17 de enero de 1924
Anthony The Great, Antao do Deserto, Antoine cel Mare, Anthony of Thebes, Abba Antonius, Antoni Abat, Antoni «el de los burros». Con esta gran variedad se denomina a este santo barbudo nacido en Egipto en el siglo III, famoso por resistir las tentaciones del diablo y por ser muy amigo de un puerco (que a menudo lo acompaña, sobre todo en Occidente). Es patrón de los amputados, los fabricantes de cestos, los carniceros, los enterradores o los que padecen enfermedades de la piel. En esta parte del mundo es costumbre honrarlo dando tres vueltas rituales a algún lugar sagrado cada 17 de enero, que es cuando celebramos su festividad. Una costumbre que puede parecer muy exótica, pero no lo es en absoluto. Hace muchos siglos que la humanidad inventó las vueltas rituales pensando que así conseguiría lo que más desea. Da lo mismo que sean o no en el sentido de las agujas del reloj, sólo son necesarios una circunferencia y un objeto. Los íberos fundaban ciudades dando vueltas, los romanos honraban de esta forma a sus dioses, las murallas de Jericó cayeron después de siete vueltas e incluso los musulmanes de hoy día giran alrededor de una piedra una vez al año.
En Mataró hay dos parroquias y suficientes bestias para contentar a todos. La fiesta de San Antonio Abad es sonada. San José y Santa María compiten por ver quién pone en la calle más jinetes, más músicos o más caballos. La banda municipal, la escuadra de Batidores y la banda del Regimiento de Artillería desfilan por la parroquia veterana. En la de San José lo hace el conjunto barcelonés La Armonía, compuesto por una docena de hombres de uniforme llegados en tren para la ocasión. Las calles están repletas de gente que quiere disfrutar del espectáculo.
La procesión sale de casa del abanderado, quien después del cura y las bestias es el protagonista del día. Allí tiene lugar la bendición de los animales, que para los campesinos de antaño era una tranquilidad que duraba todo el año, como una vacuna. Cesa la música para que el cura pueda concentrarse. Algunos parece que traigan a bendecir a la mujer o al marido. Al terminar, se da la orden de comenzar las vueltas. Serán tres, por un recorrido largo y laberíntico que incluye la calle de Cuba, muy cerca de la tintorería de Florián Pujolà. El epicentro es la parroquia, claro, nuestra piedra negra particular.
No nos sorprenderá saber que existe otro epicentro en el recodo que forma la calle de Cuba al encontrarse con la de Castaños, exactamente donde esperan Teresa y sus hermanas para ver pasar a la comitiva. De pronto, la multitud se vuelve más espesa: llega como una confusión, proveniente de la calle del Molino, el cortejo solemne.
Entonces Teresa mira con atención. En cabeza van tres jinetes muy dignos. El abanderado, en medio. A cada lado, un cordón de bandera. Los tres, endomingados, repeinados, recién afeitados. Son guapos y junto con el caballo forman una bonita estampa. Las muchachas los miran, murmuran, chismorrean.
Al pasar cerca de Teresa, el abanderado tiene un gesto seductor disfrazado de humilde saludo con la mano. Teresa lo saluda, también, con la cabeza. El joven detiene la montura para que ella repare en él y sepa que la ve y que la prefiere a todas las demás. No se puede pasar ante unos ojos de un azul tan extraordinario como éste sin rendirles algún honor. Intercambian cinco palabras. No hacen falta más. A veces cinco palabras sirven de prólogo a toda una vida. Cuando las vueltas se retoman, la hermana mediana, despistada, pregunta.
—¿Quién era ése?
Y Teresa la regaña con el tono en que le dice:
—¿No le has reconocido? Es el chico de la leche, Claudio Torres.
—¿Y qué te ha dicho?
—Eso no te importa.
Podríamos considerar que jinetes, caballos, carros y bestias hoy giran también alrededor de un nuevo lugar sagrado: la esquina donde Claudio Torres y Teresa Pujolà comenzaron a ser algo —muy sutil, muy pequeño todavía— el uno del otro.