IV. Hurricane Street
MI destino era un chalé de estructura color gris. Cuando llamé al timbre, abrió la puerta un hombre de cara cansada y descolorida salvo por un redondel rojo del tamaño de medio dólar en cada mejilla. Así que éste es, pensé, el tísico Dan Rolff.
—Me gustaría ver a la señorita Brand —le dije.
—¿De parte de quién le digo? —era la voz de un hombre enfermo y educado.
—Mi nombre no le dirá nada. Quiero verla acerca de la muerte de Willsson.
Me miró con ojos cansados, oscuros y serenos, y me dijo:
—¿Sí?
—Soy de la sucursal de San Francisco de la Agencia de Detectives Continental. Estamos interesados en ese asesinato.
—Muy amable de su parte —dijo con ironía—. Entre.
Entré en una habitación de la planta baja en la que una mujer joven estaba sentada ante una mesa con un montón de periódicos. Algunos eran boletines financieros, previsiones del mercado de cambio y bolsa. Uno era una revista de carreras de caballos.
La habitación estaba desordenada y atestada de cosas. Tenía demasiados muebles y todos parecían fuera de lugar.
—Dinah —me presentó el tísico—, este caballero ha venido de San Francisco de parte de la Agencia de Detectives Continental para hacer averiguaciones sobre el fallecimiento del señor Donald Willsson.
La joven se levantó, apartó de un puntapié un par de periódicos y se me acercó tendiéndome la mano.
Me sacaba tres o cuatro centímetros, con lo cual debía tener una estatura de uno setenta y tres. Su cuerpo era de hombros anchos, pechos firmes y caderas redondeadas, piernas grandes y musculosas. Me tendió una mano suave, cálida, firme. Tenía el rostro de una chica de veinticinco años, con algunos síntomas de desgaste. En las comisuras de su boca grande y madura se veían algunas arruguitas. Otras anunciaban su aparición alrededor de sus ojos de densas pestañas. Unos ojos grandes, azules y un poco enrojecidos.
El pelo basto y castaño pedía a gritos un buen corte; llevaba la raya mal hecha. Se había pintado más un lado del labio superior que el otro. Llevaba un vestido de un color vinoso particularmente poco favorecedor, y se abría por aquí y por allá, en lugares en los que ella había olvidado cerrar los corchetes o éstos habían saltado. En la media izquierda, por delante, tenía una carrera.
Esa era la tal Dinah Brand que podía escoger entre los hombres de Personville, por lo que yo había oído.
—Le llamó su padre, seguro —dijo mientras retiraba un par de zapatillas de piel de lagarto y una taza y un plato de un sillón para dejarme sitio.
Tenía una voz suave, perezosa.
Le dije la verdad:
—Me llamó Donald Willsson. Le estaba esperando mientras le estaban matando.
—No te vayas, Dan —le dijo a Rolff.
Rolff volvió a entrar en la habitación. Dinah volvió a su sitio junto a la mesa y él se sentó al otro lado, apoyando su fino rostro en una mano fina y mirándome sin interés.
Dinah frunció las cejas, formando dos arrugas entre ellas, y preguntó:
—¿Quiere decir que él sabía que alguien quería matarle?
—No lo sé. No me dijo qué quería. A lo mejor simplemente una ayuda en su campaña de reformas.
—¿Pero usted...?
Yo expuse una queja:
—No tiene ninguna gracia ser un sabueso cuando alguien te quita el puesto y se pone a hacer preguntas.
—Quiero saber qué está pasando —dijo con una risilla jugándole en la garganta.
—Lo mismo que yo. Por ejemplo, me gustaría saber por qué le hizo conformar ese cheque.
Como quien no quiere la cosa, Dan Rolff se movió en la silla, recostándose y poniendo las finas manos bajo la mesa, fuera del alcance de mi vista.
—¿Así que lo ha averiguado? —me preguntó Dinah Brand. Cruzó la pierna izquierda sobre la derecha y miró hacia abajo. Se fijó en la carrera de la media—. Lo juro por Dios, ¡voy a dejar de ponerme medias! —se quejó—. Pero si es que voy descalza. Ayer compré éstas por cinco pavos. Y mire. Todos los días ¡carreras, carreras, carreras!
—No es ningún secreto —dije—. Me refiero al cheque, no a las carreras. Lo averiguó Noonan.
