UNO

NED Beaumont regresó a sus aposentos. Bebió café, fumó y leyó el periódico, una revista y medio libro. De vez en cuando dejó de leer y deambuló agitado por las habitaciones. Nadie tocó el timbre ni llamó por teléfono.

A las ocho de la mañana se duchó, se afeitó y se puso ropa limpia. Pidió el desayuno y lo tomó.

A las nueve en punto se acercó al teléfono, marcó el número de Janet Henry, preguntó por ella y le dijo:

—Buenos días... Sí, perfectamente, gracias... Bueno, ya está todo a punto... Sí... Si su padre está en casa podemos ponerlo al tanto de todo... Me parece bien, pero no diga una sola palabra hasta que yo llegue... Me presentaré lo antes posible. Salgo ahora mismo... De acuerdo. Nos veremos en unos minutos.

Colgó el teléfono, miró al vacío, cruzó ruidosamente los dedos y se restregó las palmas. Bajo el bigote su boca era una línea hosca y sus ojos semejaban candentes puntos pardos. Se dirigió al armario y se puso rápidamente el abrigo y el sombrero. Salió de sus aposentos silbando Little Lost Lady y recorrió las calles a grandes zancadas.

—La señorita Henry me espera —comunicó a la criada que le abrió la puerta.

—Sí, señor —dijo la mujer y lo condujo a una estancia soleada y empapelada con colores vivos, en la que el senador y su hija desayunaban.

Janet Henry se incorporó de un brinco, se acercó a Ned con las manos extendidas y exclamó emocionada:

—¡Buenos días!

El senador se levantó con más parsimonia, miró ligeramente sorprendido a su hija, estrechó la mano de Ned Beaumont y dijo:

—Buenos días, señor Beaumont. Me alegro mucho de verlo. ¿No quiere...?

—Se lo agradezco, pero ya he desayunado.

Janet Henry temblaba. La emoción la había hecho palidecer y oscurecido sus ojos, por lo que parecía drogada.

—Papá, tenemos algo que decirte —afirmó con voz tensa y trémula—, algo que... —Se volvió bruscamente hacia Ned Beaumont—. ¡Dígaselo, dígaselo!

Ned Beaumont la espió de reojo, frunció las cejas y miró al padre de Janet a los ojos. El senador permanecía de pie junto al sitio que ocupaba en la mesa.

—Tenemos una prueba bastante sólida, incluida una confesión, de que Paul Madvig mató a su hijo —dijo Ned Beaumont.

El senador entrecerró los ojos y apoyó una mano en la mesa.

—¿En qué consiste esa prueba? —quiso saber.

—Verá, señor, lo principal es la confesión. Dice que aquella noche su hijo lo persiguió, que intentó golpearlo con un bastón marrón, grueso y pesado, y que al intentar arrebatárselo golpeó accidentalmente a su hijo. Dice que se llevó el bastón y lo quemó, pero según su hija el bastón sigue aquí. —Ned hizo una ligera inclinación cuando mencionó a Janet Henry.

—Y aquí está —insistió la joven—. Es el que te regaló el comandante Sawbridge.

El rostro del senador estaba pálido como el mármol e igualmente rígido.

—Continúe.

Ned Beaumont hizo un ligero ademán.

—Verá, señor, el que su hijo no llevara el bastón desmiente la explicación de que fue un accidente o en defensa propia —Ned se encogió ligeramente de hombros—. Ayer se lo dije a Farr. Evidentemente tiene miedo de correr muchos riesgos, ya sabe cómo es el fiscal, pero creo que hoy no tendrá más remedio que detener a Paul.

Janet Henry miró a Ned Beaumont con el ceño fruncido, claramente perpleja ante esa explicación, y se dispuso a hablar, pero optó por apretar los labios.

El senador Henry se limpió la boca con la servilleta que sostenía con la mano izquierda, la dejó sobre la mesa y preguntó:

—¿Existe... hay... hay alguna otra prueba?

La réplica de Ned Beaumont fue otra pregunta que planteó como quien no quiere la cosa:

—¿No le parece suficiente?

