CINCO
MEDIA hora más tarde, Ned Beaumont llamaba a la puerta de la habitación 734 del hotel en que se hospedaba. Poco después la resacosa voz de Jack preguntó desde el otro lado:
—¿Quién es?
—Beaumont.
—Ah, en seguida salgo —respondió Jack sin entusiasmo.
Jack abrió la puerta y encendió las luces. Llevaba un pijama de topos verdes y estaba descalzo. Tenía los ojos apagados y el rostro arrebolado por la somnolencia. Bostezó, asintió con la cabeza y volvió a meterse en la cama, donde se tendió boca arriba y contempló el techo. Sin demasiado interés preguntó:
—¿Cómo te encuentras esta mañana?
Ned Beaumont había cerrado la puerta. Permaneció entre ésta y la cama y miró hoscamente al hombre tumbado.
—¿Qué ocurrió después de mi partida? —quiso saber Beaumont.
—Nada —Jack volvió a bostezar—. ¿Me estás preguntando qué hice? —No esperó a que Ned respondiera—. Salí y monté guardia en la acera de enfrente hasta que Despain, la chica y el tío que te pegó se fueron. Fueron al edificio Buckman de la calle Cuarenta y ocho, que es donde tiene su guarida Despain, en el apartamento 938, a nombre de Barton Dewey. Estuve hasta las tres y luego me largué. Todos seguían en el piso, a no ser que me engañaran —inclinó ligeramente la cabeza para señalar un rincón de la habitación—. En esa silla está tu chambergo. Me pareció mejor guardártelo.
Ned Beaumont se acercó a la silla y recogió el sombrero que no era de su talla. Guardó el gorro arrugado y oscuro en el bolsillo del abrigo y se caló el sombrero.
—Si quieres entonarte, sobre la mesa hay una botella de ginebra.
—Gracias, pero no me apetece —replicó Ned Beaumont—. ¿Tienes un revólver?
Jack dejó de mirar el techo. Se sentó en la cama, se desperezó, bostezó por tercera vez e inquirió:
—¿Qué te propones? —su tono sólo transmitía ligera curiosidad.
—Visitar a Despain.
Jack había levantado las rodillas, había cruzado las manos en torno a éstas, estaba con el cuerpo ligeramente echado hacia adelante y tenía la mirada clavada en los pies de la cama.
—No creo que debas hacerlo de inmediato —dijo pausadamente.
—Tengo que hacerlo en seguida —replicó Ned Beaumont.
Su tono de voz alertó a Jack que lo miró con atención. El rostro de Ned Beaumont había adquirido un mórbido tono gris macilento. Tenía turbia la mirada, los párpados enrojecidos y sus ojos no estaban lo bastante abiertos como para que se viera el blanco de los globos. Sus labios estaban resecos y más gruesos que de costumbre.
—¿Has pasado la noche en vela? —preguntó Jack.
—He dormido un rato.
—¿Has dormido la mona?
—Sí. ¿Tienes o no un revólver?
Jack sacó las piernas de debajo de las mantas y apoyó los pies en el suelo.
—¿Por qué no duermes antes? Luego les daremos caza. Ahora no estás en condiciones.
—Iré ahora —insistió Ned Beaumont.
—Haz lo que quieras, pero estás cometiendo un error. Sabes perfectamente que no son unos críos a los que puedas enfrentarte medio tembleque. Van a por todas.
—¿Dónde está el revólver? —preguntó Ned Beaumont.
Jack se levantó y empezó a desabrocharse la chaqueta del pijama.
—Dame el revólver y vuelve a la cama, que yo me largo —dijo Ned Beaumont.
Jack volvió a abrochar el botón que acababa de desabotonar y se metió en la cama.
—El revólver está en el primer cajón del escritorio. Si te interesa, también hay balas sueltas.
Jack se tumbó de lado y cerró los ojos.
Ned Beaumont buscó el arma y la guardó en el bolsillo.
—Hasta pronto —dijo, apagó las luces y salió.