El circo

OWEN Fitzstephan no volvió a dirigirme la palabra. No quiso verme y luego, ya encarcelado, cuando ya no podía evitarlo, cerró la boca y así la mantuvo. Ese súbito odio hacia mí, pues a eso llegaba, surgía, supongo, del momento en que supo que yo lo tomaba por loco. Quería que el resto del mundo, o por lo menos la docena de miembros del jurado que representaban al mundo, creyera que había estado loco (cosa que consiguió hacer creer) pero no quería que yo fuera de esa misma opinión. Como cuerdo que fingiéndose lunático había hecho lo que quería y había escapado al castigo, había embromado al mundo, si es que se podía decir así. Pero si era un chalado ignorante de su locura, aunque fingiera estar loco, entonces la broma era a costa suya, si es que puede decirse así. Y que la broma se la hubiera gastado yo era más de lo que su egocentrismo podía digerir, aunque no es probable que admitiera para sí que estaba, o que podría estar, auténticamente loco. Pensara lo que pensase, no volvió a dirigirme la palabra después de aquella conversación en el hospital en la cual le dije que legalmente podía escapar a la horca. El juicio, cuando unos meses después Fitzstephan estuvo ya en condiciones de presentarse, fue tal cual lo había prometido, un circo, y los periódicos tuvieron sus raciones de escándalo. Se le juzgó en el juzgado del condado por el asesinato de la señora Cotton. Se habían encontrado dos nuevos testigos que le habían visto salir aquella mañana de la parte de atrás de casa de los Cotton, y un tercero que identificó su coche como el que estuvo aparcado cuatro manzanas más allá toda, o al menos la última parte de, la noche anterior. Los fiscales del distrito de la ciudad se mostraron de acuerdo en que semejante prueba incriminaba a Fitzstephan en el caso Cotton. Fitzstephan alegó «eximente de locura» o la expresión legal que correspondiera. Como el asesinato de Cotton había sido el último de sus crímenes, sus abogados podían, y así lo hicieron, alegar como pruebas de su locura todo lo que había hecho en los demás crímenes. Hicieron un trabajo a lo grande, y bien montado, llevando adelante su idea original de que lo mejor para demostrar su locura era probar que había cometido muchos más crímenes que cualquier hombre cuerdo podía cometer. Pues bien, quedó claro que así había sido.

A Alice Dain, su prima, la había conocido en Nueva York cuando ella y Gabrielle, entonces una niña, vivían allí. Gabrielle no pudo corroborarlo: sólo contábamos con la palabra de Fitzstephan, pero bien pudo haber sido así. Contó que habían ocultado su relación a los demás porque no querían que el padre de la chica, a quien estaba buscando Alice, supiera que ella llevaba consigo alguno de los lazos que la unían al peligroso pasado. Fitzstephan dijo que Alice había sido su amante en Nueva York: bien podía haber sido cierto, pero tampoco importaba. Después de que Alice y Gabrielle se fueran a San Francisco, Fitzstephan y la mujer se cartearon de vez en cuando, pero sin propósito definido. Entonces Fitzstephan conoció a los Haldorn. Lo del culto fue idea suya: lo organizó, lo financió y lo llevó a San Francisco aunque mantuvo su relación con la secta en secreto, ya que todos los que le conocían sabían de su escepticismo: haber evidenciado interés habría demostrado que era un fraude. Para él, la secta era una mezcla de juguete y de ingreso seguro: le gustaba influir en la gente, sobre todo de maneras poco claras, y a la gente no parecía gustarle comprar sus libros. Aaronia Haldorn era su amante. Joseph era una marioneta, tanto en la familia como en el Templo.

En San Francisco, Fitzstephan y Alice organizaron el asunto para que él conociera al marido de Alice y a Gabrielle a través de unos amigos comunes. Gabrielle ya era una mujer joven. Sus particularidades físicas, que Fitzstephan interpretó de modo parecido a como lo había hecho Gabrielle, le fascinaron: y probó suerte con ella. Fracasó. Con lo cual decidió poseerla: así era él. Alice era su aliada. Ella lo conocía y odiaba a la chica... así que deseaba que él la consiguiera. Alice le había contado a Fitzstephan la historia familiar. El padre de Gabrielle no sabía en ese momento que a ella se la había obligado a creerse la asesina de su madre. Sabía que Gabrielle le tenía una profunda aversión, pero desconocía los motivos. Creía que lo pasado por él en prisión, y después, le había conferido una dureza que resultaba repelente para una chica como ella que, pese a su auténtica relación familiar, no era más que una persona que lo había conocido hacía poco. Supo la verdad cuando al sorprender a Fitzstephan intentando que Gabrielle entrara en razón (así lo describió él), se había metido en un callejón sin salida entre Alice y Fitzstephan. Leggett empezó a comprender con qué clase de mujer se había casado. A Fitzstephan dejó de invitársele a casa de los Leggett, pero siguió en contacto con Alice y esperó su hora.