—Desde luego que hay más pruebas, ¿verdad? —intervino Janet.

—Detalles que confirman lo que acabo de exponer —dijo Ned Beaumont peyorativamente. Se dirigió al senador—: Podría mencionarle más pormenores, pero ya conoce los elementos básicos y creo que con ello es suficiente, ¿no le parece?

—Más que suficiente —contestó el senador. Se llevó la mano a la frente—. No me lo puedo creer, pero es así. Si me disculpa... y tú también, querida, prefiero estar solo y pensar, hacerme a la idea de que...

No, no, quedaros aquí. Iré a mi habitación —hizo una cortés inclinación—. Señor Beaumont, le ruego encarecidamente que se quede. No tardaré mucho..., sólo necesito unos minutos para asimilar la idea de que el hombre con el que he trabajado codo a codo es el asesino de mi hijo.

El senador volvió a inclinarse y salió rígidamente erguido.

Ned Beaumont sujetó de la muñeca a Janet Henry y preguntó con tono bajo y preocupado:

—Señorita Henry, ¿es probable que salga disparado? —la joven lo miró sobresaltada—. ¿Es posible que salga corriendo a buscar a Paul? —A modo de explicación añadió—: No es conveniente. No quiero imaginar qué podría ocurrir.

—Pues no lo sé —reconoció Janet.

Ned Beaumont hizo una mueca de impaciencia.

—Debemos impedírselo. ¿Qué le parece si nos situamos cerca de la puerta de entrada a fin de detenerlo si intenta salir?

—Sí, claro.

La muchacha estaba asustada.

Lo llevó a la parte delantera de la casa, a una salita que estaba a oscuras porque las gruesas cortinas estaban echadas. La puerta se encontraba a pocos metros de la entrada. Permanecieron juntos en la salita a oscuras, cerca de la puerta entreabierta. Los dos temblaban. Janet Henry intentó hablarle con susurros, pero Ned Beaumont la hizo callar.

Poco después oyeron pisadas amortiguadas por la moqueta del vestíbulo, y el senador Henry, con el abrigo y el sombrero puestos, corrió hacia la puerta.

Ned Beaumont se asomó y dijo:

—Senador Henry, espere.

El senador se volvió. Su expresión era fría y severa y su mirada autoritaria.

—Le ruego que me disculpe, pero tengo que salir.

—No servirá de nada —advirtió Ned Beaumont y se acercó al senador—. Sólo creará más problemas.

Janet Henry corrió al lado de su padre y le suplicó:

—Papá, no salgas. Haz caso de lo que te dice el señor Beaumont.

—Ya he escuchado al señor Beaumont —dijo el senador—. Y estoy dispuesto a volver a escucharlo si puede proporcionarme más información. De lo contrario, tendrá que disculparme —sonrió a Ned Beaumont—. Tengo que salir en virtud de lo que me ha dicho.

Ned Beaumont lo miró a los ojos e insistió:

—No creo que sea una buena idea que vaya a verlo.

El senador observó a Ned con arrogancia.

—Pero papá... —dijo Janet y la mirada del senador la enmudeció.

Ned Beaumont carraspeó. El color había teñido sus mejillas. Estiró rápidamente la mano izquierda y tocó el bolsillo derecho del abrigo del senador Henry, que retrocedió indignado. Ned Beaumont asintió casi para sus adentros.

—Este asunto pinta cada vez peor —declaró francamente y miró a Janet Henry—. Su padre lleva un arma en el bolsillo.

—¡Papá! —exclamó Janet y se tapó la boca con la mano.

Ned Beaumont apretó los labios y se dirigió al senador:

—Puede dar por sentado que no lo dejaremos salir de aquí con un arma en el bolsillo.

—Ned, no se lo permita —pidió Janet Henry.

El senador pareció calcinarlos con la mirada.

—Me parece que vosotros dos os estáis propasando. Janet, vete a tu habitación.

La joven dio dos pasos de mala gana, se detuvo y gritó:

—¡No me iré! No permitiré que salgas. Ned, impídaselo.

