Verano de 1920
El veraneo en Argentona distrae a la familia Pujolà de las desgracias gastronómicas. La estación es pródiga en golosinas que la hacen más agradable y, de todos modos, en verano todo el mundo come menos. A últimos de junio las niñas se despiden del profesor Fort hasta el curso próximo, agradeciéndole con mucha ceremonia las lecciones recibidas. La familia es acomodada, pero no tanto para llevarse el piano de vacaciones, de modo que las lecciones se interrumpen hasta otoño. Queda abierta la posibilidad, que el profesor Fort piensa cultivar, de encontrarse en alguna fiesta de la buena sociedad. Las niñas, con sombrero y zapatos de verano, emprenden el viaje. Al pasar por la plaza de Cuba saludan a las tenderas como si fueran princesas de paseo. Su madre pone más atención en vigilar a Teresa que a las pequeñas. Vestida con colores neutros no parece ella. El muchacho se ha quedado en la ciudad para ayudar a su padre, aunque por ahora sólo logra estorbarle.
En Argentona, madre, hijas y criadas ocupan un palacete decadente que el tintorero alquila desde hace años. Tiene una torre que sirve de mirador, un pozo, una glorieta, un jardín con árboles frutales e incluso un aljibe donde nada un cisne viejo. Parece la escenografía de una obra de Chéjov, el lugar perfecto para los sueños de nobleza de la burguesía industrial. Sólo le falta un Ford en la puerta.
El aburrimiento aquí es mortal para las chicas jóvenes que acaban de prometerse con un opositor a notarías. Teresa se pasa el día en compañía de las beatas del pueblo, va a misa, bebe aguas ferruginosas o picantes, pasea un poco por el bosque, relee capítulos al azar de Philippe Derblay y el resto del tiempo se dedica a observar cómo los mosquitos molestan a sus hermanas. Sólo encuentra un poco de consuelo en la cocina, donde aprovecha para dar alguna lección a la sustituta de Tomasa, una muchacha joven y mentecata que la señora Ramona ha enviado in extremis y que no sirve para nada. Es Rosina, que hasta hace dos días servía como camarera a la viuda. Tiene un escote muy vistoso pero cada vez que se acerca a los fogones es para quemar algo. Es pródiga con la sal y tacaña con el tiempo, de modo que últimamente se lo comen todo crudo y como en salmuera. No sabe limpiar pescado ni sazonar carne. Con la repostería ni lo intenta. Tampoco se distingue por limpia. Desde que ella la ocupa, la cocina parece un gallinero. A saber de dónde sacó la viuda Sust a semejante inutilidad. Más bien parece que les haya enviado a un enemigo. O a una espía.
Teresa trata de enseñar a Rosina a preparar la crema de San José. Así complace a su madre, hace felices a las niñas y mata el tiempo. Comienzan por hacer la compra. Teresa conoce una granja donde crían sus propias gallinas. La visita con Rosina, que carga con el cesto y camina tras ella. Recorren el camino a pie —así ocupan más horas— y de buena mañana, porque a Teresa le gusta observar a los payeses y a las bestias en el campo. Aquí encarga huevos y leche, y de paso habla un rato con todo el que la quiere saludar. Hasta habla por los codos, si la dejan. La canela quería encargársela a los hombres de la casa, que otros años llegaban en la berlina a pasar algún día del fin de semana, pero este año su padre prefiere permanecer en la ciudad, de modo que va Rosina a comprar canela al primer mercado que encuentre. El almidón, en la droguería de la plaza del pueblo. Los limones, del huerto de la casa, donde tienen un limonero de brazos cansados, cargado de frutos.
Los ratos que pasa en la cocina, Teresa siente que los emplea en algo útil. Si no recuerda una receta, piensa que se la pedirá a la vieja cocinera el día que la vuelva a ver. De vez en cuando le pregunta a su madre si sabe dónde está, pero doña Margarita siempre responde que no, y que no pregunte, que no quiere volver a oír hablar de aquella ingrata, y se sacude el recuerdo como quien se sacude unas briznas de paja del vestido.
De vez en cuando llega alguna misiva del novio. Teresa la abre con más curiosidad que urgencia. Siempre descubre que el joven no posee el don del entusiasmo y aún menos el de la lírica:
Espero que al recibir la presente esté usted bien (a Dios gracias) y que goce de un veraneo satisfactorio. Se lo desea con mucho afecto,
CASIMIRO
Teresa pide recetas a todo el que se cruza en su camino: a las señoras que durante las tardes de bochorno salen a la calle a rezar el rosario; a las criadas de casas buenas; a la mujer del dueño de la droguería… incluso al párroco, que le responde que él tiene cosas más importantes que hacer y que pregunte a la sacristana. Poco a poco, y por necesidad, Teresa va aprendiendo. Guiso de pescado —la última moda es llamarlo «zarzuela»—, pollo relleno de codorniz, calamares rellenos de carne de puerco. Cada plato nuevo es ensayado en presencia de Rosina y presentado a la familia como una gesta. Todo el mundo celebra los progresos de la hija mayor. A veces incluso la aplauden. Rosina, sin embargo, es impermeable a cualquier aprendizaje, es como tratar de enseñar a leer a una oveja. De vez en cuando Teresa se disgusta mucho y amenaza con no explicarle nada más, le dice que la próxima vez tendrá que hacerlo ella sola, sin ayuda de ninguna clase, porque ya está hasta la coronilla.
Entonces todo vuelve al principio: crudo, quemado o en salmuera. Y no hay modo.