Y su hora llegó cuando Upton apareció con su chantaje. Alice acudió a Fitzstephan a pedirle consejo. Se lo dio... puro veneno. La urgió a que se ocupara de Upton ella misma y a que mantuviera sus reclamaciones (así como el conocimiento que del pasado de Leggett tenía Upton) a cubierto de Leggett. Fitzstephan le dijo que por encima de todo debía seguir ocultándole a Leggett lo que sabía de su historia centroamericana y mexicana, que sería un buen modo de tenerle cogido ahora que la odiaba por haberle obligado a creer a Gabrielle que era la asesina de su madre. Fueron ideas de Fitzstephan darle los diamantes a Upton y amañar las pruebas del robo. La pobre Alice nada significaba para él: no le importaba qué pudiera pasarle, con tal de dañar a Leggett y conseguir a Gabrielle. En el primero de sus objetivos tuvo éxito: Alice, guiada por él, destruyó por completo la familia de Leggett y creyó hasta el último momento, cuando Fitzstephan la persiguió escaleras abajo, que él tenía un plan para ponerse ambos a salvo. Su marido no contaba para ella más que ella para Fitzstephan. Por supuesto, Fitzstephan tuvo que matarla para impedir que le descubriera al darse cuenta de que su inteligente plan era, en realidad, una trampa para ella.

Fitzstephan contó que a Leggett lo había matado él mismo. Cuando Gabrielle abandonó la casa después de ver el asesinato de Ruppert, dejó una nota diciendo que se iba para siempre. Aquello ponía punto final al acuerdo en lo que a Leggett se refería: le dijo a Alice que se había acabado, que se iba y que, por iniciativa propia, se ofrecía a escribir una declaración asumiendo la responsabilidad de lo que Alice había hecho. Fitzstephan intentó convencer a Alice de que lo matara ella misma, pero no quiso. Entonces lo hizo él. Deseaba a Gabrielle y no pensaba que un Leggett vivo, por muy fugitivo de la justicia que fuera, le permitiera conseguirla. El éxito de Fitzstephan en deshacerse de Leggett y escapar de la justicia al matar a Alice, lo estimuló. Prosiguió descaradamente con su plan para hacerse con la chica. Unos meses antes, los Haldorn habían conocido a los Leggett y a ella ya le habían tendido el anzuelo. Cuando se escapó de casa, ya Gabrielle había ido con ellos. En esta otra ocasión, los Haldorn la convencieron de que volviera al Templo. Los Haldorn ignoraban lo que planeaba Fitzstephan y lo que les había hecho a los Leggett: creían que la chica era simplemente otra más a la que sacarle dinero. Pero el doctor Riese, buscando a Joseph en el Templo el día que yo fui allí, abrió una puerta que debía haber estado cerrada y vio reunidos a Fitzstephan y a los Haldorn. Aquello era peligroso: a Riese no se le podía mantener en silencio y, una vez establecida la relación de Fitzstephan con el Templo, lo más probable es que su participación en el asunto Leggett saliera a relucir. Fitzstephan tenía dos herramientas a la mano: Joseph y Minnie. Hizo que mataran a Riese. Pero aquello descubrió a Aaronia el auténtico interés que Fitzstephan tenía en Gabrielle. Celosa, Aaronia podía y quería destrozarlo y hacerle dejar a la chica. Fitzstephan convenció a Joseph que ninguno de los dos estaría a salvo del patíbulo mientras Aaronia viviese. Cuando salvé a Aaronia matando a su marido, también salvé a Fitzstephan: Aaronia y Fink debían mantener silencio sobre la muerte de Riese si querían verse libres de la acusación de complicidad en su asesinato. En ese momento Fitzstephan ya había cogido el ritmo. Ya miraba a Gabrielle como de su propiedad, adquirida por las muertes que había ocasionado. A cada muerte, su precio aumentaba, lo mismo que su valor a ojos de Fitzstephan; y cuando Eric se casó con ella y se la llevó, Fitzstephan no dudó: había que matar a Eric.

Casi un año antes, Fitzstephan había buscado un lugar tranquilo en el que pudiera terminar una novela. La señora Fink, la matrona, había recomendado Quesada. Ella era de ese pueblo, y un hijo que tenía de un matrimonio anterior, Harvey Whidden, vivía allí. Fitzstephan fue a Quesada durante un par de meses y se hizo bastante amigo de Whidden. Al haber otro asesinato en perspectiva, Fitzstephan se acordó de Whidden como hombre que, por cierto dinero, podría cometerlo. Cuando Fitzstephan supo que Collinson buscaba un lugar tranquilo en el que su mujer pudiera descansar y recuperarse hasta que se celebrara el juicio de los Haldorn, le sugirió Quesada. Era un lugar tranquilo, seguramente el más tranquilo de toda California. Luego Fitzstephan se le presentó a Whidden con una oferta de mil dólares por matar a Eric. Al principio Whidden se negó, pero tampoco era ninguna lumbrera, y Fitzstephan pudo convencerle de modo que finalmente llegaron a un trato.

