VIII. Un soplo sobre Kid Cooper
ME pasé la mayor parte de la tarde redactando mis informes de esos tres días sobre el asunto de Donald Willsson. Luego pasé buen rato sentado, fumando Fátimas y dándole vueltas al asunto del viejo Elihu Willsson hasta la hora de la cena.
Bajé al comedor del hotel y acababa de decidirme por un chuletón con champiñones cuando oí que me llamaban; el botones me condujo hasta una de las cabinas telefónicas. Por el auricular me llegó la voz perezosa de Dinah Brand:
—Max quiere verle. ¿Puede venir esta noche?
—¿A su casa?
—Sí.
Prometí que iría y volví al comedor y a mi cena. Cuando hube terminado subí a mi habitación, que estaba en el quinto piso y daba a la calle. Abrí la puerta y entré, encendiendo la luz.
Una bala besó el marco de la puerta cerca de mi sesera.
Otras hicieron más agujeros en la puerta, en el marco y en la pared, pero yo ya había puesto mi sesera en un rincón más seguro fuera de la línea de tiro de la ventana.
Al otro lado de la calle, como yo sabía, había un edificio de oficinas de cuatro plantas y el tejado quedaba poco más arriba del nivel de mi habitación. El tejado debía estar a oscuras y mi habitación estaba iluminada. No había posibilidad de echar un vistazo en esas condiciones.
Busqué algo para reventar la bombilla, encontré una Biblia y la lancé. Estalló la bombilla dejándome a oscuras.
El tiroteo había cesado.
Repté hasta la ventana y, de rodillas, eché un vistazo por una de las esquinas de abajo. El tejado estaba a oscuras y resultaba demasiado alto como para que yo pudiera ver más allá del vierteaguas. Diez minutos de observación no me aportaron nada salvo un calambre en el cuello.
Me acerqué al teléfono y le pedí a la recepcionista que me enviara al detective del hotel.
Era un hombre corpulento, de bigote blanco y con una frente redondeada y sin desarrollar como la de un chiquillo. Para enseñarla llevaba el sombrero, uno demasiado pequeño, echado hacia atrás. Se llamaba Keever. Estaba nerviosísimo por lo del tiroteo.
Entró el gerente del hotel, un hombre regordete con un control perfecto de su rostro, sus gestos y su voz. No se había puesto nervioso en absoluto. Adoptó la actidud como de «inaudito pero no pasa nada» del mago callejero al que le fallan los aparatos durante la representación.
Nos arriesgamos a dar la luz, poniendo una bombilla nueva, y contamos los agujeros de bala. Había diez en total.
Vino la policía, se fue y regresó de nuevo para informar de su fracaso en obtener cualquier pista que hubiera podido haber. Apareció Noonan. Estuvo hablando con el sargento que estaba a cargo del destacamento y luego se dirigió a mí:
—Acabo de enterarme del tiroteo —dijo—. ¿Quién le parece que puede estar detrás de todo esto?
—No sabría decirle —le mentí.
—¿No le ha dado ninguna?
—No.
—Bueno, menos mal —dijo jovial—. A ése lo agarraremos, sea quien sea, puede usted apostar su vida. ¿Quiere que le deje a un par de muchachos, para asegurarnos de que no pasa nada más?
—No, gracias.
—Si quiere se los dejo —insistió.
—No, gracias.
Me hizo prometerle que iría a verle a la primera oportunidad, me dijo que el departamento de policía de Personville estaba a mi disposición, me dio a entender que, como me pasara algo, su vida ya no tendría sentido, y finalmente logré quitármelo de encima.
La policía se marchó. Yo trasladé mis bártulos a otra habitación a la que no pudieran dirigirse las balas con tanta facilidad. Me cambié de ropa y me fui a Hurricane Street para acudir a mi cita con el jugador susurrante.
Dinah Brand fue la que me abrió la puerta. Esa noche llevaba pintada su boca madura con mayor cuidado, pero el pelo seguía necesitando un buen corte, llevaba la raya hecha de cualquier modo y tenía algunas manchas en el delantero del vestido naranja de seda que llevada puesto.
—Sigue vivo —me dijo—. Supongo que eso no hay manera de arreglarlo. Entre.
