CAPÍTULO XIII

CUANDO llegué al club Palma, Dorothy y Quinn estaban en la barra. No me vieron hasta que me coloqué junto a Dorothy y dije:

—Hola, amigos.

Dorothy llevaba la misma vestimenta que la última vez que la había visto. Me miró, observó a Quinn y se ruborizó.

—¡Se lo has dicho!

—Esta chica es un encanto —comentó Quinn animado—. Tengo tus acciones. Deberías comprar otro fajo. ¿Qué quieres beber?

—Lo de siempre. Eres una invitada fabulosa, te largas sin dejar recado.

Dorothy volvió a mirarme. Los arañazos del rostro ya no estaban irritados, el moratón apenas se notaba y se le había deshinchado la boca.

—Confié en ti —afirmó y pareció a punto de echarse a llorar.

—¿A qué te refieres?

—Sabes perfectamente a qué me refiero. Confié en ti incluso cuando fuiste a cenar a casa de mamá.

—¿Tenías algún motivo para no tenerme confianza?

—Ha estado toda la tarde de mala leche —intervino Quinn—. No la provoques —apoyó una mano sobre la de Dorothy—. Calma, cariño, calma, no hace falta que...

—Haz el favor de callarte. —Dorothy apartó la mano y volvió a hablar conmigo—: Sabes perfectamente a qué me refiero. Nora y tú os burlasteis de mí como mamá y...

Empecé a intuir qué había ocurrido.

—¿Fue lo que Mimi te dijo y tú te lo tragaste? —Me reí—. ¿Después de veinte años sigues creyendo sus desvaríos? Supongo que te llamó por teléfono en cuanto nos fuimos. Tuvimos una discusión y nos retiramos en seguida.

Dorothy bajó la cabeza y con tono bajo y apenado murmuró:

—¡Qué idiota he sido! —me cogió los brazos y añadió—: Nick, vayamos ahora mismo a ver a Nora. Tengo que aclarar la situación con ella. He sido una insensata. Me merezco que no vuelva a...

—Por supuesto, pero hay tiempo de sobra. Antes beberemos una copa.

—Hermano Charles, me gustaría estrechar tu mano —intervino Quinn—. Has vuelto a poner luz en la vida de esta cría encantadora y alegría en... —vació su copa—. Vayamos a ver a Nora. En el hotel la bebida es igualmente buena y más barata.

—¿Por qué no te quedas en el Palma? —sugirió Dorothy.

Quinn rió y meneó la cabeza.

—Ni lo sueñes. Puede que convenzas a Nick para que se quede, pero yo te acompañaré. He soportado tu mal humor toda la tarde y ahora pienso disfrutar de la luz de la que he hablado.

Cuando llegamos al Normandie, Gilbert Wynant estaba con Nora. El chico besó a su hermana, me estrechó la mano y, una vez hechas las presentaciones, también dio la mano a Harrison Quinn. Dorothy presentó disculpas constantes, sinceras e incoherentes a Nora.

—Ya está bien —dijo Nora—. No hay nada que perdonar. Si te ha dicho que me sentí ofendida, dolida o cualquier otra cosa, se debe a que Nick es un griego mentiroso. Dame tu abrigo.

Quinn encendió la radio. Cuando sonó el gong eran las cinco y treinta y un minutos quince segundos de hora estándar del Este. Nora pidió a Quinn que preparara las copas porque sabía dónde estaban las cosas y me siguió al cuarto de baño.

—¿Dónde la encontraste?

—En un club. ¿Qué hace Gilbert aquí?

—Según dice, vino a ver a su hermana. Anoche Dorothy no durmió en casa y Gilbert supuso que seguía con nosotros, aunque no se sorprendió de no encontrarla —Nora rió—. Dice que Dorothy siempre se pierde por el mundo, que sufre de dromomanía, enfermedad que procede de una fijación a la madre. Me parece muy interesante. Gilbert me explicó que Stekel sostiene que estos enfermos generalmente también presentan tendencias cleptómanas y que ha dejado cosas sueltas para comprobar si Dorothy las robaba, pero por lo que sabe hasta ahora no lo ha hecho.

—¡Qué servicial! ¿Te ha dicho algo de su padre?

—No.

—Tal vez no se ha enterado. Wynant intentó suicidarse en Allentown. Guild y Macaulay han viajado a verlo. No sé si decírselo a sus hijos. Me gustaría saber si Mimi tiene algo que ver con la visita de Gilbert.

