29 de septiembre de 1910
Mercedes Pujolà Planas es bobinadora en casa Minguell. Trabaja catorce horas al día seis días a la semana y cobra la mitad que cualquier hombre en el mismo puesto. Ya hace tiempo que ha perdido la fe en que los amos le arreglen la vida y se ha unido a las causas sindicales. Si los obreros no aprenden a defender sus intereses, nadie lo hará por ellos. Si las obreras no protestan, ni siquiera los obreros lo harán en su nombre.
Hoy Mercedes Pujolà asiste al primer mitin de su vida, en la Unión de Cooperadores de la calle de Santa Marta. Todo el mundo insiste en que es muy importante. Lo hace por su cuenta y riesgo, porque Domingo no cree en estas cosas y porque hace ya mucho que no quiere hacer nada con él. Si pudiera, ni siquiera dormiría bajo su mismo techo. Viene acompañada de algunas compañeras de trabajo, media docena de mujeres que no están dispuestas a resignarse y sí a levantar la voz contra las desigualdades y las ofensas. Todas quieren que las cosas comiencen a cambiar de una vez.
Le han hablado de un muchacho que tiene un empuje inusual. Se llama Juan Abril. Quienes ya le han escuchado dicen que sabe convencer, que será la suerte de los suyos. Es joven, habla claro, no se asusta ante nada y odia a los patrones. Ha pasado por la cárcel y ha salido con el aura de un héroe. Mercedes se sorprende cuando le dicen que trabaja como tintorero en casa de su hermano porque no sabía nada. Gracias a él los trabajadores del ramo del agua han conseguido un aumento del semanal de una peseta.
Abril se hace esperar. Es un sindicalista, un líder. Hoy mismo ha asistido a una asamblea en Barcelona y les contará qué se cuece por allí. Cuando aparece, lo reciben con un aplauso ensordecedor. Juan Abril se encarama en una silla y mueve los brazos para pedir silencio. Mercedes Pujolà entorna un poco los ojos al verlo. Se acerca para poder captar los detalles. Poco a poco se escurre entre la multitud atenta al discurso, hasta llegar muy cerca de la silla que sirve de púlpito al orador.
Juan Abril tiene la voz fuerte, serena, sabe hablar y convencer. Cuando abre la boca, todo el mundo calla para escucharlo. Deja a todo el mundo fascinado. También tiene los brazos fuertes y el pecho ancho de la gente de fábrica, una planta que debe de haber hecho enloquecer a más de una, y una mirada azul y transparente que ella reconoce con un escalofrío. Mercedes Pujolà atiende a la perorata con la boca abierta y el corazón acelerado. No lo mira con los ojos, sino con la memoria. No es a él a quien ve, sino a Joaquín Pujolar, de quien tiene los gestos, la voz, el don de la locuacidad, el color del pelo, la finura de los labios, las manos, los ojos… Se parece tanto a él que cuesta creerlo.
Después de un rato, Mercedes no necesita ninguna confirmación para tener la certeza de que éste es el hijo que parió a escondidas del mundo, y también el del hombre a quien nunca ha podido olvidar. Han pasado veinte años desde que su padre los encontró en la playa y los separó a empellones. Él debe de rozar ya los sesenta y ella tiene treinta y ocho, pero aún le espera. Aún mira la puerta de la calle por si la campanilla se pone a sonar de improviso, por si es él, que llega sin anunciarse, que viene a buscarla, a decirle que siempre la ha querido. Ha escuchado decir que los hombres siempre regresan. Pero éste suyo parece que tarda demasiado.
Ahora tiene un buen pretexto para volver a escribirle, como cuando se fue. Esta vez no podrá dejarla sin respuesta. Le dirá que ha hecho un gran descubrimiento. ¿Recuerda aquel hijo que engendraron juntos y que según le hicieron creer nació muerto? Ella misma se lo contó, cuando aún tenía muy viva en la memoria la imagen terrible del pequeño cuerpo exánime. Pues no está muerto, sino vivo. Está vivo y es su viva estampa. Ella siempre lo presintió. Le pedirá que venga a comprobarlo con sus propios ojos. Le contará que el hijo es digno hijo suyo, que se sentirá muy orgulloso de conocerlo. A Domingo, ni nombrarlo. Ni a nadie más. Mercedes Pujolà tiene la esperanza de que el hijo recuperado consiga lo que ella ha intentado en vano tantas veces: devolverle al hombre de quien siempre ha estado enamorada.
Cuando regresa donde están sus amigas, le pregunta a la mejor informada:
—¿Sabes de quién es hijo este hombre?
Y la compañera le dice, sin dejar de mirar al líder:
—De una costurera de la calle del Prat. Creo que se llama Rufina.