El diván del Belvedere

EL día que se iniciaba había reducido la noche a una neblina fina cuando Spade se incorporó. A su lado, la suave respiración de Brigid O'Shaughnessy tenía la regularidad del sueño profundo. Spade no hizo ruido al levantarse de la cama, dejar la habitación y cerrar la puerta. Se vistió en el cuarto de baño. Examinando luego la ropa de la chica dormida, cogió una llave plana de bronce que ella tenía en el abrigo y salió.

Fue al Coronet, entrando en el edificio y en el apartamento de la chica con la llave. Para cualquier observador, en su entrada no había nada de furtivo: entró atrevida, directamente. Para un oyente resultó casi imperceptible: hizo el mínimo ruido posible.

Una vez en el apartamento de la chica, encendió todas las luces y lo registró de punta a cabo. Sus ojos y sus dedos gruesos se movían sin prisa aparente pero sin entretenerse ni volver atrás, avanzando centímetro a centímetro, tanteando, escrutando, comprobando con certeza de experto. Cerrados o no con llave, cajones, alacenas, armarios, cajas, bolsas, maletas, fueron abiertos y sus contenidos sometidos al examen de ojos y dedos. La ropa, pieza a pieza, fue tanteada por manos que buscaban bultos que delataran algo, mientras las orejas estaban atentas al crujido de papel entre los dedos que apretaban. Deshizo la cama, miró bajo las alfombras y en los fondos de los muebles. Bajó las persianas para comprobar que enrolladas en ellas no se había ocultado nada. Se asomó por las ventanas para comprobar que no había nada colgando por fuera. Con un tenedor pinchó las polveras y los tarros de crema que había en el tocador. Miró a contraluz los atomizadores y los frascos. Examinó los platos, las cazuelas, la comida, las tarteras. Vació el cubo de basura sobre unas hojas extendidas de papel de periódico. Quitó la tapa de la cisterna del retrete, la vació y observó su interior. Repasó y comprobó las cubiertas metálicas de los sumideros de la bañera, del lavabo, del retrete, de la lavadora.

No encontró el pájaro negro. No encontró nada que pareciera tener relación con un pájaro negro. El único papel escrito que encontró fue un recibo de hacía una semana del alquiler mensual del apartamento, pagado por Brigid O'Shaughnessy. Lo único que encontró, y que le interesó lo suficiente como para demorar su búsqueda dedicándole un poco de atención, fue un par de puñados de joyas bastante buenas, metidas en una caja polícroma en un cajón del tocador cerrado con llave.

Cuando terminó, se preparó un café. Luego quitó el cerrojo de la ventana de la cocina, raspó el borde de la cerradura con la navaja, abrió la ventana (que daba sobre una escalera de incendios), recogió sombrero y abrigo del sofá del salón y salió del apartamento por donde había entrado.

De vuelta a casa, se detuvo en una tienda que en ese momento abría un tendero de ojos saltones, temblón y regordete, y compró naranjas, huevos, panecillos, mantequilla y nata.

Spade entró silenciosamente en su apartamento, pero antes de haber cerrado la puerta del descansillo, Brigid O'Shaughnessy gritó:

—¿Quién anda ahí?

—El joven Spade con el desayuno.

—¡Ah, me has asustado!

La puerta de la habitación, que él había dejado cerrada, estaba abierta. La chica estaba sentada en un lado de la cama, trémula, con la mano derecha fuera de la vista, bajo la almohada.

Spade dejó los paquetes en la mesa de la cocina y entró en el dormitorio. Se sentó en la cama, al lado de la chica, le besó el hombro suave y dijo:

—Quería saber si ese chico seguía de guardia y comprar algo para el desayuno.

—¿Está?

—No.

Ella suspiró y se recostó en él.

—Me desperté y no estabas y oí que entraba alguien. Estaba horrorizada.

Con los dedos, Spade le apartó de la cara el cabello rojo y dijo:

—Perdona, cariño. Pensé que seguirías dormida. ¿Te has pasado la noche con esa pistola debajo de la almohada?

—No, ya sabes que no. Cuando me asusté me levanté de un salto a cogerla.

Spade preparó el desayuno (y volvió a dejar la llave plana de bronce en el bolsillo del abrigo) mientras ella se bañaba y se vestía.

