CAPÍTULO XIX
—ESTUVE escuchando —me dijo Gilbert cuando salimos del Courtland—. Si te interesa estudiar a la gente, me parece absurdo no escucharla cuando se presenta la ocasión porque en tu presencia no se comporta exactamente de la misma manera. Claro que cuando la gente se da cuenta no le gusta nada, aunque... —Gilbert sonrió—. Supongo que a las aves y a los animales tampoco les apetece que los naturalistas les espíen.
—¿Qué has oído? —pregunté.
—Lo suficiente para saber que no me he perdido nada importante.
—¿Y qué opinas?
Gilbert apretó los labios, frunció el entrecejo y replicó juiciosamente:
—Me lo ha puesto difícil. A veces mamá es muy hábil para ocultar cosas, pero no sirve para inventárselas. Es extraño, supongo que usted también lo ha notado, los más mentirosos son casi siempre los más chapuceros y a los que se embauca más fácilmente con una sarta de mentiras. Se supone que están atentos a cualquier camelo, pero son los que se tragan prácticamente cualquier cosa. ¿No se ha dado cuenta?
—Sí.
—Lo que quería decirle es que anoche Chris no durmió en el hotel. Por eso mamá está más trastornada que de costumbre. Esta mañana, cuando recogí el correo, había una carta para Chris. Pensé que podía ser interesante y la abrí con vapor. Extrajo una carta del bolsillo y me la entregó—. Léala. Volveré a pegar el sobre y lo incluiré en el correo de mañana, por si Chris regresa, aunque lo dudo.
—¿Por qué dudas de que vuelva? —inquirí al tiempo que cogí la carta.
—En realidad es Rosewater...
—¿Le has dicho algo?
—No tuve oportunidad. No lo he visto desde que usted me lo dijo.
Miré la misiva. El sobre estaba matasellado en Boston, Massachusetts, el 27 de diciembre de 1932, y escrito con caligrafía femenina ligeramente infantil. Iba dirigido al señor Christian Jorgensen, Apartamentos Courtland, Nueva York.
—¿Por qué lo abriste? —pregunté y saqué el papel del sobre.
—Aunque no creo en la intuición, probablemente existen olores, sonidos, tal vez algún trazo de la caligrafía que es imposible analizar, del que ni siquiera eres consciente, pero que a veces te influye. Ignoro por qué lo hice, pero presentí que esta carta contenía algo importante.
—¿Sueles sentir lo mismo con frecuencia en lo que se refiere a la correspondencia de tu familia?
Gilbert me miró repentinamente, como si quisiera comprobar si le tomaba el pelo, y replicó:
—No lo hago con frecuencia, pero no es la primera vez. Ya le he dicho que me interesa estudiar a la gente.
Leí la carta:
Querido Vic:
Olga me escribió para decirme que has regresado a Estados Unidos, que te has casado con otra y utilizas el nombre de Christian Jorgensen. Vic, como sin duda sabes, no está bien, y tampoco lo está que me hayas dejado todos estos años sin tus noticias. Y sin dinero. Sé que tuviste que irte a causa de los problemas con el señor Wynant, pero estoy convencida de que él lo ha olvidado todo y creo que podrías haberme escrito porque, como sabes perfectamente, siempre he sido tu amiga y estoy dispuesta a hacer por ti cuanto esté en mis manos. Vic, no pretendo hacerte reproches, pero necesito verte. Como es Año Nuevo, el domingo y el lunes no estaré en la tienda; el sábado por la noche bajaré a Nueva York para hablar contigo. Escribe para decirme dónde nos encontraremos y a qué hora, ya que no quiero crearte más problemas. Acuérdate de escribirme en seguida para recibir tu carta a tiempo.
Tu fiel esposa,
Georgia
La carta llevaba remite.
—Vaya, vaya, vaya —murmuré y metí la carta en el sobre—. ¿Resististe la tentación de contárselo a tu madre?
—Sé cómo habría reaccionado. Ya vio que se puso como una fiera con lo que usted le dijo. ¿Qué cree que debo hacer?
—Deberías permitir que se lo diga a la policía.
Gilbert accedió inmediatamente.
—Si cree que es lo mejor, puede mostrarle la carta.
—Gracias —dije al tiempo que me guardaba el sobre en el bolsillo.
—Hay algo más. Tenía un poco de morfina con la que estaba experimentando y alguien me la birló. Había unos veinte gramos.
—¿A qué tipo de experimentos te refieres?
—Me colocaba con morfina porque quería estudiar los efectos.
—¿Te ha gustado?
—No esperaba que me gustase. Simplemente quería conocer los efectos. Me desagrada todo lo que embota la mente. Por eso casi nunca bebo ni fumo. Me gustaría probar la cocaína porque dicen que aviva la mente, ¿no es así?
—Eso dicen. ¿Quién crees que se llevó la morfina?
—He elaborado una teoría que me lleva a sospechar de Dorothy. Por eso iré a cenar a casa de tía Alice: Dorry sigue allí y me interesa comprobarlo. Soy capaz de lograr que me lo cuente todo.
—Si Dorothy ha estado en casa de tu tía, ¿cómo es posible que...?
—Anoche estuvo un rato en casa y, además, no sé en qué momento exacto me la quitaron. Por primera vez en tres o cuatro días hoy abrí la caja donde la guardaba.
—¿Dorothy sabía que tenías morfina?
—Sí. Y es uno de los motivos por los que sospecho de ella. Creo que nadie más se la pudo llevar. También he hecho experimentos con Dorothy.
—¿Y le ha gustado?
—Se lo ha pasado bastante bien, aunque de todos modos la habría probado por su cuenta. Me gustaría preguntarle si es posible que Dorothy se haya enganchado en tan poco tiempo.
—¿A qué llamas poco tiempo?
—A una semana..., no, a diez días.
—Lo dudo mucho, a menos que se convenciera de que es adicta. ¿Le diste una dosis elevada?
—No.
—Tenme al tanto de lo que averigües. Cogeré un taxi. Hasta pronto.
—¿Vendrá esta noche?
—Si puedo, sí. Tal vez nos veamos.
—Desde luego. Le estoy inmensamente agradecido.
Entré en el primer drugstore que encontré para telefonear a Guild. No esperaba encontrarlo en el despacho, pero abrigué la esperanza de que me dirían cómo contactarlo en su casa. El teniente seguía al pie del cañón.
—Parece que trabaja a destajo —comenté.
Su respuesta fue muy jovial.
Le leí por teléfono la carta de Georgia y le di las señas.
—No le ha ido nada mal —comentó. Le dije que Jorgensen no se había presentado en su casa desde ayer—. ¿Supone que lo atraparemos en Boston?
—En Boston o tan al sur como le haya sido posible llegar —conjeturé.
—Probaremos en ambos sitios —respondió Guild todavía animado—. Tengo noticias para usted. A nuestro amigo Nunheim lo cubrieron de balas del treinta y dos aproximadamente una hora después de que nos diera el esquinazo. Está más muerto que mi abuela. Al parecer, las balas fueron disparadas con la misma pistola que acabó con la vida de la Wolf. Los de balística las están comparando. Supongo que habría preferido quedarse a charlar con nosotros.