—Yo diría que no, pero si tú...

—Sólo era una duda. ¿Lleva mucho rato aquí?

—Más o menos una hora. Es un tío raro. Estudia chino y escribe un libro sobre el conocimiento y la fe..., claro que no lo escribe en chino. Opina que Jack Oakie es de primera.

—Y yo. ¿Estás borracha?

—No mucho.

Regresamos a la sala. Dorothy y Quinn bailaban al son de Eadie Was a Lady. Gilbert cerró la revista que estaba hojeando y comentó amablemente que esperaba que me hubiera recuperado de la herida. Le dije que estaba mucho mejor.

—Que yo recuerde, nunca me he hecho daño, daño de verdad. He intentado lesionarme, pero no es lo mismo. Me sentí incómodo e irritado y sudé a raudales.

—Es prácticamente lo mismo —afirmé.

—¿De veras? Supuse que sería más..., bueno, algo más —se acercó a mí—. No conozco este tipo de cosas. Soy tan joven que no he tenido oportunidad de... Señor Charles, si está ocupado o no le apetece, espero que me lo diga, pero me encantaría hablar con usted en alguna ocasión en que no estemos rodeados de gente que nos interrumpa. Son tantas las preguntas que quiero hacerle, preguntas que, como sé perfectamente, nadie más puede responder y...

—Yo no estaría tan seguro, pero probaremos cuando quieras.

—¿De verdad que no le molesta? ¿No accede sólo por amabilidad?

—No, lo digo en serio, aunque no sé si obtendrás toda la ayuda que esperas. Depende de lo que quieras saber.

—Me gustaría que habláramos de cuestiones como el canibalismo. No me refiero a sitios como África y Nueva Guinea..., sino a Estados Unidos. ¿Se practica mucho en este país?

—Actualmente, no, al menos que yo sepa.

—¿Fue frecuente en otra época?

—No estoy muy enterado, pero sucedió de vez en cuando antes de que el país estuviera totalmente poblado. Espera un momento y te daré un ejemplo. —Me acerqué a la librería y saqué el ejemplar de Crímenes célebres de Estados Unidos, de Duke, que Nora había comprado en una librería de viejo, encontré la página que buscaba y le entregué el libro—. Sólo ocupa tres o cuatro páginas.

ALFRED G. PACKER, EL «DEVORADOR DE HOMBRES» QUE ASESINÓ A CINCO COMPAÑEROS EN LAS MONTAÑAS DE COLORADO, SE COMIÓ LOS CADÁVERES Y LES ROBÓ EL DINERO

«En el otoño de 1873 una partida de veinte valientes salió de Salt Lake City, en Utah, para explorar el territorio de San Juan. Habían oído entusiastas relatos de las fortunas que podían amasar y emprendieron el viaje animados y esperanzados, pero se desalentaron a medida que pasaban las semanas y sólo contemplaban yermos y montañas cubiertas de nieve. Cuanto más penetraban en el territorio, menos atractivo les parecía y finalmente se desesperaron cuando creyeron que la única recompensa sería el hambre y la muerte. Los exploradores estaban a punto de abandonar desesperados cuando a lo lejos avistaron un campamento indio y, pese a que no tenían garantías sobre el trato que los "pieles rojas" les prodigarían, convinieron en que cualquier muerte era preferible a la hambruna y acordaron correr el riesgo.

Cuando se aproximaron al campamento salió a su encuentro un indio que les pareció amistoso y que los condujo ante el jefe Ouray. Se llevaron una gran sorpresa porque los indios los trataron con suma consideración e insistieron en que permanecieran en el campamento hasta recuperarse plenamente de las penurias pasadas. Al final la partida decidió emprender de nuevo la marcha y se puso como meta el fuerte Los Pinos. Ouray intentó convencerlos de que desistieran y diez abandonaron la partida y regresaron a Salt Lake. Los diez restantes decidieron proseguir y Ouray los abasteció de provisiones y les aconsejó que siguieran el curso del río Gunnison, así llamado en honor del teniente Gunnison, asesinado en 1852. (Véase la biografía del mormón Joe Smith.)

