14 de marzo de 1905
Los siglos XIX y XX son del negro. No hay color más demandado, ni que se lleve más. Todo aquél que conozca algo de tintorería sabe que, de todos, éste es el color más difícil. La pesadilla de los tintoreros de antaño. Un lujo de poderosos, los únicos que podían pagarse un negro brillante, compacto, que no se aclarara con el sol. Negro ala-de-cuervo, negro carbón: color de reyes y príncipes. Negro-ala-de-mosca, el de todos los demás. Tal vez por eso, o para bromear, algunos se inventaron que el patrón de los tintoreros era San Mauricio, caballero, mártir y negro.
Teresa Pujolà Gomis nació el 22 de febrero de 1901, al principio de la época de bonanza. Fue bautizada en San José y sus padrinos fueron Antonio Gomis y Teresa Marqués, que le puso el nombre. Con ésta última, Florián Pujolà seguía teniendo muy mala conciencia. Margarita Gomis se reveló como una madre metódica y tranquila, con una gran facilidad para adoptar las costumbres de la sociedad a la que ahora pertenecía: desterrar a la niña de su habitación y dársela a una criada, que la cuidaba mientras ella dormía; prohibir la presencia de niños en la mesa hasta que supieran comportarse como personas adultas; tener antojos abundantes e imposibles mientras le duraban los embarazos y los periodos de crianza, el más importante de de los cuales fue la crema de San José, que comía a todas horas.
—Los niños saldrán amarillos como si tuvieran ictericia —decía Tomasa al gato Gato, mientras removía la leche con unas varillas.
Para el negro se utilizan desde siempre un montón de productos naturales. El más importante es la llamada «agalla de roble». Proviene de una excrecencia de forma esférica que fabrican estos árboles para defenderse de la picadura de algunos insectos. A veces la larva se queda dentro y al nacer tiene que agujerear la corteza para salir. Entonces la agalla pierde valor. Por otra parte, no todas las agallas valen lo mismo. La más preciada viene de Oriente o del Norte de África. Como es un producto muy caro, los fraudes son habituales: hay mercaderes que pintan las agallas de otros árboles para que parezcan de roble. Los hay que rellenan los agujeros de la larva con cera. El comprador tiene que estar atento si quiere descubrir falsificaciones. Por desgracia, no hay nada mejor. Algunas raíces y cortezas vegetales producen marrones, pero no negros. La agalla también presenta algunos problemas. Tiene que fijarse con un mordiente de óxido de hierro, que con el tiempo quema los tejidos, los desintegra. Allí donde cae, queda un agujero. No es en vano, pues, la fama de color difícil del negro.
A un mal año se le suele llamar un año negro. El año más negro de Florián Pujolà fue 1905. Su hijo Domingo, de sólo tres años, estaba muy enfermo. La enfermedad era lenta e incurable. Lo único que se podía hacer por él era acompañarle hasta el final, dijo el médico. Margarita estaba siempre ausente, en Santa María, rezando. Florián no se separó de la cama del pequeño ni un momento. Lo acompañaba Teresa Marqués, que sufría por el padre y por el hijo.
Margarita Gomis y Teresa Marqués no se llevaban bien. Florián lo intentó todo para acercarlas, pero fue inútil. Cuando estaban juntas, el aire se congelaba. Eran dos enemigas irreconciliables. No estaban de acuerdo en nada, ni en las cosas nimias.
Demasiado lastre para un hombre de veintiséis años. Demasiado lastre para alguien que no puede hacer como los robles para defenderse.
Ver morir a un hijo tan despacio carcome el alma, te deja el corazón seco, lleno de agujeros. Los curas, en estos casos, dicen que Dios otorgó al hombre la compañía femenina para aliviarlo. Pero Margarita le da la espalda al dolor y a la muerte. Ella reza. Si su hijo se está muriendo, reza para que Dios le alargue la vida. Si Teresa Marqués la molesta, reza para que Dios la libre de ella. Si su marido sufre, reza para que Dios le dé un poco de alegría. Y si los problemas duran más de lo que dura una novena, protesta: «No me gusta tener que vivir con esta mujer», «No sé por qué no podemos tener nuestra propia casa, si mi padre nos lo ha ofrecido cien veces», «Si me quisieras un poco harías algo para verme feliz, parece que quieres más a la mujer de tu padre que a la tuya», «Si fueras más a misa, Dios no nos habría castigado con la enfermedad del niño».