Whidden hizo un primer intento el jueves por la noche, asustando a Collinson hasta el punto de que éste me puso un telegrama; Whidden vio el telegrama en telégrafos y creyó que debía acabar cuanto antes para ponerse a salvo. Así que se empapó de whisky, siguió a Collinson el viernes por la noche y lo arrojó por el acantilado. Luego bebió un poco más y vino a San Francisco, teniéndose ya por un tipo absolutamente desesperado. Llamó a su jefe y le dijo:

—Lo he matado con toda facilidad y está más que muerto. Así que ahora quiero mi dinero.

La llamada se la pasaron a Fitzstephan a través de la centralita: él no sabía quién más podía haber oído a Whidden. Decidió jugar sobre seguro. Fingió que no sabía quién llamaba ni de qué hablaba. Creyendo que Fitzstephan le estaba haciendo el doble juego y sabiendo qué andaba buscando el novelista, Whidden decidió raptar a la chica y entregarla no por los mil del principio sino por diez mil dólares. En su borrachera tuvo la suficiente astucia como para disimular su letra cuando escribió la nota para Fitzstephan y como para no firmarla y así asegurarse de que Fitzstephan no podría decirle a la policía quién la había enviado sin explicar asimismo cómo sabía de quién se trataba.

A Fitzstephan las cosas no le iban bien. Cuando recibió la nota de Whidden, decidió jugar su mano con atrevimiento tentando a su suerte, hasta entonces buena. Me contó lo de la llamada y me dio la carta. Lo cual le permitía aparecer por Quesada con un motivo excelente. Pero llegó antes de la hora, la noche antes de reunirse conmigo, y se fue a casa del comisario a preguntarle a la señora Cotton (cuya relación con Whidden ya conocía) dónde podría encontrar a su hombre. Whidden estaba allí, escondiéndose del comisario. Whidden no era ninguna lumbrera y Fitzstephan sabía ser persuasivo cuando quería: Fitzstephan le explicó cómo su llamada le había obligado a fingir que no sabía quién era. Fitzstephan tenía un plan para que Whidden recogiera sus diez mil dólares con toda seguridad... o eso le hizo creer a Whidden.

Así que Whidden regresó a su escondrijo. Fitzstephan se quedó con la señora Cotton. La pobre mujer ya sabía demasiado y no le gustaba nada lo que sabía. Estaba condenada: matar a una persona es el único sistema seguro para que no hable, y a Fitzstephan su reciente experiencia se lo confirmaba. Su experiencia con Leggett le indicaba que si conseguía que ella dejara una declaración en la que algunos puntos oscuros quedaran satisfactoriamente explicados (aunque no fueran la verdad cabal), la situación de Fitzstephan mejoraría bastante. Ella sospechó su intención y no quiso colaborar. Finalmente escribió la declaración que él le dictó, pero no lo hizo hasta primera hora de la mañana. La descripción de Fitzstephan acerca de cómo consiguió la declaración de la Cotton no fue precisamente agradable; pero el hecho es que la consiguió, luego la estranguló y apenas acababa de liquidarla cuando llegó su marido de su cacería nocturna. Fitzstephan escapó por la puerta de atrás (los testigos que lo vieron no aparecieron hasta que la fotografía de Fitzstephan salió en los periódicos y les refrescó la memoria) y se reunió con Vernon y conmigo en el hotel. Vino con nosotros al escondrijo de Whidden bajo Dull Point. Él conocía a Whidden y anticipaba la probable reacción del hombre al verse traicionado por segunda vez. Sabía que ni Corton ni Feeney sentirían tener que matar a Whidden. Fitzstephan creyó que podía confiar en su suerte y en lo que los jugadores denominan «porcentaje de la situación». De fallar, tenía pensado tropezar al caer del bote y disparar accidentalmente contra Whidden con el arma que llevaba. (Recordó lo bien que lo había hecho con la señora Leggett.) Se le podía haber acusado de eso, incluso podía haberse sospechado de él, pero a duras penas se le habría condenado. La suerte le ayudó una vez más. Whidden, viendo a Fitzstephan con nosotros, había montado en cólera y había disparado; y nosotros lo habíamos matado.