Alfred G. Packer, jefe del grupo que siguió viaje, alardeó de sus conocimientos topográficos y manifestó que confiaba en su capacidad para encontrar el camino sin dificultades. Después de que la partida recorriera una corta distancia, Packer dijo a sus hombres que hacía poco se habían descubierto grandes yacimientos cerca de la cabecera del río Grande y se ofreció a guiarlos hasta las minas. Cuatro miembros de la partida insistieron en seguir las instrucciones de Ouray, y Packer convenció a cinco hombres —apellidados Swan, Miller, Noon, Bell y Humphrey— de que lo acompañaran a las minas mientras los otros seguían el río.

De la partida de cuatro, dos murieron de hambre y a causa de las inclemencias del tiempo, pero los dos restantes llegaron por fin al fuerte Los Pinos en febrero de 1874, después de soportar penurias indescriptibles. El general Adams estaba al mando del fuerte y los desdichados fueron tratados con suma consideración. Cuando recobraron las fuerzas emprendieron el regreso a la civilización.

En marzo de 1874 el general Adams tuvo que regresar a Denver, y una fría mañana en la que el viento arreciaba, cuando el general no estaba, los trabajadores del fuerte, sentados a la mesa del desayuno, se sorprendieron al ver en la puerta a un hombre de aspecto salvaje que les suplicó misericordiosamente alimento y refugio. Pese a que tenía la cara espantosamente abotargada, parecía encontrarse en buen estado, aunque no retuvo en el estómago los alimentos que le dieron. Afirmó llamarse Packer y dijo que sus cinco compañeros lo abandonaron cuando enfermó, pero que le dejaron el rifle con el que llegó al fuerte.

Después de compartir durante diez días la hospitalidad del personal del fuerte, Packer puso rumbo a un sitio llamado Saquache y dijo que pensaba llegar a Pensilvania, donde tenía un hermano. Una vez en Saquache, Packer bebió copiosamente y, al parecer, llevaba mucho dinero. En estado de embriaguez contó innumerables anécdotas incongruentes sobre la suerte que sus compañeros habían corrido y se sospechó que se había deshecho de sus antiguos camaradas mediante medios ilícitos.

Por aquel entonces el general Adams hizo un alto en Saquache durante su retorno de Denver al fuerte, y durante su estancia en el hogar de Otto Mears le aconsejaron que detuviese a Packer e investigara sus movimientos. El general decidió llevarlo consigo al fuerte y durante el trayecto hicieron un alto en la cabaña del comandante Downey, donde se encontraron con los diez hombres que hicieron caso de los consejos del jefe indio Ouray y desistieron de su empresa. En ese momento se demostró que buena parte de las declaraciones de Packer eran falsas y el general decidió que la cuestión requería una investigación minuciosa. Packer fue esposado y trasladado al fuerte, donde permaneció bajo arresto en un calabozo.

El 2 de abril de 1874 dos indios muy agitados entraron corriendo en el fuerte Los Pinos, sujetando tiras de carne que llamaron "carne de hombre blanco" y que, según declararon, acababan de hallar en las cercanías del fuerte. Aún se encontraba en buen estado porque había permanecido en la nieve y había hecho mucho frío. En cuanto vio los objetos expuestos, Packer se puso lívido, lanzó un ronco gemido y se desplomó. Le administraron un reconstituyente y, después de pedir clemencia, hizo una declaración en la que confesó los siguientes hechos:

"Cuando yo y cinco hombres más abandonamos el campamento del jefe Ouray, calculamos que disponíamos de víveres suficientes para el largo y difícil trayecto que nos aguardaba, pero las provisiones se agotaron de prisa y en seguida nos encontramos al borde de la inanición. Arrancamos raíces con las que subsistimos varios días, pero la situación se tornó desesperada porque no eran nutritivas y el terrible frío reinante hizo que animales y aves buscaran cobijo. Los integrantes de la partida empezaron a mirarse con expresión extraviada y cada uno receló de los otros. Cierto día salí a buscar leña para la hoguera y a mi regreso comprobé que Swan, el más viejo del grupo, había recibido un golpe en la cabeza que le provocó la muerte y que los demás descuartizaban el cadáver para comerlo. Su capital, que ascendía a dos mil dólares, aproximadamente, se dividió entre los restantes miembros de la partida.

