8 de agosto de 1920

Un domingo de mercado se encuentran en la plaza Gran María la de la lechería y Tomasa, que ahora es cocinera en casa de la familia del doctor Malgà. Se saludan al paso, porque ambas caminan apresuradas y tienen mucho que hacer. Pero ambas continúan su camino pensando en la otra y se regañan a ellas mismas por no permitirse perder unos pocos minutos en una conversación que podría haber aliviado sus almas.

Ninguna de las dos sospecha qué papel tiene en el destino de la otra.

Tomasa se queda con ganas de preguntarle a María qué ha sido de su hijo pequeño, cree que se llama Claudio, que últimamente no viene a traer la leche. Se lo ha preguntado al nuevo repartidor, un hermano mayor, pero éste es tan lacónico en sus respuestas que no ha sacado nada en claro. ¿Acaso está Claudio enfermo? ¿No volverá al reparto?

A María no se le ocurriría ni por un momento contarle sus aflicciones a alguien que no sea el padre Plandolit. Cada vez que le habla de su hijo menor —ella lo llama Titus, porque es el pequeño y porque nació muy tarde—, ella llora y él le dedica unas palabras de consuelo que suenan muy gastadas:

—Resígnese, mujer. Dios le devolverá a su hijo cuando deba hacerlo.

María Salvà no confía mucho en que Dios pueda estar por todo. Por eso trata de ayudarlo un poco. Si supiera tener una confianza con alguien, le gustaría decirle a Tomasa que no es que ella no sepa esperar, es que cada día que pasa es un anillo más en la corteza de su tristeza. Que ya no sabe cómo pedirle a su hijo que vuelva, pero él anda deslumbrado por el fulgor de Barcelona y parece que no la oye.

Por su parte, Tomasa le habría dicho, de haberse atrevido, que Claudio le recuerda la casa que echa de menos todos los días, a pesar de que en la del doctor Malgà la tratan bien y no tiene queja de nada. Si el hijo menor de María volviera a repartir la leche, como es un muchacho hablador, alegre y tiene el don de gustar a la gente, le preguntaría cómo están las niñas y el señor Florián, y de vez en cuando le pediría que le hablara de ellos. Por doña Margarita no le preguntaría. Así se la tragara la tierra de un bocado, ella no la echaría de menos. Con este cambio de dirección último, Tomasa ha aprendido que en la vida hay caminos que jamás vuelven a recorrerse. Se hace mayor.

Tal vez las dos mujeres han hecho bien en no parar. Para confesarse semejante sarta de miserias seguro que podrán encontrar cualquier otro día.

Diamante azul
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