—Se lo impediré —prometió Ned Beaumont y se humedeció los labios.

El senador miró fríamente a Ned y apoyó la mano derecha en el pomo de la puerta.

Ned se adelantó y puso su mano encima de la del senador.

—Señor, escúcheme, no puedo permitírselo —afirmó respetuosamente—. Le aseguro que no me estoy entrometiendo. —Ned apartó su mano de la del senador, buscó algo en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una hoja plegada, arrugada, rasgada y sucia—. Aquí tiene mi nombramiento como investigador especial de la oficina del fiscal del distrito, firmado el mes pasado —le ofreció el papel al senador—. Por lo que sé no ha sido anulado, de modo que no puedo permitir que salga para matar a alguien —se encogió de hombros.

El senador ni se dignó a mirar el papel y replicó despectivamente:

—Sólo intenta salvar la vida de su amigo asesino.

—Sabe que lo que dice no es cierto.

—Ya está bien —dijo el senador, se irguió majestuosamente y giró el pomo de la puerta.

—Si pisa la acera con un arma en el bolsillo... —advirtió Ned Beaumont.

—¡Papá, por favor! —gimió Janet Henry.

El senador y Ned Beaumont se miraron a los ojos y los dos respiraron ruidosamente.

El senador fue el primero en quebrar el silencio cuando se dirigió a su hija:

—Querida, ¿puedes dejarnos a solas unos minutos? Me gustaría decirle algunas cosas al señor Beaumont.

La joven miró dudosa a Ned Beaumont, que asintió con la cabeza.

—De acuerdo —respondió a su padre—, siempre y cuando me veas antes de irte.

—Te veré —replicó el senador y sonrió.

Los dos hombres la vieron alejarse por el vestíbulo, mirar atrás antes de girar a la izquierda y desaparecer.

El senador comentó pesaroso:

—Me parece que no he ejercido en mi hija una influencia tan positiva como cabía esperar. Habitualmente Janet no es tan... tan cabezota —Ned Beaumont sonrió como si pidiera disculpas y no dijo nada. El senador preguntó—: ¿Cuánto tiempo lleváis en esto?

—¿Se refiere a nuestra investigación sobre el asesinato? En mi caso, sólo uno o dos días. Su hija se ha consagrado al tema desde el principio. Siempre ha pensado que lo cometió Paul.

—¿Qué dice? —El senador se quedó de piedra.

—Siempre ha pensado que lo cometió Paul. ¿No lo sabía? Lo odia más que a nadie en el mundo y siempre lo ha odiado.

—¿Lo odia? —el senador se quedó pasmado—. ¡Dios mío, es increíble!

Ned Beaumont asintió y sonrió con curiosidad al hombre que permanecía junto a la puerta.

—¿No lo sabía?

El senador respiró hondo.

—Pase —dijo el senador Henry y lo condujo a la salita en la que Ned Beaumont se había escondido con Janet Henry. El senador encendió la luz mientras Ned cerraba la puerta. Quedaron de pie, cara a cara—. Señor Beaumont, quiero hablar con usted de hombre a hombre. ¿Por qué no nos olvidamos de... de sus credenciales oficiales? —sonrió.

Ned Beaumont asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Es probable que Farr también las haya olvidado.

—Exactamente. Señor Beaumont, no soy una persona sanguinaria, pero no soporto la idea de que el asesino de mi hijo se mueva libremente y sin castigo cuando...

—Ya le he dicho que tendrán que detenerlo. No les queda otra opción. Las pruebas son concluyentes y todos los saben.

El senador volvió a sonreír gélidamente.

—¿Intenta decirme, como un político profesional a otro, que Paul Madvig corre el peligro de ser castigado por algo que hizo en esta ciudad?

—Ni más ni menos. Paul está acabado. Están a punto de traicionarlo. Lo único que los retiene es que están acostumbrados a saltar cada vez que chasquea el látigo y que necesitan tiempo para armarse de valor.

El senador Henry sonrió y meneó la cabeza.

—¿Me permite que disienta y que le diga que me dedico a la política desde hace más años que los que usted tiene?

—Por supuesto.