"Dicha carne sólo duró unos días y propuse que Miller fuese la siguiente víctima, pues estaba muy entrado en carnes. Le partimos el cráneo con un hacha cuando se agachó a recoger un leño. Humphrey y Noon fueron las siguientes víctimas. Como éramos los únicos que quedábamos, Bell y yo establecimos el solemne pacto de que nos apoyaríamos mutuamente pasara lo que pasase y que, en lugar de hacernos daño, moriríamos de inanición. Un día Bell dijo 'No puedo más' y se lanzó sobre mí como un tigre cebado, al tiempo que intentaba golpearme con el rifle. Esquivé el golpe y lo maté con el hacha. Corté sus carnes en tiras, que llevé conmigo mientras proseguía el viaje. Cuando divisé el fuerte desde la cima de la colina, arrojé las tiras que me quedaban. Reconozco que lo hice a regañadientes, pues me había aficionado a la carne humana, sobre todo a la que rodea el pecho."

Después de desgranar este tétrico relato, Packer accedió a guiar un pelotón comandado por H. Lauter hasta los restos de los asesinados. Los condujo hasta algunas montañas altas e inaccesibles y, como sostuvo que estaba perdido, decidieron interrumpir la búsqueda y reemprenderla al día siguiente. Esa noche Packer y Lauter durmieron uno al lado del otro. Durante la noche Packer atacó a Lauter con el propósito de matarlo y escapar, pero fue reducido y atado, y cuando el pelotón llegó al fuerte lo pusieron bajo la custodia del sheriff.

A principios de junio de aquel mismo año, el pintor Reynolds —de Peoria, Illinois— dibujaba a orillas del lago Christoval cuando en un bosquecillo de abetos encontró los restos de los cinco hombres. Cuatro cadáveres yacían en fila y el quinto, decapitado, apareció a poca distancia. Los cuerpos de Bell, Swan, Humphrey y Noon presentaban heridas de bala en la nuca y cuando hallaron la cabeza de Miller comprobaron que estaba aplastada, evidentemente por haber recibido un golpe con el rifle, que apareció a poca distancia y cuya culata estaba separada del cañón.

El aspecto de los cadáveres demostraba claramente que Packer no sólo era culpable de asesinato, sino de canibalismo. Probablemente dijo la verdad cuando declaró que prefería el pecho humano, ya que en cada caso había separado todo el pecho de las costillas. Se descubrió un sendero trillado entre los cadáveres y una cabaña cercana, donde se encontraron mantas y otras pertenencias de las víctimas. Todo apuntaba a que, una vez cometidos los crímenes, Packer vivió muchos días en la cabaña y realizó viajes frecuentes hasta el sitio donde estaban los cadáveres a fin de abastecerse de carne humana.

A partir de estos descubrimientos el sheriff obtuvo mandatos judiciales que acusaban a Packer de cinco asesinatos, pero en su ausencia el prisionero escapó. No volvió a saberse nada de Packer hasta el 29 de enero de 1883 —nueve años más tarde—, fecha en la que el general Adams recibió una carta de Cheyenne, Wyoming, en la que un explorador de Salt Lake le comunicaba que había visto a Packer en esa población. El informante añadía que el fugitivo se hacía llamar John Schwartze y que se sospechaba que estaba conchabado en operaciones con una pandilla de forajidos. Se emprendió una investigación y el 12 de marzo de 1883 el sheriff Sharpless, del distrito de Laramie, detuvo a Packer. El 17 del mismo mes y año el sheriff Smith, del distrito de Hinsdale, trasladó al prisionero a Lake City, Colorado.

El juicio por el asesinato de Israel Swan, perpetrado el primero de marzo de 1874 en el distrito de Hinsdale, comenzó el 3 de abril de 1883. Se demostró que, con excepción de Packer, todos los miembros de la partida tenían mucho dinero. El acusado reiteró los términos de su declaración anterior, en la que sostenía que sólo había matado a Bell y en defensa propia. El 13 de abril el jurado lo declaró culpable y lo condenó a la pena capital. A Packer le concedieron un aplazamiento de la ejecución e inmediatamente apeló al Tribunal Supremo. En el ínterin fue trasladado a la cárcel de Gunnison para protegerlo de la violencia popular.

En octubre de 1885 el Tribunal Supremo le concedió la celebración de un nuevo juicio y se decidió procesarlo por cinco acusaciones de homicidio involuntario. Lo declararon culpable de cada acusación y fue condenado a ocho años por cada crimen, lo que daba un total de cuarenta años. El primero de enero de 1901 lo indultaron y murió en un rancho cercano a Denver el 24 de abril de 1907.»

Mientras Gilbert leía me preparé una copa. Dorothy dejó de bailar y se acercó a mí.

