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Estamos en invierno de 1980, tengo diez años. Como cada domingo por la tarde, estoy en casa de mi abuela Teresa. Entre aquel encuentro con su padre en la plaza de Cuba del año 1924 y esta escena de ahora hay la elipsis de toda una vida.
En el pasillo hace un frío polar, pero mi abuela y yo nos refugiamos en el comedor, al calor de una estufa de butano. Cuando entro, ella baja el volumen del televisor y se prepara para contarme historias. Soy un público entregado. Teresa Pujolà es la mejor narradora oral que he conocido nunca.
En la pared, el reloj de péndulo nos acompaña con su tictac infatigable.
Del repertorio de historias de mi abuela, me gusta especialmente la del lechero, que me sé de memoria de las veces que la he escuchado. El muchacho pobre, el enamoramiento, la madre déspota, la huida de casa. En su voz todo revive. La narradora se guarda la revelación más importante para el final. Yo sé cuál es, pero disimulo. Si esto fuera una novela, el vuelco llegaría en el último párrafo. «El lechero era tu abuelo». Y Teresa sonríe por el efecto dramático que provoca.
Hace seis años que murió mi abuelo. No tengo de él casi ningún recuerdo, salvo los que Teresa aviva cuando habla. Para eso sirven las historias, para reencontrarnos con lo que no soportamos haber perdido. Por eso escribimos. Por eso estoy aquí.
El mundo ha cambiado, y Teresa no termina de comprenderlo. Los escenarios, las personas, las ciudades, todo ha cambiado.
Salvo el reloj. El reloj aún sigue ahí, marcando el paso del tiempo.