También hay negros que amarillean o verdean, como los de zumaque, una sustancia extraída de las hojas del arbusto Rhus coronaria, que se cultivaba en todo el sur de Europa, incluida la península ibérica. Las hojas tenían que ser frescas para conservar el color, pero a menudo necesitaban la intervención de otros ingredientes, como la madera de Campeche. Con un solo baño, solía salir gris. Con más, se iba acercando a un negro claro. Pero si se te iba la mano con el mordiente —otra vez hierro— la ropa quedaba manchada y no la quería nadie. La henna de los árabes da marrones de color avellana y canela muy bonitos, y también grises muy oscuros si se utilizan sales de cobre o de hierro. El caucho o tierra japónica se extrae de la madera de una acacia y viene de Oriente, sobre todo de Bombay y Bengala. No surte ningún efecto sobre el algodón y muy poco sobre la lana, pero, en cambio, tiñe bien la seda, con colores resistentes al sol, aunque son más bien tonos café y bronce, nunca negros. Los negros de los pobres, además de no ser nunca negros del todo, destiñen. Se quedan sobre la piel al primer sudor, pierden brillo en cuanto les da el sol. Para que todo el mundo pueda vestir del mismo negro, tienen que pasar décadas.
El pequeño Domingo murió, entre los toques del reloj de pared, el 14 de marzo de 1905. Aquel mismo día, Florián decidió que no aguantaba más en aquella casa. Necesitaba paz, necesitaba olvidar aquellas paredes donde su hijo había agonizado, necesitaba que su mujer dejara de atosigarlo. Aceptó la oferta de Antonio Gomis y decidió mudarse a otro lugar, el que le había ofrecido tantas veces su suegro. La nueva casa estaba casi al lado de la suya, apenas a un centenar de metros de distancia, pero sería el lugar ideal para huir de la negrura de sus pensamientos.
Cuando le dijo a Teresa Marqués que se marchaban, que la dejaban sola, Florián tenía un nudo en la garganta.
—Haces bien en querer contentar a tu mujer. A ella nunca le gustó este sitio —fue su única respuesta.
Al día siguiente, después del entierro del pequeño Domingo, Teresa Marqués mira con ojos lúcidos a Margarita Gomis, sentada frente a ella a la mesa del comedor, y le dice con mucha calma aquello que ya sabemos:
—Nunca me perdonarás que Florián me quiera, ¿verdad? Harás que lo pague toda mi vida. Eres como un zorro, esperas tu oportunidad para llevarte tu presa.
A veces la única solución es un cambio absoluto. El fin de los sufrimientos de los tintoreros con el color negro consistió en olvidar todas aquellas sustancias tradicionales y aprender una nueva palabra: anilina. Era un color excéntrico, sintetizado en un laboratorio. Cada tintorero tenía que producirlo para su consumo y debía aplicarse directamente sobre las fibras porque no era soluble en nada. Teñía bien el algodón, pero con la seda y la lana era un auténtico desastre. Se producía por oxidación, en procesos muy largos de más de veinticuatro horas y, a menudo, al finalizar el proceso se había convertido en un verde oscuro, un azul violeta o un lila rojizo. En aquel tiempo, la tintorería se parecía a los ensayos de un mago despistado. Quien descubría el secreto se llevaba también el beneficio.
Mil novecientos cinco fue el año del negro de anilina de la tintorería de Pujolà y Viladevall. Gracias al cuaderno de Silvestre y a la paciencia de Florián, su negro era muy negro. Negro-ala-de-cuervo, negro-príncipe. Salió tan bien que muy pronto vieron la demanda multiplicada por treinta. Todos los géneros de punto de Mataró querían de pronto aquel brillo y aquella solidez. También algunos de Terrassa, de Sabadell, incluso de Barcelona. La tintorería no daba abasto. Hubo que comprar más maquinaria, contratar a más trabajadores (incluido un aprendiz llamado Juan Abril) y ampliar la nave principal con la casa que había sido de Silvestre.
Una vez más, fue Florián quien le dio a Teresa Marqués la noticia de que necesitaban su casa para instalar más tinas y ampliar el secador.
—¿Tiene adónde ir? —le preguntó.
—No te preocupes por mí, ya me espabilaré —dijo ella.
—Puede venir a vivir a nuestra casa, con nosotros.
—Ya me espabilaré —repitió ella.
La cómoda emprende otro viaje, el último, de vuelta a la calle del Prat número diecinueve, donde Teresa Marqués tiene aún un medio hermano. El armario ropero, la cama grande y el colchón no pueden acompañarla, porque la casa es pequeña y está ya muy llena de muebles y de gente. La única que los quiere, Eustaquia, vive de alquiler y no puede llevárselos. Se los vende a un ropavejero por quince pesetas.
A sus cincuenta y un años Teresa Marqués vuelve a sus orígenes, a la misma calle y a la misma casa donde vivió con su madre cuando llegó de Malgrat de Mar a los tres años.