Salió del cuarto de baño silbando En Cuba.

—¿Voy haciendo la cama? —preguntó.

—Sería estupendo. A los huevos les quedan dos minutos.

El desayuno ya estaba en la mesa cuando ella volvió a la cocina. Se sentaron como la noche anterior y comieron de buena gana.

—¿Y qué hay del pájaro? —sugirió Spade repentinamente mientras comían.

Ella dejó el tenedor y le miró. Frunció el ceño y apretó los labios.

—No me puedes pedir que hable de esas cosas precisamente hoy, precisamente esta mañana —protestó—. No quiero y no voy a hablar.

—Eres una fresca más terca que una mula —dijo él con tristeza mientras le metía un trozo de panecillo en la boca.

El joven que había seguido a Spade no estaba a la vista cuando él y Brigid O'Shaughnessy cruzaron la acera para montarse en el taxi que les esperaba. Tampoco siguió nadie al taxi. No se veía ni al joven ni a ningún otro paseante en las proximidades del Coronet cuando el taxi llegó allí.

Brigid O'Shaughnessy no dejó subir a Spade.

—Ya está suficientemente mal llegar a estas horas de la mañana en traje de noche, como para venir además en compañía. Espero no encontrarme a nadie.

—¿Cenamos esta noche?

—Sí.

Se besaron. Ella entró en el edificio Coronet. Él le dijo al taxista:

—Hotel Belvedere.

Cuando llegó al Belvedere vio al joven que le había seguido, sentado en el vestíbulo en un diván desde el que podían verse los ascensores. Aparentemente, el joven leía un periódico.

Spade averiguó en recepción que Cairo no estaba. Frunció el ceño y se pellizcó el labio inferior. En los ojos empezaron a danzarle puntitos amarillos.

—Gracias —dijo con suavidad al recepcionista; y se dio la vuelta.

Sin apresurarse, atravesó el vestíbulo hasta el diván desde el que se veían los ascensores y se sentó al lado, a no más de un palmo, del joven que aparentaba leer el periódico.

El joven no levantó la vista del periódico. Visto desde tan corta distancia, parecía desde luego tener menos de veinte años. Era de facciones pequeñas, a tono con su estatura, y regulares. Tenía la piel muy clara. La blancura de sus mejillas estaba tan enturbiaba por el vello como por el rubor de la sangre. La ropa que llevaba no era nueva ni de especial calidad, pero su corte, y la manera de llevarla, denotaban una pulcritud dura y masculina.

Spade preguntó de pasada:

—¿Dónde está? —mientras vertía un poco de tabaco en un papel pardo curvado al efecto.

El chico bajó el periódico y miró a su alrededor, moviéndose con estudiada lentitud, como si naturalmente sus movimientos fueran más ágiles. Fijó la mirada en el pecho de Spade, una mirada de ojillos avellana bajo pestañas algo largas y rizadas. Y dijo, con voz igual de inexpresiva, estudiada y fría que sus facciones juveniles:

—¿Qué?

—¿Dónde está? —Spade seguía atareado liando su cigarrillo.

—¿Quién?

—El hada.

Los ojillos avellana subieron del pecho de Spade al nudo de su corbata marrón.

—¿Qué te crees que estás haciendo, macho? —preguntó el chico—. ¿Tomarme el pelo?

—Ya te lo diré cuando corresponda —Spade chupó el cigarrillo y sonrió afablemente al chico—. De Nueva York, ¿eh?

El chico siguió mirando fijamente la corbata de Spade y no dijo nada. Spade asintió como si el chico hubiera respondido afirmativamente y preguntó:

—¿Te han largado de allí?

El chico miró un instante más la corbata de Spade; luego levantó el periódico y volvió a concentrarse en él.

—Largo —dijo hablando de costadillo.

Spade prendió su cigarrillo, se recostó confortablemente en el diván y dijo con claridad bienhumorada:

—Ya me responderás antes de que todo esto acabe, hijito. Tú o algún otro. Puedes decirle a G que lo he dicho yo.

El chico bajó rápidamente el periódico y se encaró con Spade, mirándole fijamente la corbata con fríos ojos avellana. Apoyaba las pequeñas manos, planas, sobre la barriga.

