13 de enero de 1900

La muerte de Silvestre parte en dos mitades la vida de Florián Pujolà. Aquí comienzan las prisas y las angustias, en la frontera que dibuja con trazo grueso el 13 de enero de 1900. Silvestre, tan moderno, tan amigo de novedades y cambios, ya no podrá ser un hombre del siglo XX. Delega este trabajo en su hijo único, que todavía es muy joven.

Aplastado por la responsabilidad que le ha caído encima, Florián comparece en casa del notario para la apertura del testamento. Lo hace acompañado por Teresa Marqués, nombrada albacea, y bajo la vigilancia ventanera de la vecina, Margarita Gomis, que no encuentra el momento de intervenir en la vida del nuevo heredero.

El notario verdea, como de costumbre —este hombre definitivamente está malo— y lee los papeles con un hilo de voz y las gafas en la punta de la nariz. En medio del discurso espeso, Florián sólo distingue algunas palabras como abismos: «hipoteca», «legítima», «heredero universal». No está preparado para esto. Le viene grande. Su madrastra le infunde coraje.

—Lo harás muy bien. Sólo tienes que ponerte en tu nuevo papel. Ahora eres el amo de todo.

El amo de todo es demasiado. Su padre tenía la voz fuerte, autoritaria, sabía mandar, sabía gastar bromas, la gente lo quería. Él es un insulso sin remedio. Los trabajadores le miran de reojo y no le oyen cuando habla. No se atreve a levantar la voz, o puede que no sepa. No le gusta pronunciar discursos. No sabe tomar decisiones. De pronto todo el mundo lo mira esperando que haga algo y él sólo siente que todo le viene grande.

—¿Y bien? —pregunta el notario.

Florián se escucha decir:

—Lo haremos todo como mi padre quería.

—Está muy bien, señor Pujolà, respetar la voluntad de los muertos —aprueba el notario—. Pero tenemos el grave inconveniente de su edad. Según la ley, no puede usted disponer de nada de lo que es suyo hasta dentro de cinco años, cuando cumpla veinticinco años y sea mayor de edad y, con ello, jurídicamente capaz.

—¿No puedo disponer de nada?

—De nada.

—¿Y la tintorería?

—Tampoco. Puede tomar decisiones necesarias, pero para ejecutarlas necesita el consentimiento de su madrastra, aquí presente.

Teresa Marqués frunce el ceño.

—No es problema, entonces —dice Florián—. No hay prisa. Podemos decidir juntos, ¿verdad?

La madrastra asiente.

—Bien, pero recuerde que para decidir por sí mismo habría una solución —añade el funcionario público, cumpliendo el deber de informar bien a su cliente.

—¿Cuál? —pregunta él.

—Cásese.

A Florián le da la risa. Lo que le faltaría en este momento. Aún más cambios repentinos.

—Ya sé que es extraño, pero casarse es un modo de emanciparse, como si fuera mayor de edad de repente —añade el notario—. Le aseguro que no sería usted el primero.

—No, no —añade el heredero menor de edad—. Prefiero hacer las cosas un poco más despacio.

Florián no cuenta con las prisas de los demás. Mercedes quiere su parte de la herencia. Se lo dice constantemente, necesita el dinero. En la tintorería todos esperan órdenes. Hay que comprar ingredientes. El precio de la gualda ha subido mucho y no sale a cuenta. Los trabajadores reclaman más sueldo y menos horas de trabajo. Los clientes están a la expectativa tras el cambio de propietarios. Si quiere que el negocio siga adelante debe decidir deprisa.

Encerrado en el despacho de la tintorería, con las llaves en la mano, Florián se esconde de las decisiones.

En la cadena que recibió de su padre hay dos llaves. Una, la del almacén; la otra abre un cajón de la mesa. La introduce en la diminuta cerradura y la hace girar. Dentro del cajón hay un cuaderno no muy grande, de tapas de piel flexible. Lo abre. Son notas de Silvestre. Los secretos de sus mezclas. «Azul añil», «Azul añil más oscuro», «Añil y algodón», «Malva y lana», «Cómo lavar bien la lana»… y así páginas y más páginas de experiencia acumulada. Por un instante, Florián se siente fuerte, piensa que lo conseguirá.

En ese momento, alguien llama a la puerta. Es un hombre poco mayor que él —apenas mayor de edad—, que usa chaqueta y una seguridad que roza la grosería, mezclada con la certeza de que podrá tener cualquier cosa que desee. Es Antonio Viladevall, que viene a expresarle su pésame por la muerte de su padre —aunque ya lo hizo el día del funeral— y a explicarle que últimamente ha heredado un dineral de un tío cubano muy rico y que está buscando negocios en los que invertirlo. Las tintorerías son uno de sus intereses principales, y ha pensado que tal vez sería buen momento para ofrecerle formar una sociedad que diera empuje al negocio.

Florián no sabe distinguir un cuervo de un buen samaritano. Hay que reconocer que en este caso tampoco es fácil. Está claro que Viladevall sabe cómo hacer negocios, empezando por acertar el momento de ofrecerse. Tiene una tendencia molesta a hablar a gritos y mover las manos como si fueran las aspas de un molino. Durante un rato calienta la cabeza a Florián contándole la cantidad de conocidos que tiene en las fábricas de Mataró y cuánta fortuna podrían hacer si trabajasen juntos. Con los colores de Pujolà y la labia de Viladevall el éxito parece asegurado.

Florián sólo saca en claro que él nunca será el orador convincente que es el otro. Tal vez sea una buena idea, se dice. Promete pensarlo. Por la noche empieza a sentirse más animado. Repartirá el negocio, pero también las obligaciones que tanto le pesan. Vivirá más tranquilo. A la hora de cenar se lo dice a Teresa Marqués y ella salta enseguida:

—¡De ninguna manera! Un socio sólo te traerá problemas. Tu padre te lo habría dicho tan claro como yo. Es una estupidez.

Aquella noche Florián pasa mucho rato en su cuarto, dejándose hipnotizar por los movimientos de su diamante azul. Ojalá fuera todo tan fácil como cuando el pájaro llegó a su vida. Ojalá también él pudiera vivir escondido en una jaula, con la única ocupación de entretener las cavilaciones de un pobre heredero angustiado.

Diamante azul
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