1 de febrero de 1900
—Este hombre no parará hasta que me meta a su hija en casa. Pero no sabe que si él es tozudo, yo lo soy más aún —había dicho Silvestre cien veces hablando de su vecino Antonio Gomis Daviu, a quien no tragaba.
Según el tintorero, las miraditas que Margarita lanzaba a Florián formaban parte de un plan muy bien urdido. En la estrategia había invertido Antonio Gomis grandes esfuerzos, empezando por cambiar de casa cada vez que ellos se trasladaban, de modo que ambos jóvenes, de edades idénticas, habían sido vecinos durante toda su infancia y juventud. Hay que reconocer que algo así no podía ser una casualidad.
Después estaban las salidas estratégicas de la muchacha para ir a misa, los saludos afectados de Gomis, los comentarios sólo en apariencia inocentes de su mujer, todo rematado con las miradas de la chica, ya en edad de merecer, que le dejaban al heredero medio tonto. Desde el primer despertar, Florián se pasó las horas pensando en Margarita, que ya bien jovencita demostró tener un carácter de mil demonios, mezclado con los aires de grandeza que heredó de su padre. Una herencia no muy agradable.
Hace un par de semanas que Margarita Gomis vive tras la ventana. Desde que es el heredero de todo, Florián Pujolà le gusta todavía más. Es un amor sincero, que hunde unas raíces muy profundas en la vida que siempre ha soñado y, aún más allá, en los sueños de sus ancestros, aquellos que lo dejaron todo y salieron en busca de una vida mejor. La mejoría ha tardado un par de generaciones en llegar, pero está asomando la nariz.
Con las miradas ya no basta. Hace falta algo más. Una estrategia, unas maniobras de aproximación diseñadas con astucia. Es difícil con un hombre que sólo sale de casa para ir a trabajar, que no frecuenta bailes ni distracciones ni es de misa. Por fortuna, Antonio Gomis Daviu está dispuesto a todo si de casar a su hija se trata. Incluso a plantarse en casa del joven tintorero y pedirle audiencia a su madrastra, esa Teresa Marqués que posee una mirada demasiado inteligente para ser la de una mujer.
Tomasa prepara una limonada fresca y Teresa Marqués y Antonio Gomis comienzan una extraña entrevista sentados a la mesa del comedor.
—Ha hecho usted muy bien en recibirme, señora —le suelta nada más empezar—. Tenemos asuntos importantes de que hablar, ¿sabe?
—Le escucho.
—Ojalá su marido pudiera acompañarnos.
—Ojalá.
—Bien, iré al grano, con el permiso de usted, porque tengo mucho trabajo. Ya sabe que soy propietario. Y todo sin aprender a leer ni escribir, ¿verdad que tiene mérito?
—Ya lo creo.
—Gracias, señora. Nací con un gran talento para los negocios, ¿sabe? Me gusta que lo perciba usted. La tengo en gran consideración, ¿sabe? Su marido era un ejemplo para mí. ¿Me comprende?
—Lo era para todos.
—Bueno, al grano. Debe usted de saber tan bien como yo, pues tiene ojos en la cara, que mi hija y su hijastro se gustan.
—No tenía noticias —miente ella.
—Pues ya las tiene. Todo el día se otean por la ventana.
—¿En serio?
—Se vigilan, ¿me comprende? Se observan, se avizoran, se atisban. ¿Sabe?
—Lo comprendo, esté tranquilo. Continúe.
—Lo haría, pero no hay modo, ¿sabe? Esto son aguas estancadas.
—¿Aguas estancadas?
—¡Claro! Me pongo nervioso, ¿no ve usted? Porque sólo se observan, se avizoran y se atisban, pero no hacen nada de nada. ¿Me comprende?
—Empiezo a dudarlo.
—Las aguas estancadas sólo sirven para criar mosquitos y pestes. Las aguas deben correr, abrirse camino, buscar el mar. Todas las aguas buscan el mar, ¿sabe?
—Sé.
—Pues ya está. En conclusión: tenemos que ayudarlos. ¿Me comprende?
—Hace rato que no.
—Se lo explico más claro. Las aguas buscan el mar pero las nuestras están estancadas. ¿No cree usted que deberíamos hacer algo?
—¿Qué propone?
—Las aguas estancadas sólo crían mosquitos y pestes. ¿Hasta aquí estamos de acuerdo?
—Diga lo que ha venido a decir, hombre de Dios.
—Pues que los muchachos se otean, se vigilan, se…
—Sí, eso ha quedado claro.
—Todo el santo día, ¿sabe?
—Sí, sí, sí.
—Yo sólo encuentro una solución, ¿me comprende?
—¿Cuál? ¡Diga!
—¡Exacto! —Se levanta, satisfecho—. ¡Ya está dicho, señora! Tengo muchas ocupaciones, ¿sabe? Hoy es el día que visito a mis inquilinos, primero de mes. Voy a cobrar los alquileres, recibo unas buenas rentas, ¿sabe? Y todo lo he hecho solo, sin saber leer ni escribir, ¿no ve usted que tiene mucho mérito? Piense bien en todo esto que le acabo de decir y ya me dirá qué decide.
—No tenga prisa. Los chicos son jóvenes aún, tienen mucho tiempo.
—No soy de la misma opinión, ¿sabe?
—Me lo temía.
—El tiempo también hay que saberlo administrar. Es como las fincas, ¿me comprende? Hágame caso, señora. Yo soy buen administrador, sé de qué le hablo.
Y se va, convencido de algo. Teresa Marqués ahora tiene más motivos para creer que es un imbécil.
Este fracaso estrepitoso del padre lo arregla la hija aquella misma tarde y en sólo tres réplicas. Comienza por tropezar como por casualidad con Florián por la calle. Se lo come con los ojos mientras le pregunta:
—¿Ya sabe si su madrastra ha pensado una respuesta que darle a mi padre? No vivo de la impaciencia.
—Perdone —responde él, que no sabe nada—, ¿una respuesta a qué?
—A la oferta que esta mañana ha recibido de mi familia. Nos afecta a ambos, ¿sabe? Y mucho —lo dice con intención y coqueteando abiertamente.
Estas frases cambian por completo el rumbo de esta historia. Aquella noche, Florián pide explicaciones a Teresa Marqués, que no tiene ninguna que logre convencerlo. Sólo aquello tan repetido, que ya está cansado de escuchar de «esta chica es insufrible» y «no te conviene» y «hazme caso» y «no te precipites» que ya le decía su padre. Florián es el heredero universal, sólo tiene veinte años, y de pronto no soporta que le digan lo que tiene que hacer. No puede tolerar que su madrastra le haya escondido algo tan importante. Se hace el ofendido sin levantar la voz. Esta noche, en lugar de observar los pájaros, se va a casa de sus vecinos a llevar en persona una respuesta a la oferta que es también, vaya cosas, la solución a todos sus males.
La respuesta es afirmativa, eso ya lo sabíamos.