DOS
NED Beaumont fue a la oficina del fiscal del distrito. Esta vez no tardaron en conducirlo a la presencia de Farr.
Farr no se apartó del escritorio ni le ofreció la mano. Se limitó a decir con tono fríamente amable; —Beaumont, ¿cómo está? Tome asiento.
Su rostro belicoso no estaba tan rojo como de costumbre y miraba con expresión serena y severa.
Ned Beaumont se sentó, cruzó cómodamente las piernas y dijo:
—Quería contarle lo que ocurrió cuando ayer, al salir de aquí, fui a ver a Paul.
—Adelante —dijo Farr fría y cortésmente.
—Le dije que tuve la impresión de que usted estaba... acojonado —Ned Beaumont puso su sonrisa más seductora y siguió hablando como quien narra una anécdota muy divertida pero sin importancia—: Le dije que, en mi opinión, usted intentaba armarse de valor para endilgarle el asesinato de Taylor Henry. Al principio me creyó, pero cuando le expliqué que el único modo de salvarse consistía en dar a conocer al verdadero asesino, Paul respondió que no serviría de nada. Insistió en que el verdadero asesino era él, aunque lo consideró un accidente, un caso de defensa propia o algo por el estilo.
Farr había palidecido y tenía la boca rígida, pero no dijo nada.
Ned Beaumont enarcó las cejas y preguntó:
—No lo aburro, ¿eh?
—Por favor, prosiga —pidió gélidamente el fiscal del distrito.
Ned echó la silla hacia atrás y sonrió con sorna.
—No creerá que es una broma, ¿verdad? Espero que no piense que le estamos tendiendo una trampa —meneó la cabeza y murmuró—: Farr, es usted un pusilánime.
—Me alegra hacer caso de toda la información que pueda proporcionarme —dijo Farr—, pero estoy muy ocupado y lamentablemente tendré que pedirle que...
Ned Beaumont rió y replicó:
—Entendido. Pienso que tal vez quiera tener esta información en forma de declaración jurada o como se diga.
—Perfecto —Farr apretó uno de los botones nacarados de su escritorio y apareció una mujer canosa vestida de verde, a la que le dijo—: El señor Beaumont desea dictar una declaración.
—Sí, señor —dijo la mujer, tomó asiento, apoyó la libreta en el escritorio, preparó su pluma plateada y miró a Ned con sus ojos pardos.
Ned dijo:
—Ayer por la tarde, en su despacho del Nebel Building, Paul Madvig me dijo que había ido a cenar a casa del senador Henry la noche que asesinaron a Taylor Henry; que él y Taylor Henry discutieron; que cuando salió de la casa Taylor Henry lo persiguió, le dio alcance e intentó golpearlo con un bastón marrón, grueso y pesado; que al intentar arrebatárselo a Taylor lo golpeó accidentalmente en la frente con el bastón y lo derribó, y que se llevó el bastón y lo quemó. Paul Madvig dijo que el único motivo por el que ocultó su participación en la muerte de Taylor se debió a que no quería que Janet Henry se enterase. Esto es todo.
Farr se dirigió a la taquígrafa:
—Transcríbalo inmediatamente.
La mujer abandonó el despacho.
—Supuse que las noticias que le traía lo pondrían nervioso —comentó Ned Beaumont y suspiró—. Me imaginé que al enterarse se rasgaría las vestiduras —el fiscal del distrito lo miró sin inmutarse. Ned continuó descaradamente—: Supuse que, como mínimo, haría traer a Paul y lo enfrentaría a esta... supongo que se podría decir a esta «revelación perjudicial». —Ned agitó la mano.
El fiscal del distrito habló con tono mesurado:
—Le ruego que me permita decidir el modo de llevar mis propias diligencias.
Ned Beaumont lanzó una carcajada y guardó silencio hasta que la taquígrafa canosa volvió con la copia mecanografiada de su declaración.
—¿Tengo que prestar juramento?
—No, es suficiente con que la firme —dijo Farr.
Ned Beaumont firmó la declaración y se quejó en tono de chanza:
—Esto no es tan divertido como supuse.
Farr tensó su mandíbula protuberante y añadió con torva satisfacción:
—No, supongo que de divertido no tiene nada.
—Farr, es usted un pusilánime —repitió Ned Beaumont—. Cuidado con los taxis al cruzar la calle. —Hizo una reverencia—. Hasta pronto.
Una vez fuera del despacho, el cabreo desencajó sus facciones.