TRES
A solas en sus aposentos, Ned Beaumont deambuló de un lado a otro, con el rostro tenso y los ojos brillantes. A las diez menos veinte consultó la hora. Se puso el abrigo y caminó hasta el Majestic, donde le dijeron que Harry Sloss no estaba. Salió del hotel, llamó un taxi, subió al coche y dijo al chófer:
—Vamos al West Road Inn.
El West Road Inn era un edificio blanco y cuadrado —que por la noche parecía gris— emplazado en medio de una arboleda, y a unos cinco kilómetros más allá de los límites de la ciudad. La planta baja estaba intensamente iluminada y ante la entrada estaban aparcados seis automóviles. Había más vehículos en un largo y oscuro cobertizo que se extendía a la izquierda.
Ned Beaumont saludó con familiaridad al portero y se dirigió a un amplio comedor en el que una orquesta de tres músicos interpretaba melodías y ocho o diez personas bailaban. Recorrió el pasillo abierto entre las mesas, rodeó la pista de baile y se detuvo delante de la barra que ocupaba un ángulo del comedor. Era el único parroquiano del bar.
El barman —un gordinflón de nariz fofa— dijo:
—Buenas noches, Ned, hacía siglos que no te veíamos.
—Hola, Jimmy. En los últimos tiempos me porto bien. Prepárame un Manhattan.
El barman empezó a preparar el combinado. La orquesta terminó de tocar una melodía. Resonó una aguda y chillona voz de mujer:
—No pienso quedarme en el mismo sitio donde está el cabrón de Beaumont.
Ned Beaumont se dio la vuelta y se reclinó en el borde de la barra. El barman quedó petrificado, con la coctelera en la mano.
Lee Wilshire estaba de pie en medio de la pista de baile y miraba furibunda a Ned Beaumont. Con una mano sujetaba el antebrazo de un joven voluminoso, vestido con un traje azul que le quedaba estrecho. El muchacho también miraba a Ned Beaumont, aunque con cara de póquer.
—Es un mal bicho y si no lo echas yo me largo —dijo Lee.
Todos los presentes estaban mudos, aunque atentos.
El muchacho se ruborizó y su intento de adoptar una expresión seria acrecentó su incomodidad.
—Si no lo echas me acercaré a Beaumont y lo abofetearé —insistió Lee.
Ned Beaumont sonrió de oreja a oreja y dijo:
—Hola, Lee. ¿Has visto a Bernie desde que lo soltaron?
Lee le lanzó una sarta de improperios y, cabreada, dio un paso al frente.
El joven voluminoso estiró la mano y la frenó.
—Yo me ocuparé del muy hijo de puta. —Se acomodó el cuello de la chaqueta, la abotonó y abandonó la pista de baile para encarar a Ned Beaumont—. ¿Qué modales son ésos? ¿Desde cuándo se le habla así a una dama?
Ned Beaumont miró serenamente al joven, estiró el brazo derecho y lo apoyó en la barra con la palma de la mano hacia arriba.
—Jimmy, préstame algo con que sacudirlo. No tengo ganas de pelearme a puñetazos.
Una de las manos del barman ya había desaparecido bajo la barra. La levantó esgrimiendo una porra, que depositó en la mano de Ned.
Ned Beaumont dejó que la porra descansara en su mano al tiempo que decía:
—A esta chica se la conoce por muchos nombres. El último patán con el que la vi le decía cría tonta.
El joven se irguió y movió los ojos de izquierda a derecha.
—No me olvidaré de usted y llegará el día en que nos encontraremos sin testigos —se volvió y se dirigió a Lee Wilshire—. Venga, larguémonos de este antro.
—Ve tú primero y esfúmate —respondió Lee con rencor—. No pienso irme contigo. Estoy hasta el moño de ti.
Un sujeto fornido, con casi todas las piezas dentales de oro, se adelantó y declaró:
—Claro que sí, os largaréis los dos. ¡A la puta calle!
Ned Beaumont rió e intervino:
—Escucha, Corky, la..., bueno, la señorita está conmigo.
—De acuerdo —replicó Corky. Se dirigió al joven—: Lárgate, gandul.
El joven abandonó el local.
Lee Wilshire había regresado a su mesa, apoyado las mejillas en las manos y tenía la vista fija en el mantel.
Ned Beaumont tomó asiento frente a la chica y dijo al camarero:
—Jimmy me ha preparado un Manhattan. Me gustaría comer algo. Lee, ¿ya has cenado?
—Sí —replicó la muchacha sin alzar la vista—. Quiero un gin fizz.
—De acuerdo —aceptó Ned—. Yo quiero un bistec pequeño con champiñones, cualquier verdura que Tony tenga y que no haya salido de una lata, ensalada de lechuga y tomate con aliño de roquefort y café.
En cuanto el camarero partió con la comanda, Lee comentó con amargura:
—Los hombres no son buenos consejeros, ninguno lo es. ¡No fue más que una falsa alarma! —empezó a llorar quedamente.
—Tal vez no sabes elegir —sugirió Ned Beaumont.
—¡Y que lo digas! —exclamó Lee y lo miró colérica—. Vaya jugada sucia me hiciste.
—Yo no jugué sucio contigo —protestó Ned—. No tuve la culpa de que Bernie tuviese que empeñar tus joyas para devolverme el dinero que pretendió timarme.
La orquesta volvió a tocar.
—Los hombres son siempre inocentes —se lamentó Lee—. Salgamos a bailar.
—Bueno —aceptó Ned a regañadientes.
Cuando volvieron a la mesa encontraron el Manhattan y el gin fizz.
—¿A qué se dedica Bernie ahora? —preguntó Ned.
—No tengo la menor idea. No lo he visto desde que lo soltaron ni tengo ganas de volver a verlo. ¡Otro tío maravilloso! Este año he tenido muy mala suerte. ¡Bernie, Taylor y este cabrón!
—¿Taylor Henry? —se interesó Ned Beaumont.
—El mismo, aunque no estuve muy liada con él porque ocurrió mientras convivía con Bernie —explicó Lee a toda velocidad.
Ned Beaumont terminó el cóctel y preguntó:
—¿Fuiste una de las chicas con las que se reunía de vez en cuando en su nidito de Charter Street?
—Exactamente —repuso Lee y lo miró suspicaz.
—Creo que deberíamos tomar otra copa.
Lee se empolvó la nariz mientras Ned llamaba al camarero y pedía otra ronda.