.

»Mira. Esta noche me he sentado en la biblioteca de Willsson y he jugado con ellos como quien pesca truchas, y más o menos me he divertido lo mismo. Yo miraba a Noonan y sabía que no tenía ni una posibilidad entre mil de vivir ni un día más, gracias a lo que yo acababa de hacerle, y sin embargo me reía y por dentro me sentía feliz y reconfortado. Ése no soy yo. Por encima de lo que me queda de alma tengo una piel dura, y al cabo de veinte años de andar por ahí con el delito a cuestas, puedo encarar cualquier tipo de asesinato sin ver otra cosa que mi pan y mis garbanzos, mi trabajo diario. Pero este disfrute a base de muertes planificadas no es mi ser. Es lo que este sitio ha hecho de mí.

Me sonrió con excesiva suavidad y demasiada indulgencia:

—Exageras, encanto. Se merecen todo lo que les pase. Ojalá no tuvieras esa cara. Me das repelús.

Sonreí, cogí los vasos y me fui a la cocina en busca de más ginebra. Cuando regresé, frunció el ceño con ojos ansiosos y me preguntó:

—¿Por qué has traído el picahielos?

—Para demostrarte cómo me funciona el coco. Hace un par de días, de haberle dedicado un poco de atención, habría pensado que era una herramienta adecuada para sacar cubitos de hielo —pasé el dedo por sus quince centímetros de acero redondeado hasta llegar a la punta aguzada—. No está mal para pinchar a alguien con la ropa puesta. Para que te des cuenta de cómo estoy, en serio. Ni siquiera puedo mirar un encendedor de puros sin pensar en rellenarlo con nitroglicerina y dedicárselo a alguien que no me guste. Y hay un trozo de alambre de cobre en la acera de delante de tu casa... uno delgado y suave y de la longitud exacta para pasarlo alrededor de un cuello dejando dos tiras para apretar. Me ha costado lo mío no recogerlo y metérmelo en el bolsillo, por si acaso...

—Estás loco.

—Lo sé. Es lo que digo... que me estoy volviendo carnicero.

—Bueno, pues eso no me gusta. Deja eso en la cocina, siéntate y pórtate con sensatez.

Obedecí dos terceras partes de su orden.

—Lo malo de ti —me regañó— es que tienes los nervios a flor de piel. Has estado en una situación de mucha tensión en los últimos días. Sigue así y seguro que te da un ataque de nervios.

Extendí una mano con los dedos abiertos. No temblaba demasiado.

Ella la miró y me dijo:

—Eso no quiere decir nada. Lo llevas dentro. ¿Por qué no te escapas durante un par de días para descansar? Las cosas aquí irán rodando solas. Vámonos a Salt Lake. Te sentará bien.

—No puedo, hermana. Alguien tiene que quedarse aquí a contar los muertos. Además, el plan al completo se basa en la combinación actual de personas y de hechos. Si nos vamos de la ciudad todo eso se alteraría y lo más probable es que hubiera que empezar de nuevo.

—Nadie tiene por qué saber que te has marchado y yo no tengo nada que ver con todo eso.

—¿Desde cuándo?

Se inclinó hacia adelante, entrecerró los ojos y me pregunto:

—¿Y ahora a dónde quieres ir a parar?

—A ningún sitio. Lo único es que me pregunto cómo has llegado a convertirte en una espectadora desinteresada, así, de pronto. ¿Te olvidas de que a Donald Willsson le mataron por culpa tuya y que por ahí empezó todo? ¿Te olvidas de que la información que me diste de Susurros fue la que mantuvo este trabajo en plena ebullición?

—Sabes igual de bien que yo que ninguna de esas cosas fue culpa mía —dijo indignada—. Y de todas formas, eso es agua pasada. Lo sacas nada más que porque estás de un pésimo humor y te apetece discutir.

—No era agua pasada anoche cuando te asustó tanto que Susurros pudiera matarte.

—¡Deja de hablar de muertes!

—El joven Albury me contó una vez que Bill Quint había amenazado con matarte.

—Déjalo ya.

—Parece que tienes el don de despertar sentimientos asesinos en tus novios. Ahí tienes a Albury a la espera de juicio por matar a Willsson. Ahí tienes a Susurros que te tiene atemorizada en un rincón. Ni siquiera yo he escapado a tu influencia: mira en qué me he convertido. Y además siempre me ha parecido que hasta Dan Rolff te iba a tirar un viaje el día menos pensado.

—¡Dan! Estás loco. Pero cómo...

—Pues sí. Era un tísico y un desgraciado y tú lo recogiste. Le diste casa y todo el láudano que pudiera querer. Le has utilizado como chico de los recados, le has abofeteado delante de mí y le has abofeteado delante de otras personas. Está enamorado de ti. Y cualquier mañana de éstas te despiertas y te encuentras con que te ha rebanado el cuello.

Tuvo un escalofrío, se levantó y soltó una carcajada.

—Me alegro de que uno de nosotros sepa de lo que estás hablando, porque lo que es yo... —dijo mientras se llevaba los vasos vacíos hacia la cocina.

Encendí un cigarrillo preguntándome por qué me sentía así, preguntándome si no sería un médium en potencia, preguntándome si querían decir algo todos aquellos presentimientos o es que simplemente tenía los nervios destrozados.

—Si no te vas, lo mejor que puedes hacer entonces —me aconsejó la chica cuando volvió con los vasos llenos— es coger una buena y olvidarte de todo durante unas horas. Te he puesto un doble de ginebra: lo necesitas.

—No soy yo —dije, preguntándome por qué decía eso pero sabiendo que me gustaba decirlo—. Eres tú. Cada vez que menciono el asesinato, te me echas encima. Eres una mujer. Te crees que si no se dice nada de eso a lo mejor ninguno de los Dios sabe cuántos que quieren asesinarte lo hace. Eso es una estupidez. Nada que digamos ni que no digamos hará que Susurros, por ejemplo...

—¡Para, por favor, para! Soy tonta. Tengo miedo de las palabras. Le tengo miedo a él. Yo... ah, ¿por qué no le quitaste de en medio cuando te lo pedí?

—Lo siento —repuse, y de verdad lo sentía.

—¿Crees que él...?

—No lo sé —respondí—, y supongo que tienes razón. No sirve de nada hablar de eso. Lo que hay que hacer es beber, aunque esta ginebra no parece tener mucho cuerpo.

—Eres tú, no la ginebra. ¿Quieres coger una como Dios manda?

—Esta noche podría beber nitroglicerina.

—Pues más o menos eso es lo que vas a tomar —me prometió.

Se oyó el ruido que hacía revolviendo botellas en la cocina y me trajo un vaso lleno de lo que parecía ser lo mismo que habíamos estado bebiendo. Lo olí y pregunté:

—Láudano de Dan, ¿eh? ¿Sigue en el hospital?

—Sí, creo que tiene el cráneo roto. Ahí tienes, caballero, si eso es lo que quieres.

Me eché al coleto la ginebra drogada. Al instante me sentí mejor. Pasó el tiempo mientras seguíamos bebiendo y charlando en un mundo rosado, alegre, lleno de camaradería y de paz en la tierra.

Dinah siguió con la ginebra. Yo también, y al cabo me tomé otra con láudano.

Pasé un rato jugando al juego de mantener los ojos abiertos como si estuviera despierto aunque ya no podía ver nada. Cuando ya no pude engañarla por más tiempo, me rendí.

Lo último que recuerdo fue que ella me ayudaba a echarme en el sofá de cuero del salón.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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