—Usted siga pidiendo, que terminará por encontrarlo —dijo—, y una buena ración —hablaba en voz baja, monótona y amenazante—. Le he dicho que largo. Largo.

Spade esperó a que un hombre rechoncho y con gafas y una chica rubia de piernas finas pasaran a su lado. Luego soltó una risita y dijo:

—Eso vale para la Séptima Avenida. Pero no estás en territorio mafioso. Estás en mi pueblo —aspiró el humo y lo exhaló en forma de nube larga y pálida—. Venga, ¿dónde está?

El chico dijo cuatro palabras: una preposición, el infinitivo «tomar», otra preposición y una última palabra referente a la anatomía humana.

—La gente termina perdiendo los dientes por hablar así —la voz de Spade seguía siendo amable aunque el rostro se le había puesto pétreo—. Si quieres seguir por aquí, sé educado.

El chico repitió las cuatro palabras.

Spade soltó el cigarrillo en un jarrón alto de piedra que había junto al diván y levantando una mano llamó la atención de un hombre que llevaba unos minutos de pie junto a un extremo del mostrador del estanco. El hombre asintió y se les acercó. Era un hombre de mediana edad y de mediana estatura, de rostro redondo y cetrino, de complexión maciza, bien vestido con traje oscuro.

—Hola, Sam —dijo al acercarse.

—Hola, Luke.

Se dieron la mano y Luke dijo:

—Vaya, qué mala pata lo de Miles.

—Ajá, un mal paso —Spade hizo un movimiento con la cabeza señalando al chico que tenía junto a él en el diván—. ¿A qué viene dejar a estos pistoleros de tres al cuarto que esperen en el vestíbulo, venga a lucir la herramienta por debajo de la ropa?

—¿Ah, sí? —Luke examinó al chico con ojos pardos de experto en un rostro que súbitamente se había endurecido—. ¿Qué estás buscando? —preguntó.

El chico se puso en pie. Spade se puso en pie. El chico miró a los dos hombres, a la altura de sus corbatas (la de Luke era negra), paseando la mirada de uno a otro. Ante ellos, el chico parecía un colegial.

Luke dijo:

—Bueno, pues si no quieres nada, lárgate y no vuelvas.

El chico repuso:

—No os olvidaré, chicos —y salió.

Le observaron marcharse. Spade se quitó el sombrero y se secó la frente húmeda con un pañuelo.

El detective del hotel le preguntó:

—¿De qué se trata?

—Que me aspen si lo sé —replicó Spade—. Lo único es que le he cazado. ¿Sabes algo de Joel Cairo... de la seis treinta y cinco?

—¡Ah, ése! —el detective del hotel sonrió con picardía.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Cuatro días. Éste es el quinto.

—¿Qué sabes de él?

—Regístrame, Sam. Lo único que tengo contra él es su aspecto.

—¿Sabes si ha pasado la noche aquí?

—Intentaré averiguarlo —prometió el detective del hotel, y se fue. Spade volvió a sentarse en el diván hasta que regresó—. No —le informó Luke—, no ha dormido en su habitación. ¿Qué ocurre?

—Nada.

—Venga, hombre. Ya sabes que tendré el pico cerrado, pero si hay algo malo deberíamos saberlo para poder cobrar la cuenta.

—No hay nada de eso —le aseguró Spade—. En realidad, le estoy haciendo un trabajito. Te lo diría, si hubiera algo.

—Más te vale. ¿Quieres que le eche un ojo?

—Gracias, Luke. No estaría mal. Hoy en día hay que saber lo más posible del tipo que te contrata.

El reloj que había sobre el ascensor marcaba las once y veintiuno cuando Joel Cairo entró en el hotel. Llevaba la frente vendada. Su ropa tenía el aspecto ajado de las muchas horas pasadas sin quitársela. Tenía el rostro terroso, la boca y los párpados colgantes.

Spade se reunió con él delante del mostrador de recepción.

—Buenos días —dijo Spade con tranquilidad.

Cairo irguió su cuerpo cansado y sus facciones se tensaron.

—Buenos días —respondió sin entusiasmo.

Hubo una pausa.

Spade le dijo:

—Vamos a algún sitio donde poder charlar.