—Le aseguro que jamás se armarán del valor necesario, dispongan del tiempo de que dispongan. Paul es el jefe y, a pesar de cualquier rebelión momentánea, seguirá siéndolo.

—Me parece que en este punto no estamos de acuerdo —comentó Ned Beaumont—. Paul está acabado —frunció el ceño—. Volvamos al asunto del arma. No puedo permitirlo. Será mejor que me la entregue. —Ned Beaumont estiró la mano. El senador metió la mano derecha en el bolsillo del abrigo. Ned se acercó y cubrió la muñeca del senador con su mano izquierda—. ¡Démela! —El senador lo miró airado—. Está bien..., si no hay otra opción...

Después de un breve forcejeo en el que tiraron una silla, Ned se hizo con el arma del senador: un antiguo revólver niquelado. Estaba guardando el revólver en el bolsillo del pantalón cuando apareció Janet Henry, con mirada aterrada y palidísima.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Janet.

—Su padre no ha querido entrar en razón y he tenido que quitarle el arma —masculló Ned Beaumont.

El rostro del senador estaba crispado y jadeaba roncamente. Dio un paso hacia Ned Beaumont y ordenó:

—Salga de mi casa inmediatamente.

—No me iré —replicó Ned Beaumont y tensó las comisuras de los labios. Sus ojos se llenaron de rabia. Estiró la mano y sacudió bruscamente el brazo de Janet Henry—. Siéntese y escuche. Se lo ha buscado y lo tendrá. —Se dirigió al senador—: Tengo mucho que decir, por lo que será mejor que se siente.

Ni Janet Henry ni su padre tomaron asiento. La joven miró a Ned Beaumont con ojos medrosos y muy abiertos y al senador con mirada severa y recelosa. Los rostros de ambos estaban igualmente pálidos.

Ned Beaumont se dirigió al senador:

—Usted mató a su hijo.

La expresión del senador no cambió un ápice ni él se movió.

Durante unos instantes Janet Henry permaneció tan inmóvil como su padre. Una expresión de horror absoluto se apoderó de su rostro y se deslizó lentamente hasta el suelo. No cayó. Dobló despacio las rodillas, se posó sentada en el suelo, inclinada hacia la derecha, se sostuvo con la mano derecha y dirigió su cara espantada hacia su padre y hacia Ned Beaumont.

Ninguno de los hombres la miró.

Ned Beaumont volvió a dirigirse al senador:

—Ahora quiere matar a Paul para que él no diga que usted asesinó a su propio hijo. Sabe que puede matarlo y salirse con la suya, como un garboso caballero de la vieja escuela, si es capaz de engañar al mundo como intentó hacer con nosotros. —Ned calló, pero el senador no dijo nada, así que prosiguió—: Usted sabe que, si lo detienen, Paul dejará de encubrirlo porque, en la medida de lo posible, no está dispuesto a dejar que Janet piense que asesinó a su hermano —rió amargamente—. ¡Cómo se ha dado vuelta la tortilla para Paul! —Ned Beaumont se mesó los cabellos—. Lo que ocurrió fue, más o menos, lo siguiente: cuando se enteró de que Paul había besado a Janet, Taylor salió tras él, llevándose el bastón y el sombrero, aunque esto no tiene tanta importancia. Y cuando usted pensó en lo que podría ocurrir con sus posibilidades de ser reelegido...

El senador lo interrumpió con tono airado y ronco:

—¡Ya está bien de disparates! No permitiré que mi hija se vea sometida a...

Ned Beaumont rió despiadadamente.

—Llámelos disparates si quiere. El que usted tuviera el bastón con el que mató a su hijo y que se pusiera su sombrero, porque salió corriendo con la cabeza descubierta, también es un disparate, pero un disparate que representa su crucifixión.

—¿Y qué me dice de la confesión de Paul? —preguntó desdeñoso el senador Henry.

Ned Beaumont sonrió.

—Puedo decirle muchas cosas. En principio le diré lo que vamos a hacer. Janet, telefonee a Paul y pídale que venga en seguida. Cuando se presente le diremos que su padre intentó salir tras él con un revólver y ya veremos qué opina Paul.