Miró a Rolff, que dejó de observarme el tiempo suficiente como para asentir una sola vez.
—Si me hablara en cristiano —me dijo perezosamente y entrecerrando los ojos—, a lo mejor podría ayudarle.
—A lo mejor, si yo supiera de qué se trata.
—De dinero —se explicó—, cuanto más, mejor. Me gusta.
Me puse sentencioso:
—Lo que se ahorra, se gana. Yo puedo ahorrarle dinero y esfuerzos.
—Eso no significa nada para mí —dijo—, aunque suena como si tuviera que significar algo.
—¿No le ha preguntado nada la policía sobre el cheque?
Meneó la cabeza para decir que no.
Seguí:
—Noonan está convencido de que puede colgarle el muerto a usted y a Susurros.
—No me asuste —balbuceó—. Sólo soy una niña.
—Noonan sabe que Thaler sabía lo del cheque. Sabe que Thaler vino aquí cuando estaba Willsson, pero que no entró. Sabe que Thaler estaba rondando por la vecindad cuando mataron a Willsson. Y sabe que Thaler y una mujer se inclinaron sobre el cadáver.
La chica cogió un lápiz de la mesa y, pensativa, se rascó con él la mejilla. El lápiz le dejó una serie de ricitos negros sobre el colorete.
Los ojos de Rolff habían perdido su cansancio. Estaban brillantes, febriles, fijos en los míos. Se inclinó hacia adelante pero con las manos todavía fuera de mi vista, por debajo de la mesa.
—Todo eso —dijo— tiene que ver con Thaler, no con la señorita Brand.
—Thaler y la señorita Brand no son desconocidos el uno para el otro —repuse—. Willsson vino aquí con un cheque de cinco mil dólares y le mataron al salir. En semejante situación, la señorita Brand podría haber tenido dificultades en cobrarlo... si Willsson no hubiera sido tan previsor como para conformarlo.
—¡Dios mío! —protestó la chica—, si hubiera querido matarle lo habría hecho donde nadie lo hubiera visto, o habría esperado a que estuviera lejos de casa. Pero ¿por qué clase de estúpida berza me toma?
—No estoy seguro de que usted le matara —dije—. De lo único que estoy seguro es de que ese comisario seboso se lo quiere endilgar a usted.
—¿Qué pretende usted?
—Averiguar quién lo hizo. No quién pudo o quién podría haberlo hecho, sino quién lo hizo.
—Yo podría ayudarle algo —dijo—, pero tendría que haber algo para mí.
—Seguridad —le recordé, pero ella negó con la cabeza.
—Quiero decir que me tendría que proporcionar algo en términos financieros. Podría ser algo valioso para usted, y usted tendría que pagar algo, por poco que fuera.
—No puede ser —le dije sonriente—. Olvídese de hacer de banco y pásese usted a la mendicidad. Haga como que soy Bill Quint.
Dan Rolff se levantó de su silla, con los labios igual de blancos que el resto de su cara. Volvió a sentarse cuando la chica soltó una carcajada... una carcajada perezosa y bienhumorada.
—Dan, éste se cree que no le saqué ningún beneficio a Bill Quint —se inclinó hacia adelante y me puso una mano en la rodilla—. Imagínese que usted sabe con la suficiente antelación que los trabajadores de una compañía van a ir a la huelga, y en qué momento, y después, también con suficiente antelación, cuándo van a abandonar la huelga. ¿No podría con semejante información y un capitalito ir a la Bolsa y hacerse un pequeño favor con las acciones de la compañía? ¡Pues claro que sí! —terminó triunfante—. De modo que no se crea que Bill no pagó, a su manera.
—La han malcriado —observé.
—¿Pero por qué demonios tiene que ser tan mirado? —preguntó—. No es como si se lo sacara de su propio bolsillo. Tendrá usted una cuenta de gastos, ¿no?
No dije nada. Me frunció el ceño, frunció el ceño por la carrera de sus medias, y le frunció el ceño a Rolff. Luego se dirigió a él:
—A lo mejor se ablanda si toma una copa.
El hombre delgado se levantó y salió de la habitación.
Me hizo un pucherito, me acarició la espinilla con un dedo del pie y me dijo:
—No se trata tanto de dinero como de principios. Si una chica tiene algo de utilidad para alguien, es una mema si no le saca algún rendimiento.
