Mayo de 1919

Eusebio Fort siempre tuvo muchos motivos para admirar a Eusebio Fort, su padre. Le debía el amor por los pianos, las manos hábiles, la voz de barítono, la buena administración, un optimismo moderado que lo ayudaba a vivir, la frente despejada y la mirada astuta. Lo tenía como ejemplo en todo, y no tomaba ninguna decisión sin preguntarse primero qué haría su padre en las mismas circunstancias. Siempre hacía aquello que pensaba que gozaría de la bendición del primer Eusebio Fort.

Había descubierto, además, que sus biografías coincidían en algunos puntos de importancia. Por ejemplo: el segundo Eusebio Fort había perdido a su madre a la misma edad en que lo hizo el primero. El primer piano que tuvo que afinar el hijo, con lágrimas en los ojos a causa de la coincidencia, fue un precioso Érard de principios del siglo XIX. Los dos vivieron cincuenta años solos, dedicados al trabajo en cuerpo y alma. Y ahora, sólo unas semanas antes de cumplir el medio siglo —la edad que tenía el padre cuando conoció a su madre— el hijo Eusebio Fort sufría de una gran agitación.

El hombre de los pianos no estaba acostumbrado a los desórdenes emocionales. No sabía cómo administrarlos. Tampoco se lo podía creer: cómo podía haber pasado y por qué razón. No encontraba más explicación que el destino y la necesidad de calcar su vida a la de su progenitor.

El caso era que de pronto, como si fuera una fiebre, le había sobrevenido un enamoramiento. Presentaba todos los síntomas: no tenía apetito, se distraía con enojosa facilidad, había perdido el entusiasmo por todo, no dormía bien y sufría unos sudores muy inconvenientes que lo obligaban a cambiarse de ropa más a menudo. Aunque lo peor era que de repente la vida se le había llenado de preguntas que antes no tenían ninguna importancia y que de pronto lo angustiaban: ¿Soy demasiado mayor para algunas cosas?, ¿estoy desfasado?, ¿me queda bien el bigote?, ¿debería hacerme ropa más moderna?

Hacía tres años que Eusebio Fort iba todas las semanas a casa del tintorero Pujolà a dar lecciones a las niñas. Dolores, la pequeña, era una alumna lista y con talento, pero demasiado frívola para ser pianista. María tenía sentido del ritmo, buen oído y era muy aplicada. Sin ninguna duda, era la mejor de las tres, y le auguraba un buen futuro si dedicaba el tiempo suficiente. El piano es un amo exigente que no perdona distracciones. Teresa, la mayor, era un auténtico desastre, una prueba de fuego para cualquier maestro. Con ella tenía que invertir mucho más tiempo y paciencia para conseguir unos resultados siempre mediocres. Hay gente que no puede permitirse tener aspiraciones artísticas.

Durante meses y años, Eusebio Fort alargó un poco la hora de clase, sólo para tratar de extraer algún resultado de aquella criatura. Despedía a las hermanas pequeñas y se quedaba con la mayor, practicando solfeo o las posiciones de los dedos, ensayando una melodía sencilla que la muchacha pudiera ofrecer en una velada familiar sin asustar a nadie. Durante todo este tiempo nunca vio a su discípula más que como un agravio al arte y una pesadilla para sí mismo.

Hasta finales de la primavera de 1919 Eusebio Fort nunca sufrió los síntomas de la auténtica pasión. Durante los tiempos de su gloria física, que él situaba entre los veinticinco y los treinta y nueve años, frecuentó a las mujeres entretenidas de la calle de Isabel, en el barrio que llamaban de Els Rocs, auténtica rambla de los paseos masculinos de cualquier día de la semana. Entre aquellas mujeres él tenía claras sus preferencias. Acudía a ellas con puntualidad terapéutica, como lo hacía todo, dos veces por semana, martes y jueves, siempre a la misma hora. Como era un hombre serio, nunca se quedaba allí más de lo necesario. No era, como otros, amigo de frecuentar los bares que siempre estaban abiertos en aquellas casas, ni de conversar con nadie con una chica sentada en el regazo, ni de permitirse ninguna familiaridad con aquella señora vieja, siempre vestida de negro, que hacía ganchillo junto a la puerta y que llamaba a todo el mundo por su nombre. Fort saludaba con educación a los conocidos, que siempre le entretenían contra su voluntad, y entre quienes encontraba algunos clientes de la tienda, y se iba derecho a casa. Y jamás por la bajada de Els Rocs, para que nadie pudiera adivinar de dónde venía.