Janet se movió, pero no se levantó del suelo. Estaba impertérrita.

—¡Es ridículo! —exclamó su padre—. No haremos nada de eso.

—Janet, llame a Paul —insistió Ned Beaumont perentoriamente.

La joven se levantó, muy pálida, no hizo caso de las palabras de su padre y se dirigió a la puerta.

—Querida, espera un momento —dijo el senador con tono afable. Luego se dirigió a Ned Beaumont—: Me gustaría volver a hablar a solas con usted.

—De acuerdo —aceptó Ned Beaumont y se volvió hacia la joven que se había detenido junto a la puerta.

Sin dar tiempo a Ned a hablar, Janet declaró con gran testarudez:

—Quiero oírlo. Tengo derecho a oírlo.

Ned Beaumont asintió con la cabeza, miró nuevamente al padre de la chica y dijo:

—Está en su pleno derecho.

—Querida Janet, sólo intento evitarte... —imploró el senador.

—No quiero que me evites nada —afirmó tajante—. Quiero saberlo.

El senador alzó las palmas de las manos en un ademán de derrota y añadió:

—No puedo decir nada.

—Janet, llame a Paul —insistió Ned Beaumont.

Sin dar tiempo de que su hija saliera, el senador dijo:

—No. Me lo ha puesto más difícil de lo necesario, pero... —sacó un pañuelo y se secó las manos—. Le contaré exactamente qué ocurrió y luego le pediré un solo favor, un favor que no podrá negarme. De todos modos... —se interrumpió para mirar a su hija—. Querida, si estás decidida a enterarte, pasa y cierra la puerta.

Janet Henry cerró la puerta, se sentó en una silla próxima y se inclinó hacia adelante con el cuerpo rígido y el rostro tenso.

El senador se llevó las manos a la espalda, sin soltar el pañuelo, miró a Ned Beaumont sin rencor y explicó:

—Aquella noche salí corriendo detrás de Taylor porque no estaba dispuesto a perder la amistad de Paul a causa de la impetuosidad de mi hijo. Los alcancé en China Street. Paul le había arrebatado el bastón. Discutían acaloradamente, mejor dicho, era Taylor el que discutía frenéticamente. Le pedí a Paul que nos dejara, que me permitiese ocuparme de mi hijo, y accedió. Me entregó el bastón. Taylor me habló como ningún hijo debe dirigirse a un padre e intentó quitarme de en medio para perseguir a Paul. No sé cómo ocurrió exactamente..., me refiero al bastonazo, pero sucedió y Taylor cayó y se golpeó la cabeza contra el bordillo. Paul, que no se había alejado demasiado, se acercó y comprobamos que Taylor había muerto en el acto. Paul insistió en que lo dejásemos en la calle y que negásemos nuestra participación en su muerte. Dijo que, pese a que había sido inevitable, se convertiría en un sórdido escándalo durante la campaña y... bueno, lo cierto es que me dejé persuadir. Fue Paul quien recogió el sombrero de Taylor y me lo entregó para que me lo pusiese y volviera a casa, ya que había salido con la cabeza descubierta. Me garantizó que la investigación policial se interrumpiría si se aproximaba peligrosamente a nosotros. Más adelante..., en realidad, la semana pasada, me alarmaron los rumores según los cuales Paul había matado a Taylor, así que fui a verlo y le pregunté si no era mejor confesar. Se rió de mis temores y me aseguró que sabía cuidar muy bien de sí mismo. —El senador apartó las manos de la espalda, se secó la cara con el pañuelo y añadió—: Eso fue lo que ocurrió.

—¡Lo dejaste tirado en medio de la calle! —gritó su hija con la voz traspasada de pena.

El senador Henry se estremeció, pero no pronunció palabra.

Después de unos instantes de meditabundo silencio, Ned Beaumont comentó:

—Un gran discurso electoral..., unas cuantas verdades adornadas —hizo una mueca—. Quería pedirme un favor.

El senador miró al suelo y luego a Ned Beaumont.

