10 de febrero de 1889

Son más de las doce y la hija mayor y el tío no han vuelto. Teresa Marqués mira el reloj de pared y no puede más. Domingo no ha venido a cenar. Los pequeños duermen. Los minutos pasan como si se arrastraran. Silvestre está en la cama, tumbado boca arriba, con las manos sobre la barriga, pensando en las novedades de la nueva tintorería. Tiene un montón de trabajo sólo para poner en orden sus pensamientos, que le atiborran la cabeza. Se ha recogido después de cenar, anunciando:

—Me voy a pensar.

Teresa Marqués sabe por el modo en que respira que aún está pensando. Suenan muy distintas la respiración de pensar y la de dormir. Los tintoreros tienen una respiración para cada cosa.

De pronto Teresa Marqués no puede más. Se levanta del taburete y va en busca de su marido.

—Silvestre, Mercedes no ha vuelto. Hace ya más de dos horas que salieron.

Silvestre se levanta de un salto.

—¿Dos horas? —pregunta, como si él no los hubiera visto salir.

—Puede que más. Creo que el reloj no funciona muy bien.

Silvestre sale sin echarse nada encima. Como suele pensar con las alpargatas puestas, no le hace falta ni calzarse. Teresa Marqués lo sigue a cierta distancia, con una manta sobre los hombros. El viento ha soplado durante todo el día, pero ahora amaina. La noche es casi agradable, parece más bien de principios de primavera.

Silvestre corre sin esperar a nadie. Como si quisiera evitar algún peligro concreto. Teresa le sigue, pero de vez en cuando se detiene a respirar. Una vez en la playa, el tintorero recorre el mismo camino que aquella noche de hace días recorrió con su hermano. No encuentra a nadie. La playa está vacía. Sólo las barcas, con las velas recogidas, plantan cara a la oscuridad. En las casas de los pescadores no se ve ni una luz encendida.

Silvestre se detiene y escucha. Sus pulmones emiten un soplido agudo. Que no haya viento es una suerte. Le parece que escucha algo detrás de una de las barcas. Sí, está seguro. Al mismo tiempo, ve llegar a Teresa Marqués jadeando y le hace una señal para que sea discreta. Silvestre camina como un gato al acecho, se agacha tras la barca. No sabe si oye o no la voz de su hija mayor. No son palabras lo que llega a sus oídos, sino ruidos. Rodea la barca dando tres saltos y los encuentra allí mismo. El hermano pequeño, perdido y recobrado, goza como un perro del cuerpo de su hija de diecisiete años, de la cual sólo ve la blancura de las piernas abiertas.

Silvestre agarra a su hermano carlista por el pelo y lo levanta de golpe. El amor se termina de un modo tan abrupto que por un momento a la muchacha le parece que el amante sale volando. Si Silvestre se dejara arrastrar por el dolor que siente en este momento, mataría a su hermano aquí mismo. Como no es de ese tipo de hombres, sólo le propina un puñetazo en la mandíbula y lo lleva a rastras hasta casa. Al pasar por donde Teresa lo ha visto todo, sólo le pide:

—Encárgate de Mercedes.

De vuelta, Joaquín Pujolar ni siquiera trata de defenderse. Bastante apuro tiene con no tropezar con sus propios pies, agarrado como va del pescuezo, como un cerdo al que llevan a degollar. Llegados a casa, Silvestre sólo dice:

—Coge lo tuyo y márchate.

—Es noche cerrada —protesta Joaquín.

—Ya te espabilarás.

Joaquín Pujolar saca a su hijo Pedro de la cama y lo envuelve en una manta. Se pone la capa de terciopelo, el chaleco de astracán y el sombrero al bies. El muchacho se queja, no entiende qué está pasando, por qué tienen que marcharse a estas horas. Silvestre no quiere mirar al chico para no tener que despedirse de él. Pedro es como un hijo más, un pedazo de su vida. No quiere dejarlo ir, pero tendrá que hacerlo.

Joaquín Pujolar Soms se prepara para abandonar la casa de su hermano, donde tan bien recibido fue hace sólo tres semanas, en medio de un silencio culpable. Cuando sale, tropieza con las mujeres que regresan. Mercedes se abraza llorando al cuello de su tío, le dice a gritos que lo quiere, que siempre lo querrá, y le pide que la lleve con él. Su padre la arranca de él y la mete en casa de un empellón.

También a empujones, Silvestre echa de su casa a su hermano pequeño, su protegido, su adorado, ante la mirada aterrorizada del joven Pedro, que le quema como sosa cáustica. Después cierra los portones de la calle, como sólo hace las noches en que hay tormenta, para asegurarse de que nada malo entre en su casa.

Diamante azul
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