20 de junio de 1876
Si le preguntaban a Silvestre por qué recorrió un camino tan largo —en total noventa y tres kilómetros, los que separan Olot de Mataró— y tan cargado de familia, él respondía:
—¡Virgen Santa! ¿Y qué tenía que hacer? No los iba a dejar allí, para que se murieran de hambre o de asco. A mí me echaron de casa las miserias de la guerra, después de tanto trabajar. La guerra lo arruina siempre todo. Me llevé a todo el que quiso seguirme. A la hija que me quedaba, Mercedes, la monté en el carro la primera. Mi mujer, claro, siempre protestando, como era ella. Mi hermano Miguel con su mujer, Ana. A él le necesitaba. Era el único que, como yo, conocía el oficio de tintorero. Ella podría hacerle compañía a María Rosa. Domingo no debería haber venido, pero me lo pidió su madre casi de rodillas, cuando ya me iba. En su casa no podían alimentarlo y su padre estaba muy enfermo. Era un sobrino por parte de mi madre, un pedazo de familia con quien apenas tenía trato. Sólo tenía cuatro años, igual que mi Mercedes. Lo subí al carro. Quien desampara a los niños no merece el aire que respira. Puede que estuviera un poco loco. A los Pujolar, el abismo de la locura nos corre por la sangre.
»El último fardo que añadí al equipaje fue el pequeño Pedro, el hijo de ocho meses de mi querido hermano Joaquín. Su madre había muerto hacía poco y su padre jamás volvió de la guerra. Joaquín fue para mí casi un hijo. Yo era diez años mayor que él, mi querido hermano pequeño, mi protegido. Querer a su hijo era un modo de seguir queriéndolo a él. Se había ido al frente a luchar con el bando carlista. Todos sabíamos que estaba muerto en algún desfiladero de alguna montaña cercana, quizás más allá de la línea de Francia. Estaba resignado a no verlo nunca más. Esto es lo que pasa cuando defiendes causas perdidas, decía madre, y todos le dábamos la razón. Madre también dijo:
»—Llévate al hijo de tu hermano. Si por algún milagro vuelve de la guerra, lo enviaré a por él.
»Al muchacho lo coloqué entre la oveja y el saco con las viandas. Mi mujer no cesaba de recordarme que estaba loco. Emprender un camino tan largo con dos criaturas de cuatro años, una que no caminaba, cuatro adultos y un montón de trastos, todos sobre el carro, a quién se le podía ocurrir algo así. “¿No ves que se nos van a morir los niños por el camino? Antes de llegar lo habremos perdido todo”, me asustó.
»La única que murió fue la mula. Muy cerca de nuestro destino, cuando ya habíamos dejado atrás la riera de Argentona. La familia tuvo que terminar el viaje a pie. Los niños pastoreando la oveja. Los mayores, tirando del carro como podíamos. María Rosa vigilaba el saco con la comida para que no se rompiera.
»Perder, no perdimos nada, salvo una cosa. La erre de nuestro apellido. En Olot los míos y yo siempre fuimos Pujolar. En Mataró, a saber por qué motivo, nos transformamos en Pujolà. Alguien debió de transcribirlo mal, o yo me despisté, no puedo recordarlo. Tal vez tampoco es importante. A quién le importa algo tan nimio, tan insignificante. Me resigné al instante. Comencé a firmar con mi nuevo nombre. Con una erre menos seguía siendo yo mismo, más ligero.
»Entramos en la ciudad como un ejército derrotado. Por fortuna, aquí la gente no se asustaba ante nada, iban a lo suyo y habían visto de todo. Nosotros éramos de pueblo, veníamos de lejos, habíamos perdido la mula y la erre pero estábamos sanos y salvos. Aquella noche tuvimos que dormir en el suelo, en la cocina de casa del tintorero Briz, que era quien primero nos habló de Mataró. Estábamos tan cansados que ni siquiera notamos lo duro que estaba el suelo. Antes de cerrar los ojos, María Rosa me dijo:
»—Marido, más vale que tengas suerte porque yo no pienso moverme nunca más.