—Se trata de algo que sólo usted puede oír.

—De ninguna manera —dijo Ned Beaumont.

—Querida, te ruego que me disculpes —pidió el senador a su hija. Se dirigió a Ned—: Aunque le he dicho la verdad, sé perfectamente en qué posición estoy. Le pido el favor de que me devuelva el revólver y me conceda cinco minutos, un minuto a solas en este lugar.

—De ninguna manera —repitió Ned Beaumont.

El senador se tambaleó y se llevó al pecho la mano de la que colgaba el pañuelo.

—Tendrá que hacer frente a lo que le espera —aseguró Ned Beaumont.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml
sec_0114.xhtml
sec_0115.xhtml
sec_0116.xhtml
sec_0117.xhtml
sec_0118.xhtml
sec_0119.xhtml
sec_0120.xhtml
sec_0121.xhtml
sec_0122.xhtml
sec_0123.xhtml
sec_0124.xhtml
sec_0125.xhtml
sec_0126.xhtml
sec_0127.xhtml
sec_0128.xhtml
sec_0129.xhtml
sec_0130.xhtml
sec_0131.xhtml
sec_0132.xhtml
sec_0133.xhtml
sec_0134.xhtml
sec_0135.xhtml
sec_0136.xhtml
sec_0137.xhtml
sec_0138.xhtml
sec_0139.xhtml
sec_0140.xhtml
sec_0141.xhtml
sec_0142.xhtml
sec_0143.xhtml
sec_0144.xhtml
sec_0145.xhtml
sec_0146.xhtml
sec_0147.xhtml
sec_0148.xhtml
sec_0149.xhtml
sec_0150.xhtml
sec_0151.xhtml
sec_0152.xhtml
sec_0153.xhtml
sec_0154.xhtml
sec_0155.xhtml
sec_0156.xhtml
sec_0157.xhtml
sec_0158.xhtml
sec_0159.xhtml
sec_0160.xhtml
sec_0161.xhtml
sec_0162.xhtml
sec_0163.xhtml
sec_0164.xhtml
sec_0165.xhtml
sec_0166.xhtml
sec_0167.xhtml
sec_0168.xhtml
sec_0169.xhtml
sec_0170.xhtml
sec_0171.xhtml
sec_0172.xhtml
sec_0173.xhtml
sec_0174.xhtml
sec_0175.xhtml
sec_0176.xhtml
sec_0177.xhtml
sec_0178.xhtml
sec_0179.xhtml
sec_0180.xhtml
sec_0181.xhtml
sec_0182.xhtml
sec_0183.xhtml
sec_0184.xhtml
sec_0185.xhtml
sec_0186.xhtml
sec_0187.xhtml
sec_0188.xhtml
sec_0189.xhtml
sec_0190.xhtml
sec_0191.xhtml
sec_0192.xhtml
sec_0193.xhtml
sec_0194.xhtml
sec_0195.xhtml
sec_0196.xhtml
sec_0197.xhtml
sec_0198.xhtml
sec_0199.xhtml
sec_0200.xhtml
sec_0201.xhtml
sec_0202.xhtml
sec_0203.xhtml
sec_0204.xhtml
sec_0205.xhtml
sec_0206.xhtml
sec_0207.xhtml
sec_0208.xhtml
sec_0209.xhtml
sec_0210.xhtml
sec_0211.xhtml
sec_0212.xhtml
sec_0213.xhtml
sec_0214.xhtml
sec_0215.xhtml
sec_0216.xhtml
sec_0217.xhtml
sec_0218.xhtml
sec_0219.xhtml
sec_0220.xhtml
sec_0221.xhtml
sec_0222.xhtml
sec_0223.xhtml
sec_0224.xhtml
sec_0225.xhtml
sec_0226.xhtml
sec_0227.xhtml
sec_0228.xhtml
sec_0229.xhtml
sec_0230.xhtml
sec_0231.xhtml
sec_0232.xhtml
sec_0233.xhtml
sec_0234.xhtml
sec_0235.xhtml
sec_0236.xhtml
sec_0237.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml