Peros y síes

FITZSTEPHAN y yo cenamos aquella noche una de las estupendas cenas de la señora Schindler, servida en su bodega de techo bajo y regada con la buena cerveza de su marido.

El novelista que había en Fitzstephan andaba ocupado intentando localizar lo que él llamaba el soporte psicológico de la señora Leggett.

—El asesinato de su hermana queda suficientemente claro, conociéndola como la conocemos ahora —dijo— y lo mismo el asesinato de su marido, su intento de destrozar la vida de su sobrina cuando se vio descubierta e, incluso, su determinación de suicidarse en las escaleras antes de verse atrapada. Pero esos años tranquilos que quedan en medio... ¿en dónde encajan?

—Lo que no encaja es el asesinato de Leggett —tercié—. Todo lo demás va en una sola pieza. Ella le deseaba. Mató a su propia hermana... o hizo que la mataran... de modo que le sirviera para atarle a ella; pero la ley les separó. Contra eso no podía hacer nada, salvo esperar y confiar en la oportunidad que siempre existió de que él quedara libre algún día. No sabemos que ella ambicionara otras cosas en esa época. ¿Por qué no iba a estar tranquila, manteniendo a Gabrielle como una rehén aguardando la oportunidad que anhelaba y que era, sin duda, vivir cómodamente con el dinero de Leggett? Cuando supo de su huida, se vino a los Estados Unidos y se puso a buscarlo. Cuando sus detectives le encontraron, ella hizo su aparición. Él se mostró dispuesto a casarse; ya tenía ella lo que había querido. ¿Por qué iba a comportarse de otra manera? No le gustaba hacer ruido sólo porque sí... no era de esas personas que actúan únicamente movidas por la malicia. Era sencillamente una mujer que quería lo que quería y estaba dispuesta a llegar donde fuera con tal de conseguirlo. Mira con qué paciencia, y durante cuántos años, ha estado ocultando su odio por la chica. Y ni siquiera ambicionaba algo muy extraño. No conseguirás encontrar la clave con argumentos retorcidos. Era tan simple como un animal, con la ignorancia simple del animal sobre lo bueno y lo malo, el disgusto de verse frustrada y el desprecio cuando se vio atrapada.

Fitzstephan bebió cerveza y preguntó:

—¿Entonces reduces la maldición de los Dain a una inclinación primitiva de la sangre?

—A menos que eso, a simples palabras vertidas por una mujer furiosa.

—La gente como tú es la que suprime la salsa de la vida —suspiró tras el humo de su cigarrillo—. ¿Es que el que Gabrielle se convirtiera en el instrumento de la muerte de su madre no te convence de la necesidad... por lo menos poética... de la maldición?

—Ni siquiera siendo un instrumento, cosa por la que yo no apostaría. Y por lo que se ve, Leggett ni lo dudaba. Rellenó su carta con todos esos antiguos detalles para seguir encubriéndola. Pero sólo tenemos la palabra de la señora Leggett de que él viera de verdad a su hija matar a la madre. Por otra parte, ella dijo delante de la chica que a la propia Gabrielle se la había educado para que creyera a su padre asesino de su madre... por lo tanto podemos creerlo. Y no es probable, aunque sí posible, que él hubiera podido llegar tan lejos a no ser que quisiera salvarla de saber que ella era la culpable. Pero, de ahí en adelante, cualquier suposición puede ser tan buena como cualquier otra. Ella quería tenerle y lo tuvo. Entonces, ¿por qué lo mató?

—Vas a saltos —se quejó Fitzstephan—. Eso ya lo respondiste en el laboratorio. ¿Por qué no te atienes a tu respuesta? Dijiste que ella lo había matado porque la carta daba la suficiente impresión de ser la declaración de un suicida como para pasar por tal, y que ella creyó que la muerte del Leggett la dejaría a ella a salvo.

—Eso estuvo bien en ese momento —admití— pero no ahora, así, en frío, con otros hechos que hay que encajar. Ella había trabajado y esperado años para tenerle. Él debía ser de algún valor para ella.

