CAPÍTULO I
ESTABA apoyado en la barra de un despacho clandestino de bebidas de la calle Cincuenta y dos y esperaba a que Nora hiciera sus compras de Navidad. Me abordó una joven que, en compañía de tres personas, ocupaba una de las mesas. Menuda y rubia, daba igual que le miraras el rostro o el cuerpo, ataviado con prendas deportivas de color azul claro: la chica estaba como un tren.
—¿Eres Nick Charles? —espetó.
—El mismo —respondí y, como la muchacha extendió la mano, correspondí al saludo.
—Soy Dorothy Wynant —dijo—. Quizá no te acuerdes de mí, pero seguro que no te has olvidado de Clyde Wynant, mi padre. Tú...
—Por supuesto —la interrumpí—. Y también me acuerdo de ti, pero por aquel entonces tenías once o doce años, ¿verdad?
—Exactamente. Han pasado ocho años. Entonces me contabas montones de anécdotas. ¿Eran verdaderas?
—Probablemente, no. ¿Cómo está tu padre?
La chica rió.
—Es lo que quería preguntarte. Por si no lo sabes, mamá le pidió el divorcio y sólo excepcionalmente tenemos noticias suyas, cuando los diarios hablan de sus tejemanejes. ¿No lo has vuelto a ver?
Mi vaso estaba vacío. La invité a una copa y aceptó un whisky con soda. Pedí dos y respondí:
—No. Hace mucho que vivo en San Francisco.
—Tengo tantísimas ganas de verlo —dijo pausadamente—. Mamá se pondrá furiosa si se entera, pero me gustaría verlo.
—Comprendo pero, ¿cuál es el problema?
—Ya no vive en Riverside Drive y no figura en el listín ni en el padrón municipal.
—¿Por qué no hablas con su abogado? —sugerí.
Su expresión se animó.
—¿Lo conoces?
—En aquellos tiempos lo representaba un tal Mac-no-se-qué...
—Mac..., ah, ya lo recuerdo, Macaulay. Su bufete estaba en el edificio Singer.
—Déjame una moneda —dijo y se dirigió al teléfono.
Regresó dichosa unos minutos después.
—Lo encontré. Está a la vuelta de la esquina, en la Quinta Avenida.
—¿Tu padre?
—No, el abogado. Dice que papá no está en la ciudad. De todos modos, iré a verlo. —Alzó su vaso hacia mí y prosiguió—: Ah, las reuniones familiares... A propósito, ¿por qué no...?
En ese momento Asta dio un salto y me hundió las patas delanteras en el estómago. Desde el otro extremo de la correa Nora dijo:
—Asta ha pasado una tarde espléndida. En Lord and Taylor tiró una mesa llena de juguetes; en Saks's le lamió las piernas a una señora gordísima que se quedó petrificada de miedo y, por último, tres policías le hicieron caricias.
Hice las presentaciones de rigor.
—Nora, te presento a Dorothy Wynant. Cuando Dorothy era una cría su padre fue cliente mío. Es un tío majo pero un poco tocado del ala.
—Nick me fascinaba —reconoció Dorothy—. ¡Es un detective de verdad! Siempre lo incordiaba pidiéndole que me contara sus aventuras. Y aunque se tiraba cada farol..., yo le creía a pies juntillas.
—Nora, pareces cansada —dije.
—Sí, estoy agotada. Sentémonos.
Dorothy Wynant comentó que tenía que regresar a su mesa. Dio la mano a Nora al tiempo que propuso que fuéramos a tomar una copa con la familia, nos informó que ahora vivía en el Courtland y que actualmente su madre se apellidaba Jorgensen. Respondimos que lo haríamos con mucho gusto, que ella también tenía que visitarnos, que nos alojábamos en el Normadle y que nos quedaríamos en Nueva York un par de semanas más. Dorothy acarició a la perra y se fue.
Escogimos una mesa y Nora comentó:
—Es mona.
—Para los que las prefieren así.
Nora me dedicó una sonrisa socarrona y preguntó:
—¿Cuál es tu tipo?
—El tuyo, cariño, sólo el tuyo. Morenas desgarbadas con expresión perversa.
—¿Y qué me dices de la pelirroja con la que te esfumaste anoche en casa de los Quinn?
—¡Qué disparate! La pobre sólo pretendía mostrarme unos aguafuertes franceses.