Ésa fue la historia con la que aquel loco, creyéndose cuerdo, intentó dejar sentada su locura; y con la cual tuvo éxito. Se retiraron las demás acusaciones. Se lo internó en el manicomio del Estado, en Napa. Un año después se lo absolvió. No creo que los funcionarios del manicomio le creyeran curado: supongo que le pensaron demasiado mutilado como para volver a hacer daño. Según he oído, Aaronia Haldorn se lo llevó a una isla en Pugget Sound. Ella testificó en el juicio, como testigo de la defensa, pero a ella no se le acusó de nada. El intento de matarla por parte de Fitzstephan y de su marido la había liberado, prácticamente hablando, de cualquier otra culpa. A la señora Fink no llegamos a encontrarla nunca.

A Tom Fink le cayeron de cinco a quince años en San Quintín por lo que le había hecho a Fitzstephan. Ninguno de ellos pareció culpar al otro y todos intentaron encubrir a los demás desde el estrado de los testigos. El motivo aducido por Fink para arrojar la bomba fue el de vengar la muerte de su hijastro, pero nadie se lo tragó. Lo que había intentado había sido controlar a Fitzstephan antes de que las actividades de éste levantaran la liebre. Una vez libre, y al verse seguido, Fink había visto en aquel seguimiento un motivo tanto de preocupación como de seguridad. Aquella noche sí había dado esquinazo a Mickey y había ido a buscar los materiales para fabricar la bomba, volviendo después y trabajando toda la noche en su preparación. Las noticias que quería transmitirme daban razón de su presencia en Quesada. La bomba no era grande (la cubierta exterior era una jabonera de aluminio envuelta en papel blanco) y ni él ni Fitzstephan tuvieron dificultad en pasársela cuando se dieron la mano. Fitzstephan creyó que era algo que le mandaba Aaronia, algo que justificara el riesgo de hacer el envío. No hubiera podido rechazarla sin haber llamado mi atención, sin descubrir así la relación que había entre él y Fink. La escondió hasta que nosotros salimos y entonces la abrió... para despertarse en el hospital. Tom Fink se había creído a salvo, ya que Mickey testificaría que lo había seguido desde el momento en que salió de la cárcel y yo daría cuenta de sus movimientos en el escenario de la explosión.

Fitzstephan dijo que no creía que el relato de Alice Leggett acerca de la muerte de su hermana fuera la verdad, y sí que creía que ella, Alice, había sido la auténtica asesina y había mentido para dañar a Gabrielle. Todo el mundo dio por hecho que Fitzstephan estaba en lo cierto, todos, incluso Gabrielle, aunque no aportara ninguna prueba que apoyara lo que, después de todo, no era más que una suposición suya. Yo estuve tentado de pedir al corresponsal de nuestra agencia en París que desenterrara lo que pudiera de aquel asunto, pero desistí. No era asunto de nadie más que de Gabrielle, y ella ya parecía satisfecha con todo lo que se había desenterrado. Ahora estaba en manos de los Collinson. Había acudido a Quesada en cuanto los periódicos habían acusado a Fitzstephan del asesinato de Eric. Los Collinson no tenían por qué ser descarados... y admitir que la habían creído culpable de todo. Cuando Andrews cedió sus papeles de albacea testamentario y se hubo designado otro, Walter Fielding, los Collinson se limitaron a recogerla, tal como les asistía su derecho en tanto que parientes más próximos, en el lugar donde Andrews la había dejado.

Dos meses en la montaña terminaron de curarla y regresó a la ciudad con un aspecto que no revelaba nada de toda su vida pasada. La diferencia no estaba sólo en su aspecto.

—Todavía no logro convencerme de que todo eso me haya pasado a mí —me dijo a mediodía, un día del juicio en que ella, Laurence Collinson y yo almorzamos juntos entre sesión y sesión—. ¿Cree que es porque han sido tantas cosas y que me he endurecido?

—No. Recuerda que la mayor parte del tiempo ibas por ahí drogada. Eso te evitó lo peor. Suerte que tuviste. Ahora mantente alejada de la morfina y así todo seguirá siendo una especie de sueño nebuloso. Y cuando quieras que vuelva vivido y nítido, te tomas una dosis.

—No, no, nunca —dijo—, ni siquiera para darle a usted el placer de... maltratarme otra vez mientras me cura. Se lo pasó estupendamente —le dijo a Laurence Collinson—. Me insultaba, me ridiculizaba, me amenazaba con las cosas más espantosas y luego, además, creo que intentó seducirme. Y si a veces soy maleducada, Laurence, la culpa es suya: no es que su influencia haya sido muy refinada.

Parecía haberse recuperado mucho.

Laurence Collinson rió con nosotros, pero no abiertamente. Tuve la impresión de que, efectivamente, creía que yo no había ejercido sobre ella una influencia muy refinada.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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