SIETE

UNA mujer fornida, regordeta y vestida de gris, y un adolescente gordinflón preparaban el baúl y tres bolsos de piel bajo la supervisión de Ned Beaumont cuando sonó el timbre.

La mujer, que estaba arrodillada, se incorporó quejándose y se dirigió a la puerta. La abrió de par en par y exclamó:

—¡Santo cielo, es el señor Madvig! Pase, por favor.

—¿Cómo está, señora Duveen? —preguntó Madvig al tiempo que entraba—. La veo cada vez más joven —paseó la mirada por el baúl y los bolsos y la retuvo en el adolescente—. Hola, Charley. ¿Ya estás preparado para manejar la hormigonera?

El chiquillo sonrió avergonzado y preguntó:

—¿Cómo está, señor Madvig?

La sonrisa de Madvig abarcó a Ned Beaumont.

—¿Te vas de viaje?

—Sí —replicó Ned Beaumont y sonrió amablemente.

El rubio paseó la mirada por la estancia, contempló una vez más los bolsos y el baúl, observó la ropa apilada en sillas y los cajones abiertos. La mujer y el chaval reanudaron la faena. Ned Beaumont encontró dos camisas desteñidas en una silla y las apartó.

—Ned, ¿dispones de media hora? —quiso saber Madvig.

—Tengo tiempo de sobra.

—Ponte el sombrero.

Ned Beaumont se caló el sombrero y se puso el abrigo.

—Guardad todo lo que podáis —pidió a la mujer mientras se dirigía con Madvig hacia la puerta—, y lo que no quepa lo enviaremos con el resto de las cosas.

Madvig y Ned Beaumont salieron a la calle y bajaron una manzana en dirección sur. Sólo entonces Madvig preguntó:

—Ned, ¿dónde vas?

—A Nueva York.

Se internaron por un callejón.

—¿Es definitivo?

Ned Beaumont se encogió de hombros.

—Me voy definitivamente de aquí.

Abrieron una puerta de madera pintada de verde empotrada en la pared de ladrillos rojos de la parte trasera de un edificio, recorrieron un pasadizo y franquearon otra puerta para entrar en un bar donde seis hombres empinaban el codo. Saludaron al camarero y a tres bebedores mientras se dirigían a una pequeña estancia en la que había cuatro mesas. La estancia estaba vacía. Ocuparon una de las mesas.

El camarero asomó la cabeza y preguntó:

—Caballeros, ¿cerveza, como siempre?

—Sí —replicó Madvig. En cuanto el camarero se alejó, preguntó—: ¿Por qué?

—Porque estoy harto de esta ciudad de catetos —replicó Ned Beaumont.

—¿Te refieres a mí?

Ned Beaumont guardó silencio.

Durante un rato Madvig no dijo nada. Finalmente suspiró y comentó:

—No es el mejor momento para dejarme en la estacada.

Apareció el camarero con dos picheles de cerveza clara y un cuenco con palitos salados. En cuanto el camarero se retiró y cerró la puerta, Madvig exclamó:

—¡Por Dios, Ned, qué difícil es entenderse contigo!

Ned Beaumont se encogió de hombros.

—Nunca he dicho lo contrario. —Alzó su pichel y bebió.

Madvig hizo añicos un palito salado.

—Ned, ¿realmente quieres irte?

—Lo que cuenta es que me largo.

Madvig dejó caer los restos del palito sobre la mesa y sacó el talonario del bolsillo. Arrancó un cheque, sacó la pluma de otro bolsillo y rellenó el talón. Lo agitó hasta que la tinta se secó y lo dejó caer sobre la mesa, delante de Ned Beaumont.

Ned Beaumont contempló el cheque, negó con la cabeza y dijo:

—Ni necesito dinero ni me debes nada.

—No es así. Ned, te debo mucho más que esto. Me gustaría que lo aceptaras.

—De acuerdo, muchas gracias —replicó Ned Beaumont y se guardó el cheque en el bolsillo.

Madvig bebió un trago de cerveza, comió un palito salado, se dispuso a beber de nuevo, dejó el pichel sobre la mesa y preguntó:

—¿Se te ocurrió algo más..., alguna putada..., aparte del contratiempo de esta tarde en el club?

Ned Beaumont negó con la cabeza.

—No me hables así. Nadie me habla de semejante manera.

—Joder, Ned, no he dicho nada.

Ned Beaumont no respondió.

Madvig bebió otro trago de cerveza.

—¿Te molestaría decirme por qué opinas que me equivoqué con O'Rory?

—No serviría de nada.

—Inténtalo al menos.

—De acuerdo, pero no servirá de nada —replicó Ned Beaumont. Echó la silla hacia atrás, aferró el pichel con una mano y con la otra cogió varios palitos salados—. Shad plantará cara. No tiene otra salida. Lo has arrinconado. Le has dicho que aquí está definitivamente acabado. Lo único que puede hacer es jugarse el todo por el todo. Si logra trastocar las elecciones, podrás arreglar a su favor todo lo que sea necesario. Si tú ganas las elecciones, tendrá que largarse. Has lanzado a la policía en su contra. Tendrá que luchar contra la policía y lo hará. Por lo tanto, te encontrarás con algo semejante a una oleada de crímenes. Pretendes la reelección de todos los cargos municipales. Si se ven abocados a una ola de delincuencia, y me la juego a que ni siquiera serán capaces de resolverla bien..., si justo antes de las elecciones se enfrentan a una oleada de crímenes que son incapaces de resolver, no quedarán como personas muy eficaces. Todos pensarán que...