—Pero ella no le amaba, o por lo menos no hay motivos para suponer que así fuera. Él no tenía semejante valor para ella: para ella no era más que un trofeo de caza, valor que no se ve afectado por la muerte... la gente suele disecar cabezas y clavarlas en la pared.

—¿Entonces por qué mantuvo a Upton alejado de él? ¿Por qué mató a Ruppert? ¿Por qué tenía ella que haber llevado esa carta en lugar de Leggett? Al fin y al cabo, el peligro era para él. ¿Por qué cargó con él si Leggett no le resultaba valioso? ¿A qué arriesgarse a todo con tal de que él no supiera que el pasado había vuelto nuevamente a la vida?

—Creo que veo adónde quieres llegar —dijo Fitzstephan con lentitud—. Crees que...

—Espera... hay más. Hablé con los dos juntos en un par de ocasiones. Ninguno de los dos se dirigió la palabra ninguna de las dos veces, aunque la mujer hizo todo lo posible para que yo creyera que, de no estar él delante, me diría un montón de cosas sobre la desaparición de su hija.

—¿Dónde encontraste a Gabrielle?

—Después de presenciar el asesinato de Ruppert, salió huyendo a casa de los Halborn con el dinero que tenía y sus joyas: éstas se las dio a Minnie Hershey para que le consiguiera dinero. Minnie compró para sí un par de cosas (su hombre había ganado un montón de pasta en un garito de juego esa noche o la noche antes, eso lo ha comprobado la policía) y mandó a su hombre para que empeñara el resto. Lo pescaron en una casa de empeño, simplemente porque sospecharon de él.

—¿Es que Gabrielle se iba a ir de casa para siempre? —preguntó.

—No era culpa suya... creía que su padre era un asesino y acababa de ver a su madrastra en el momento de cometer otro crimen. ¿Quién querría vivir en una casa así?

—¿Así que crees que Leggett y su mujer se llevaban mal? Eso puede ser: últimamente no los he visto mucho y tampoco es que tuviera tanta confianza con ellos como para que me hubieran informado de haber sido así. ¿Tú crees que quizá él averiguara algo... sobre ella?

—Puede ser, pero tampoco tanto como para que ella le adjudicara el asesinato de Ruppert. Y lo que averiguó no estaba relacionado con este asunto reciente, porque la primera vez que les vi, él sí estaba convencido de lo del robo. Pero luego...

—¡Bah, cállate! Nunca te das por satisfecho hasta que no tienes un par de peros y un sí que puedas enganchar a todo lo que sabes. No veo razón para dudar de la versión de la señora Leggett. Nos lo contó casi porque sí. ¿Por qué crees que iba a mentir para acusarse a sí misma?

—¿Quieres decir en el asesinato de su hermana? A ella la habían absuelto de eso, y supongo que el sistema francés será como el nuestro, que no pueden juzgarte dos veces por lo mismo, sea lo que sea. Ella no reveló nada, hermano.

—Siempre minimizando —repuso—. Necesitas más cerveza para engrandecer tu alma.

Durante las vistas del caso Leggett-Ruppert volví a ver a Gabrielle Leggett, pero no estuve seguro de que me reconociera. Iba con Madison Andrews, que había sido el abogado de Leggett y era ahora su albacea. También estaba Eric Collinson pero, cosa rara, no con Gabrielle. Me hizo una inclinación de cabeza pero nada más.

Los periódicos se hicieron eco de lo que había contado la señora Leggett acerca de lo ocurrido en París y durante un par de días armaron un poco de escándalo. Con la recuperación de los diamantes de Halstead y Beauchamp, la Agencia de Detectives Continental quedó fuera del caso; al final del expediente de Leggett escribimos: Interrumpido. Yo me largué a las montañas a husmear por cuenta del propietario de una mina de oro que creía que sus empleados le estaban estafando. Esperaba pasar por lo menos un mes en las montañas: esos trabajitos domésticos suelen llevar mucho tiempo. La noche de mi décimo día, mi jefe, el Viejo, me puso una conferencia.

—Voy a mandar a Foley a que te releve —me dijo—. No le esperes. Vuélvete en el tren esta misma noche. El asunto Leggett está otra vez en marcha.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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