Fuimos a su saloncito abarrotado. Allí estaban Dan Rolff y Max Thaler jugando al pinacle. Rolff me hizo un gesto con la cabeza. Thaler se levantó para estrecharme la mano.
Con su voz áspera y susurrante me dijo:
—He oído que ha declarado la guerra en Poisonville.
—No me eche la culpa. Tengo un cliente que quiere ventilar este sitio.
—Que quería, no que quiere —me corrigió mientras nos sentábamos—. ¿Por qué no lo deja?
Le lancé un discursito:
—No. No me gusta cómo me ha tratado Poisonville. Ésta es mi oportunidad y la voy a aprovechar. Debo entender que usted ha vuelto al club, que ya están todos los hermanos juntos, y que lo pasado, pasado. Quiere que le dejen solo. Ha habido un momento en que yo también he querido que me dejaran en paz. Y si me hubieran dejado en paz, probablemente ahora estaría de regreso a San Francisco. Pero no fue así. Y en especial no me dejó en paz el gordo Noonan. Me ha buscado el cogote dos veces en dos días. Demasiado. Ahora me toca a mí hacerle picadillo y eso es exactamente lo que voy a hacer. Poisonville está madura para la cosecha. Es un trabajo que me gusta y lo voy a hacer.
—Mientras pueda —dijo el jugador.
—Sí —asentí—. Esta mañana he leído en el periódico la noticia de un tipo que se ahogó en la cama comiendo una chocolatina.
—No está mal —dijo Dinah Brand con su corpachón repantigado en un sillón—, pero no venía en el periódico de hoy. —Encendió un cigarrillo y arrojó la cerilla bajo el sillón. El tísico había recogido las cartas y las barajaba una y otra vez, sin propósito.
Thaler me frunció el ceño y dijo:
—Willsson quiere que usted se guarde los diez grandes. Déjelo así.
—Resulta que soy muy mezquino; los intentos de asesinato me vuelven loco.
—Con eso no llegará a ningún sitio salvo a un ataúd. Yo estoy de su lado. Ha conseguido que Noonan no pueda acusarme. Por eso precisamente le digo que lo olvide y se vuelva a San Francisco.
—Yo estoy de su lado —le dije—. Por eso precisamente le digo que rompa con ellos. Ya se la han jugado una vez. Y no será la última. De todas formas, esos huelen ya a chamusquina. Abandone mientras la cosa vaya bien.
—La verdad es que me va de miedo —dijo—. Y sé cuidar de mí mismo.
—Es posible. Pero usted sabe que este negocio es demasiado bueno para que dure. Ha sacado lo mejorcito. Es tiempo de emigrar.
Meneó la cabecita cetrina y me dijo:
—Creo que usted es francamente bueno, pero que me aspen si creo que es usted lo bastante bueno como para reventar este tinglado. Si creyera que usted puede hacerlo, me pondría de su parte. Ya sabe cómo estoy con Noonan. Pero no lo conseguirá nunca. Déjelo.
—No. Estoy metido hasta el último centavo de los diez mil dólares de Elihu.
—Te dije que tenía una cabeza demasiado dura como para atender a razones —dijo Dinah Brand, bostezando—. ¿No tenemos nada de beber en este antro, Dan?
El tísico se levantó de la mesa y salió de la habitación.
Thaler se encogió de hombros y dijo:
—Hágalo a su modo. Se supone que usted debe saber lo que hace. ¿Irá al boxeo mañana por la noche?
Le dije que creía que sí. Dan Rolff entró con ginebra y los complementos oportunos. Tomamos un par de copas cada uno. Hablamos de los combates. No se dijo más sobre mi enfrentamiento contra Poisonville. Aparentemente el jugador se había lavado las manos, pero no parecía echarme en cara mi cabezonería. Hasta me pasó una información que parecía buena sobre un combate... diciéndome que cualquier apuesta en la pelea estelar de la noche sería buena si el apostante recordaba que Kid Cooper probablemente noquearía a Ike Bush en el sexto asalto. Parecía saber de qué hablaba y a los demás no pareció sorprenderles.
Me marché poco después de las once, regresando al hotel sin que ocurriera nada.