Cairo levantó la barbilla:

—Perdóneme, por favor —dijo—. Nuestras conversaciones privadas no han sido como para que me sienta ansioso por reanudarlas. Perdóneme que le hable con franqueza, pero es la pura verdad.

—¿Se refiere a lo de anoche? —Spade hizo un gesto de impaciencia con manos y cabeza—. ¿Y qué demonios podía hacer yo? Creí que se daría cuenta. Si se pone a pelearse con ella o deja que ella se pelee con usted, tengo que ponerme de parte de ella. No tengo ni idea de dónde está esa mierda de pájaro. Usted tampoco. Pero ella sí. ¿Y cómo demonios vamos a conseguirlo si no jugamos a su juego?

Cairo vaciló y dijo dubitativo:

—Debo decir que usted siempre tiene lista una explicación adecuada.

Spade frunció el ceño.

—¿Qué quiere que haga? ¿Aprender a tartamudear? Venga, podemos hablar aquí —y le condujo hacia el diván. Una vez sentados, le preguntó—: ¿Dundy le llevó a la comisaría?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo le ha interrogado?

—Hasta hace muy poco y muy en contra de mi voluntad —en el rostro de Cairo se mezclaban el dolor y la indignación—. Y naturalmente llevaré el asunto, con un abogado, al Consulado general de Grecia.

—Adelante, ya verá lo que saca. ¿Qué le sacó la policía?

En la sonrisa de Cairo había un remilgo de satisfacción.

—Ni una sola cosa. Me aferré a la idea que usted había marcado antes en su residencia —la sonrisa se le desvaneció—. Aunque ciertamente habría deseado que hubiera concebido un relato más razonable. Me sentí decididamente ridículo, contándolo una y otra vez.

Spade sonrió burlón.

—Claro —dijo—, pero valía precisamente porque era un cuento estúpido. ¿Seguro que no les proporcionó nada?

—Señor Spade, puede usted confiar en que no lo hice.

Spade tamborileó los dedos sobre el trozo de asiento de cuero que quedaba libre entre ambos.

—Volverá a saber de Dundy. Siga dándole largas y no le pasará nada. No se preocupe de que el cuento sea una memez: con uno más sensato habríamos acabado todos al fresco —se levantó—. Querrá dormir si ha pasado a pelo una noche con la policía. Hasta luego.

Cuando Spade entró en su oficina, Effie Perine hablaba por teléfono y decía en ese momento: «No, todavía no.» Se volvió a mirarle y sus labios formaron una muda palabra: «Iva.» Él negó con la cabeza.

—Sí, le diré que te llame en cuanto llegue —dijo en voz alta y luego colgó—. Es la tercera vez que llama —informó a Spade.

La respuesta de éste fue un gruñido de impaciencia.

La chica hizo un movimiento con los ojos para señalar el despacho interior.

—Tu señorita O'Shaughnessy está aquí. Lleva desde poco después de las nueve.

Spade asintió como si ya se lo esperara y preguntó:

—¿Qué más?

—Ha llamado el sargento Polhaus. No dejó ningún recado.

—Llámamelo.

—Y ha llamado G.

Brillaron los ojos de Spade. Preguntó:

—¿Quién?

—G. Eso es lo que dijo —ella tenía un aire de indiferencia personal que resultaba perfecto—. Cuando le dije que no estabas, me dijo: «Dígale por favor, cuando llegue, que ha llamado G, que ha recibido su mensaje y que volverá a llamar.»

Spade juntó los labios como si estuviera saboreando algo que le gustara.

—Gracias, encanto —dijo—. Mira a ver si puedes localizar a Tom Polhaus. —Abrió la puerta de la otra oficina y entró en su despacho, volviendo a cerrar la puerta.

Brigid O'Shaughnessy, con el mismo vestido de su primera visita a la oficina, se levantó de la silla que había al lado del escritorio y se le acercó rápidamente.

—Alguien ha entrado en mi apartamento —exclamó—. Está todo revuelto, todo por ahí tirado.

Él aparentó una sorpresa moderada.

—¿Se han llevado algo?

—No lo creo. No lo sé. Me dio miedo quedarme. Me cambié lo más rápidamente que pude y me vine aquí. ¡Ah, ese chico debe haberte seguido!

Spade meneó la cabeza.