—¿Te cae bien? —preguntó y señaló a Quinn con la cabeza.

—Es un tío simpático.

—Tal vez, pero puede resultar espantosamente aburrido. No me has preguntado dónde me quedé anoche. ¿Te trae sin cuidado?

—No es de mi incumbencia.

—De todos modos, averigüé algo que puede interesarte.

—¿De qué se trata?

—Dormí en casa de tía Alice. Le falta algún tornillo, pero es un encanto. Me dijo que recibió una carta de papá en la que le aconseja que se cuide de mamá.

—¿Qué consejo le dio? ¿Qué dice la carta?

—No la leí. Hace años que tía Alice está enfadada con papá y la rompió. Dice que papá se ha vuelto comunista, está convencida de que los comunistas se cargaron a Julia Wolf y asegura que, a la larga, también lo matarán a él. Cree que todo esto se relaciona con un secreto que revelaron.

—¡Por Dios! —exclamé.

—No te enfades conmigo. Sólo te digo lo que tía Alice me contó. Ya te he explicado que está mal del coco.

—¿Te dijo qué otras tonterías incluía la carta?

Dorothy negó con la cabeza.

—No, sólo se refirió a los consejos. Si mal no recuerdo, tía Alice dijo que papá le aconsejó que no confiara en nadie relacionado con mamá, y supongo que nos incluye a todos.

—Procura recordar algo más.

—Pues no hay nada más. Eso es todo lo que me dijo tía Alice.

—¿De dónde procedía la carta? —inquirí.

—Tía Alice no lo sabía, aunque se enteró de que llegó por avión. Dijo que no le interesaba.

—¿Cómo la interpretó? ¿Se tomó en serio los consejos?

—Dijo exactamente que papá era un revolucionario peligroso y que no le interesaba nada que pudiera decirle.

—¿Tú te la tomaste en serio?

Dorothy me miró un largo rato y se humedeció los labios antes de responder:

—Creo que papá...

Gilbert se acercó con el libro en la mano. Por lo visto, la lectura que le proporcioné lo había decepcionado.

—Me parece muy interesante, pero no se trata de un caso patológico, si es que entiende a qué me refiero —cogió de la cintura a su hermana—. Es más bien una elección entre el canibalismo o morir de hambre.

—No lo es, a menos que estés dispuesto a creer a Packer.

—¿De qué habláis? —se interesó Dorothy.

—De algo que aparece en este libro —replicó Gilbert.

—Háblale de la carta que tu tía recibió —pedí a Dorothy.

La muchacha le contó a su hermano el contenido de la misiva. Cuando terminó, Gilbert hizo una mueca de impaciencia.

—¡Qué disparate! En el fondo mamá no es peligrosa. Sólo es un ejemplo de desarrollo atrofiado. La mayoría hemos superado la ética, la moral y esas monsergas. Mamá todavía no ha crecido lo suficiente para acceder a ellas —Gilbert arrugó el entrecejo y se corrigió cavilante—: Podría ser peligrosa, pero se semejaría a un niño que juega con cerillas.

Nora y Quinn bailaban.

—¿Qué opinión te merece tu padre?

Gilbert se encogió de hombros.

—No lo he visto desde que era niño. He desarrollado una teoría, básicamente basada en conjeturas. Me gustaría..., el elemento principal es que me gustaría saber si es impotente.

—Hoy mismo ha intentado quitarse la vida en Allentown.

—¡No es posible! —gritó Dorothy tan agudamente que Quinn y Nora dejaron de bailar. La joven se volvió, acercó el rostro al de su hermano y preguntó imperativamente—: ¿Dónde está Chris?

Gilbert miró a su hermana a la cara, me observó y volvió a ocuparse de ella.

—No seas ridícula —respondió fríamente—. Se ha largado con su amiguita, la Fenton.

Dio la impresión de que Dorothy no le creía.

—Está celosa de Chris a causa de su fijación materna —me explicó Gilbert.

—¿Alguno de vosotros conoce a Víctor Rosewater, el hombre con el que vuestro padre tuvo problemas cuando os conocí?

Dorothy negó con la cabeza y Gilbert repuso:

—No, ¿por qué?

—Se me acaba de ocurrir una idea. Yo tampoco lo he visto en mi vida, pero a juzgar por la descripción que me dieron, con unos pocos cambios podría encajar fácilmente en la persona de Chris Jorgensen.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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