Sonreí.
—¿Por qué no eres buen chico? —me rogó.
Dan Rolff entró con un sifón, una botella de ginebra, algunas rodajas de limón y un cuenco con cubitos de hielo. Tomamos una copa cada uno. El tísico se fue. La chica y yo seguimos discutiendo el asunto del dinero mientras seguíamos bebiendo. Yo intenté mantener la conversación sobre Thaler y Willsson. Ella no hizo más que darle la vuelta para ir a parar al dinero que se merecía. Y así seguimos hasta que quedó vacía la botella de ginebra. Mi reloj marcaba la una y cuarto.
Ella mascaba un trozo de cáscara de limón cuando dijo por trigésima o cuadragésima vez:
—Pero si no va a salir de su bolsillo. ¿A usted qué le importa?
—No es cuestión de dinero —dije—, sino de principios.
Me hizo una mueca y dejó el vaso donde creyó que estaba la mesa: marró por un palmo. No recuerdo si el vaso se rompió al chocar contra el suelo ni lo que ocurrió. Sí recuerdo que su error me dio ánimos.
—Otra cosa —dije, abriendo una nueva línea de ataque—; no estoy muy seguro de necesitar lo que usted pueda contarme. Si tengo que pasarme sin ello, creo que podré apañármelas.
—Estaría bien, pero no se olvide de que soy la última persona que le vio vivo, salvo su asesino, fuera quien fuera.
—Falso —dije—. Su esposa le vio salir, andar un trecho y caer.
—¡Su esposa!
—Sí. Estaba sentaba en su descapotable un poco más abajo.
—¿Y cómo sabía ella que él estaba aquí?
—Dice que Thaler la llamó por teléfono para decirle que su marido había venido aquí con el cheque.
—Está intentando engañarme —dijo la chica—, Max no podía saberlo.
—Le estoy contando lo que la señora Willsson nos ha contado a Noonan y a mí.
La chica escupió al suelo lo que le quedaba de la cascara en la boca, se enredó todavía más el pelo a fuerza de pasarse los dedos, se secó los labios con el dorso de la mano y dio una palmada en la mesa.
—De acuerdo, señor sabihondo —dijo—. Voy a jugar con usted. Usted se cree que le va a salir gratis, pero yo sacaré mi parte antes de terminar. ¿Cree usted que no? —me retó, mirándome como si estuviera a veinte metros de ella.
No era momento de reavivar el asunto del dinero, de modo que asentí:
—Espero que sí —creo que lo dije tres o cuatro veces, con bastante seriedad.
—Pues claro. Ahora escúcheme. Está usted borracho, yo estoy borracha, y estoy lo suficientemente borracha como para contarle lo que usted quiere saber. Así soy yo. Como me guste alguien, le digo todo lo que quiera saber. Pregúnteme, ande. Venga, pregúnteme.
Lo hice:
—¿Para qué le dio Willsson cinco mil dólares?
—Por diversión —y se recostó en su asiento para reírse. Luego añadió—: Escuche. Buscaba escándalos. Yo tenía alguna cosa, algunas declaraciones y demás que yo creía que podían servirme de moneda de cambio llegado el momento. Soy una chica a la que le gusta sacar un poco de pasta cuando puede. De modo que tenía todas esas cosas en reserva. Cuando Donald empezó a buscar cabezas le hice saber lo que yo tenía y que estaba en venta. Le dejé ver lo suficiente como para que supiera que era un buen material. Y menudo material. Luego discutimos cuánto. No era tan mirado como usted, como usted no he conocido a nadie, pero sí un poco cerrado. Así que la cosa estuvo en el aire hasta ayer.
»Entonces le metí prisa, le llamé y le dije que tenía otro cliente para el material y que, si lo quería, tendría que presentarse ayer por la noche con cinco mil dólares en metálico o en un cheque conformado. Era pura filfa, pero él no tenía muchas tablas y cayó.
—¿Por qué a las diez? —pregunté.
—¿Y por qué no? Es una hora tan buena como cualquiera. Lo principal en un trato así es poner un límite. Y ahora querrá saber por qué tenía que ser en metálico o en un cheque conformado. Muy bien, se lo voy a decir. Le voy a decir todo lo que usted quiera saber. Así soy yo. Siempre he sido así.