—No, encanto —se sacó del bolsillo la primera edición de un periódico de la tarde, lo abrió y le mostró un cuarto de columna con el titular GRITO AHUYENTA A LADRÓN.

Una joven llamada Carolin Beale, que vivía sola en un apartamento de Sutter Street, se había despertado a las cuatro de la mañana con el ruido de alguien que andaba en su dormitorio. Había chillado. El visitante había huido. Otras dos mujeres que vivían solas en el mismo edificio habían descubierto, unas horas más tarde, señales de que el ladrón había visitado sus domicilios. De ninguno de los tres se había llevado nada.

—Ahí fue donde me lo quité de encima —explicó Spade—. Entré en ese edificio y me escurrí por la parte de atrás. Por eso son las tres que viven solas. Registró los apartamentos que aparecían en el registro del vestíbulo a nombre de mujeres, pensando que una de ellas podías ser tú bajo otro nombre.

—Pero si estaba vigilando tu casa cuando nosotros estábamos allí —objetó ella.

Spade se encogió de hombros.

—No hay motivo para pensar que trabaje solo. O a lo mejor se fue a Sutter Street cuando empezó a pensar que te ibas a quedar toda la noche conmigo. Hay un montón de suposiciones, pero desde luego yo no le conduje al Coronet.

Ella no se mostró satisfecha.

—Pues lo encontró, o a lo mejor fue otro.

—Claro —fijó la mirada en los pies de Brigid, con el ceño fruncido—. Me pregunto si pudo haber sido Cairo. No ha estado en su hotel en toda la noche, ha llegado hace unos pocos minutos. Me dijo que la policía le había sometido a interrogatorio durante toda la noche. No sé qué pensar —se dio la vuelta, abrió la puerta y le dijo a Effie Perine—: ¿Ya has localizado a Tom?

—No está. Volveré a llamar dentro de un rato.

—Gracias —Spade cerró la puerta y se encaró con Brigid O'Shaughnessy. Ella le miró con ojos empañados.

—¿Has ido a ver a Joe esta mañana? —le preguntó.

—Sí.

Vaciló.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? —sonrió—. Porque, amor mío, tengo que mantener el contacto con todos los cabos sueltos de este vertiginoso asunto si es que quiero verle un sentido —le pasó un brazo por los hombros y la condujo hasta su sillón giratorio. Le besó levemente la punta de la nariz y la hizo sentarse en el sillón. Él se sentó en el escritorio, frente a ella—. Ahora habrá que encontrarte una nueva casa, ¿no?

Ella asintió con vehemencia.

—No quiero volver allí.

Spade dio unas palmaditas sobre el escritorio y puso cara pensativa.

—Creo que ya lo tengo —dijo de repente—. Espera un minuto. —Y se fue al otro despacho, cerrando la puerta tras él.

Effie Perine cogió el teléfono y dijo:

—Voy a intentarlo otra vez.

—Luego. ¿Tu intuición femenina te sigue diciendo que ésta es una doncella inocente?

Ella le miró incisivamente.

—Sigo creyendo que, se haya metido en lo que se haya metido, es buena chica, si es eso lo que preguntas.

—Eso es lo que pregunto —dijo—. ¿Te sientes con fuerzas de echarle una mano?

—¿Cómo?

—¿Puedes alojarla unos pocos días?

—¿Quieres decir en mi casa?

—Sí. Le han registrado el apartamento. Es la segunda vez que le pasa en esta semana. Sería mejor para ella que no estuviera sola; sería de gran ayuda si tú pudieras alojarla.

Effie Perine se echó hacia adelante y preguntó con seriedad:

—Sam, ¿de verdad está en peligro?

—Yo creo que sí.

Effie se rascó el labio con una uña.

—Eso asustaría a mamá como si fuera el fin del mundo. Tendré que contarle que es una testigo sorpresa o alguna cosa así que estás ocultando hasta el último momento.

—Eres un encanto —dijo Spade—. Será mejor que te la lleves ahora. Voy a pedirle la llave para llevarle lo que pueda necesitar de su apartamento. Veamos. No os deben ver salir juntas de aquí. Vete a casa; coge un taxi, pero asegúrate de que no te siguen. No es probable, pero asegúrate. A ella la mandaré dentro de un rato en otro taxi, asegurándome de que no la siguen.

Obras Completas. Tomo I. Novelas
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