19 de noviembre de 1923

Últimamente, Eusebio Fort ha sido víctima de la rapidez con que los empresarios teatrales se pisan los unos a los otros para atraer al público. Josep Cugat, el propietario del Gayarre, a quien todos conocen como Pepet, ha decidido imitar a la competencia y contratar músicos nuevos. Ahora ya no quiere un pianista solitario: prefiere un sexteto, o como mínimo un quinteto, para no ser menos que su vecino del Clavé. Ha resuelto dejar una sola sesión de piano solista: la de los miércoles, el día de los marineros y los líos. El resto de la semana, no hace falta que vuelva.

Estamos en los prolegómenos de los problemas laborales del profesor Eusebio Fort, que se agravan de verdad la tarde en que la encantadora señorita María Pujolà —que ya ha cumplido los quince—, en presencia de sus hermanas, la viuda Sust, doña Margarita e incluso un desconcentrado Florián, debuta como concertista en el teatro del Círculo Católico. Lleva un vestido blanco de raso que nadie va a cobrar y unos zapatos con un poco de tacón aprovechados de su hermana mayor. Sube al escenario con una serenidad casi profesional.

En cuanto empieza a sonar la primera pieza —Liszt—, Eusebio Fort se da cuenta de que Teresa Pujolà lo reclama con la mirada. Tras un gesto muy sutil de la muchacha, le entrega el programa de mano, dentro del cual ha escondido el último billete de Claudio Torres que, una vez enmendada la ortografía, dice así:

El lunes cuando termines la clase de práctica doméstica, te espero en la tienda de pianos para decirte que eres la más bonita de Mataró.

El interés con que la hija mayor de los Pujolà lee el programa y la media sonrisa que esconde terminan de delatarla. No puede ser que el listado de nombres y piezas que forman el concierto le provoquen estas reacciones tan amables pero, por ahora, no hay síntomas de tormenta. María toca muy bien y la gente la escucha boquiabierta. El profesor Fort no puede sentirse más orgulloso de su discípula. La viuda Sust por fin tiene ocasión de expresar su opinión sobre las cualidades musicales de las hijas del tintorero. Al terminar, las ovaciones son largas y la niña se ruboriza de un modo encantador. Después baja la escalera del escenario con maneras de equilibrista y se sienta al lado de su madre para escuchar a los demás intérpretes. Incluso en esta calma se le reconoce madera de verdadera pianista.

Eusebio Fort no se da cuenta de que Margarita Gomis Picornell, en un gesto ultrarrápido que recuerda a un camaleón cazando una mosca, confisca el programa de mano de las manos mustias de Teresa. No lo mira, pero lo retiene. Espera la ocasión para estudiar con detenimiento lo que fuera que interesaba tanto a su hija hace un instante. Los ojos de pánico de Teresa buscando al profesor cómplice le confirman que, sea lo que sea, no la decepcionará.

Al final de la velada hay flores para las pianistas y halagos para los profesores. Eusebio Fort es llamado al escenario y sube tan nervioso que por poco se le cae encima al presidente de la entidad, un hombre casi esférico, que embute en un traje a medida sus más de cien kilos. No puede dejar de mirar a doña Margarita y, por cómo ella le devuelve la mirada, está estar seguro de que ha leído el mensaje: «Al menos no hay faltas de ortografía», piensa para consolarse.

La salida es un calvario. La madre de la intérprete se detiene con cada señora, matrimonio, cura o jovencita que encuentra en su camino, de modo que tarda más de hora y media en recorrer los cien metros que separan su butaca de general de la calle. Una vez fuera, bajan la Riera, con una calma fingida, hasta llegar a la esquina de la calle de Bonaire, justo enfrente de la tienda de pianos. Éste es el decorado que doña Margarita escoge para el momento culminante de la tarde.

Le indica con un gesto a Eusebio Fort que quiere hablar con él. Cuando el profesor acude, diligente, le dice:

—Le felicito de corazón por este éxito, señor Fort —tiene el tono con que se dictan las sentencias de muerte—, pero lamento tener que pedirle que me busque otro profesor de piano. He tomado la decisión de sustituirle. Espero que no tenga la poca vergüenza de preguntarme por qué motivo.

—No, señora —dice él, con el corazón disparado.

—Le ruego que me haga llegar la factura por sus servicios cuando crea conveniente.

—De acuerdo, señora.

—Y que no le diga nada a las niñas ni monte una escena. Yo misma buscaré el momento de hacérselo saber.

—Está bien, señora.

Florián se aleja caminando. No interfiere en los negocios de su mujer. El profesor se despide sin dramatismo de sus jóvenes alumnas. Su corazón de enamorado trágico se rompe un poco más al saber que ya no verá todos los días a Teresa Pujolà. Su alma de profesor orgulloso siente perderse los progresos cada vez más evidentes de la mediana y no poder hacer más por la pequeña. Pero ya no hay remedio.

Las niñas se despiden con un «hasta mañana» y él tiene un nudo en la garganta. Aquella noche no cena y apenas duerme. Por la mañana, cuando llega al teatro Clavé, el señor Pruna lo llama a su despacho. Le dice que ha recibido órdenes muy concretas, que vienen de una instancia muy alta, que le instan a despedirle.

—No es nada personal, Fort, créame. Me veo obligado. Usted sabrá qué ha hecho y si es tan grave.

El empresario está abatido. Es sincero.

—¿Podría por lo menos decirme de dónde vienen esas órdenes? —pregunta Fort.

—Se lo puedo decir si queda entre nosotros.

—Naturalmente.

Pruna baja la voz:

—Del rector de Santa María. —Fort se sobresalta. Qué susto, y qué sorpresa—. Dice que es en nombre de la decencia. Tal y como están las cosas, no puedo negarle nada. A este hombre no. No sabe cuánto lo lamento, por usted y por nosotros.

Aquella noche, Fort se queda a la función para despedirse de sus compañeros y conocer de paso al nuevo pianista, un joven de nombre Enrique Torra que ama la música tanto como él y que le gusta al instante. Después, regresa despacio a casa, pensando qué hará ahora para distraerse, preguntándose qué camino intrincado lleva desde doña Margarita hasta el rector de Santa María.

Al día siguiente, presenta la factura por sus servicios en casa del tintorero, pero nadie quiere recibirle y se la deja a Rosina. Está claro que no la cobrará nunca.

Diamante azul
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