—¿Crees que tendría que haber sido más blando? —inquirió Madvig con el ceño fruncido.

—No, no lo creo. Me parece que tendrías que haberle dejado una salida, una retirada. No debiste ponerlo entre la espada y la pared.

La expresión de Madvig se tornó más seria.

—No entiendo nada de este tipo de contiendas. Fue O'Rory quien empezó. Lo único que sé es que cuando arrinconas a alguien vas a por todas y lo rematas. De momento este sistema me ha dado buenos resultados —se ruborizó ligeramente—. Ned, te aseguro que no me creo Napoleón ni nadie parecido, pero empecé haciendo recados para Packy Flood en el distrito quinto y hoy estoy donde estoy.

Ned Beaumont vació el pichel y apoyó las patas delanteras de la silla en el suelo.

—Ya te dije que no serviría de nada. Si quieres hazlo a tu manera y sigue creyendo que lo que era válido para el quinto distrito sirve en todas partes.

El tono de Madvig denotaba resentimiento y humildad cuando preguntó:

—Ned, ¿verdad que no me consideras un político influyente?

Ned Beaumont enrojeció y repuso:

—Paul, yo no he dicho eso.

—Pero es lo que significa, ¿no? —dijo con amargura Madvig.

—No, no es lo que significa, pero me parece que en esta ocasión han sido más listos que tú. Primero dejas que los Henry te convenzan de que apoyes al senador. Ésa fue tu gran oportunidad de entrar a rematar a un enemigo arrinconado, pero dio la casualidad de que ese adversario tenía una hija, una buena posición social y mil cosas más, de modo que...

—Ned, corta el rollo —pidió Madvig.

La expresión de Ned Beaumont era inescrutable.

—Lo siento, pero tengo que irme —dijo y se dirigió a la puerta.

Madvig se levantó de inmediato, le puso una mano en el hombro y añadió:

—Ned, espera un momento.

—Quita esa mano —ordenó Ned Beaumont y no se volvió para mirarlo.

Madvig apoyó la otra mano en el brazo de Ned Beaumont y lo obligó a darse la vuelta.

—Escucha, Ned...

—Suéltame —insistió Ned Beaumont con los labios pálidos y rígidos.

Madvig lo sacudió.

—No seas tan puñeteramente insensato. Tú y yo...

Ned Beaumont asestó un izquierdazo en la boca de Madvig.

Madvig apartó las manos de Ned Beaumont y retrocedió dos pasos. Durante lo que duran tres latidos cardíacos mantuvo la boca abierta con expresión azorada. Luego la ira surcó su rostro y cerró la boca con todas sus fuerzas, tanto que le sobresalieron los músculos de la mandíbula. Apretó los puños, hundió los hombros y se lanzó hacia adelante.

Ned Beaumont deslizó una mano hacia un lado para aferrar uno de los pesados picheles de cristal, que no levantó de la mesa. Inclinó ligeramente el cuerpo para sujetar el pichel. Por lo demás, se enfrentó al rubio cara a cara. Tenía el rostro tenso y rígido, y blancas líneas producidas por el esfuerzo surcaban las comisuras de sus labios. Sus ojos oscuros contemplaban impetuosamente los azules de Madvig.

Permanecieron de esa guisa, a menos de un metro de distancia —el rubio alto y de complexión fuerte echado hacia adelante, con los hombros anchos hundidos y los puños preparados; el moreno de ojos oscuros, alto y delgado, con el cuerpo ligeramente ladeado y el brazo inclinado para aferrar el asa del pesado pichel de cristal—, y, con excepción de las respiraciones, no se oyó sonido alguno. Del bar situado al otro lado de la delgada puerta no llegaba el repiqueteo de los vasos, el sonido de las conversaciones ni el gorgoteo del agua.

En cuanto transcurrieron dos minutos, Ned Beaumont apartó la mano del pichel y dio la espalda a Madvig. Nada cambió en su expresión salvo que sus ojos, cuando dejaron de mirar a Madvig, se tornaron fríos y aguerridos en lugar de coléricamente rabiosos. Dio tranquilamente un paso hacia la puerta.

—Ned... —murmuró roncamente Madvig desde lo más profundo.

Aunque se detuvo y palideció, Ned Beaumont no se volvió.

—¡Eres un loco hijo de puta! —exclamó Madvig.

Ned Beaumont se giró lentamente.

Madvig extendió la mano abierta y empujó la cara de Ned Beaumont, haciéndole perder el equilibrio, por lo que tuvo que adelantar rápidamente un pie y apoyar la mano en una de las sillas que rodeaban la mesa.

—Debería darte tu merecido —afirmó Madvig.

Ned Beaumont sonrió humildemente y se sentó en la silla a la que se había aferrado. Madvig tomó asiento enfrente y golpeó la mesa con el pichel.

El camarero abrió la puerta y asomó la cabeza.

—Más cerveza —ordenó Madvig.

A través de la puerta abierta, desde el bar llegaron las voces de los hombres que hablaban y el sonido de los vasos que chocaban entre sí o rozaban las mesas.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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