Repitió todo eso durante cinco minutos, contándome en detalle qué tipo de chica era, qué tipo de chica había sido y por qué. Yo le seguí la corriente hasta que tuve la oportunidad de cortarla:
—Muy bien. ¿Por qué tuvo que ser un cheque conformado?
Cerró un ojo, me apuntó con su dedo índice y me dijo:
—Para que no pudiera echarse atrás en el pago. Porque no podía utilizar el material que le vendí. Era un buen material, desde luego. Demasiado bueno. Hubiera acabado con su viejo en la cárcel, con todos los demás. Hubiera cogido a papaíto Elihu como ninguna otra cosa.
Me reí con ella mientras intentaba mantener la cabeza clara a pesar de toda la ginebra que había trasegado.
—¿Y a quién más habría cogido? —pregunté.
—A toda esa maldita panda —y movió una mano—. A Max, a Lew Yard, a Pete, Noonan, y a Elihu Willsson... a toda esa maldita panda.
—¿Sabía Max Thaler lo que usted estaba haciendo?
—Por supuesto que no... nadie más que Donald Willsson.
—¿Seguro?
—Seguro de que estoy segura. No pensará que iba a ir por ahí aireándolo antes de su debido tiempo, ¿no?
—¿Y quién cree que lo sabe ahora?
—No me importa —repuso—. Era sólo una broma a su costa. No podría haber utilizado ese material.
—¿Y a usted le parece que a los pájaros cuyos secretos vendía usted les va a parecer gracioso? Noonan está intentando colgarles el muerto a usted y a Thaler. Lo cual significa que encontró el material en el bolsillo de Donald Willsson. Todos creían que el viejo Elihu estaba utilizando a su hijo para acabar con ellos, ¿no es así?
—Sí, señor —dijo—, y yo soy de los que piensan eso.
—Seguramente se equivoca, pero eso no importa. Si Noonan encontró el material que usted le había vendido a Donald Willsson y averiguó que usted se lo había vendido, ¿por qué no iba a entender que usted y su amigo Thaler se habían pasado al lado del viejo Elihu?
—Porque podría ver que el viejo Elihu iba a salir igual de perjudicado.
—¿En qué consistía el material que le vendió?
—Hicieron un nuevo ayuntamiento hace tres años —dijo—, y ninguno de ellos perdió ni un céntimo con ello. Si Noonan encontró los papeles, en seguida se encontraría con que el viejo Elihu estaba más metido que nadie.
—Eso no cambia nada. Él daría por supuesto que el viejo había encontrado una salida para sí mismo. Créame, hermana, Noonan y sus amigos están convencidos de que usted y Thaler y Elihu están jugando doble.
—No me importa nada lo que crean —dijo obstinadamente—. Era una simple broma. Eso es lo que yo quería, gastar una broma. Lo único.
—Pues qué bien —gruñí—. Así puede ir camino del patíbulo con la conciencia tranquila. ¿Ha visto a Thaler desde el asesinato?
—No, pero Max no lo hizo, si es eso lo que cree, ni aunque estuviera por allí cerca.
—¿Por qué?
—Por un montón de razones. En primer lugar, Max no lo habría hecho él mismo. Hubiera contratado a alguien y habría estado lejos con una coartada que nadie hubiera podido desmontar. En segundo lugar, Max lleva uno del 38 y a cualquiera que hubiera mandado a hacer el trabajito hubiera llevado uno del 38 o más. ¿Qué pistolero habría usado uno del 32?
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—Le he contado todo lo que sé —dijo—, y ya ha sido demasiado.
Me levanté y respondí:
—No, usted simplemente me ha contado lo suficiente.
—¿Quiere decir que sabe quién lo mató?
—Sí, pero hay un par de cosas que quiero ver antes de echarle el guante.
—¿Quién? ¿Quién? —se puso en pie, casi sobria de golpe, tirándome de las solapas—. Dígame quién lo hizo.
—Ahora no.
—Sea bueno.
—Ahora no.
Me soltó las solapas, se puso las manos a la espalda y se rió en mi cara.
—De acuerdo. Guárdeselo... y trate de averiguar qué parte de lo que le he dicho es verdad.
Contesté:
—De todos modos, gracias por la parte que es cierta y por la ginebra. Y si Max Thaler significa algo para usted, debería hacerle saber que Noonan está intentando hacerle una jugarreta.