A veces el día que no tocaba se sorprendía a sí mismo pensando en Mimí o en Lulú o en cualquiera de aquellas princesas de baratillo, pero no le costaba nada quitárselas de la cabeza. Después, la vida hizo lo que suele: lo alejó de lo que antes fue importante. De pronto, un día se dio cuenta de que hacía seis meses que no necesitaba ir de putas. Se alegró de pensar que por fin había superado las servidumbres masculinas y que la libertad le reportaría ciertas ventajas económicas. Su padre ya le había advertido que eso pasaría:

—Llega un momento en que los hombres nos enfriamos, y es entonces cuando comenzamos a vivir de verdad —le dijo el primer Eusebio Fort la noche en que lo llevó a su primer burdel, en la calle del Arco del Teatro de Barcelona.

De modo que allí estaba él, con tanta experiencia acumulada a lo largo de cinco décadas, preguntándose por qué había pasado aquello, si era por su culpa o por la de la alumna. Había escuchado contar que las mujeres en la primavera estallan como rosas encarnadas, pero él nunca había sido testigo de ello. Además, veía a Teresa tan a menudo que no se había percatado de nada: no se había dado cuenta de que se le afinaba la cintura y de que las caderas se le iban redondeando. Tampoco de que le surgía un cuello como de cisne, blanco y delicioso.

Su espíritu fue el primero en percibir los cambios. Sin saber por qué razón, ahora encontraba veniales las faltas de Teresa. Si se equivocaba interpretando un vals sencillo, le parecía encantador el modo en que arrugaba la nariz. Si a veces —¡después de dos años y medio de clases!— aún confundía el sol y el la, se lo perdonaba pensando que aquella joven estaba llamada a empresas más importantes que pasarse la vida frente a los ventanales tocando el piano. No era una mujer de las que borda mientras espera a su marido, y eso lo subyugaba. Veía a Teresa Pujolà como una especie de pionera, alguien avanzado a su tiempo que no puede distraerse de su camino. De momento, era el único que se daba cuenta. El amor a veces nos otorga una extraña clarividencia.

En suma, de repente era como si nunca la hubiera visto. Se quedaba boquiabierto mirando a Teresa, todo en ella le parecía digno de admiración. Se olvidaba de respirar si la joven lo miraba, ni que fuera un segundo, con aquellos ojos de un azul trasparente. Se sentía ridículo, demasiado viejo, demasiado enamorado, demasiado anticuado, demasiado todo, y se le trababa la lengua cuando quería corregirle un gesto, un tono, un tempo, o cuando le recordaba, con un tono de voz dulce y nada enojado, dónde estaba el do. El amor lo había convertido en un idiota, pero también lo estaba despertando, rejuveneciendo. De pronto se daba cuenta de que deseaba hacer muchas cosas, que todavía estaba a tiempo, que el mundo era un lugar formidable lleno de cambios y novedades que él no quería morirse sin probar. Quería vivir, se decía, como si eso no fuera lo que llevaba haciendo todos los días desde que llegó al mundo.

Un hombre de cincuenta años que quiere demostrar a todos —comenzando por él mismo— que aún es joven es un peligro en potencia, un ser predispuesto a las mayores estupideces.

La estupidez del señor Eusebio Fort fue dejarse arrastrar hacia la modernidad. Por un momento recordó a su padre y se preguntó qué pensaría de él, si lo supiera. El rostro del primer Eusebio Fort y su voz aguda tomaron forma en sus recuerdos.

—No lo hagas, hijo mío. Un afinador de pianos debe estar siempre en su lugar, no debe dejarse arrastrar por las frivolidades.

Por primera vez desoyó los consejos paternos. Hizo lo que se moría de ganas de hacer. Aceptó un trabajo nuevo.

Desde primeros de junio de 1919, Eusebio Fort se convirtió en pianista del cine Gayarre. Debutó con una comedia de un muchacho muy simpático que se llamaba Pamplinas. Nunca supo que su nombre real era Buster Keaton.

Diamante azul
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