19 de enero de 1924
Doña Margarita entra en la habitación de su hija con la furia de un mal rayo. Abre la ventana de par en par para que la luz del sol despierte a la perezosa, que todavía duerme, y eso que ya son casi las once. De pie ante los ventanales, con las manos entrelazadas sobre el vientre y una mueca disgustada, parece el inquisidor mayor a la espera de que el reo se digne atenderle.
—¿Con quién bailaste la otra noche? ¡Contéstame! —ruge.
Teresa tarda unos segundos en comprender qué está ocurriendo y responder con la boca pastosa:
—Buenos días.
—Contéstame a lo que te acabo de preguntar.
La joven se incorpora un poco en la cama.
—Con Claudio Torres.
—Ah, ¿así se llama? ¿Es verdad que es el chico de la leche?
En medio de la felicidad del momento, Teresa no pensó que en todas partes hay espías, cómplices de todas las tendencias, siempre dispuestos a llevar las noticias adonde más daño pueden causar. Actuó sin cuidado y no previó que su madre se enteraría en unas pocas horas. Lo que no hubiera podido imaginar de ningún modo es el camino que ha recorrido la noticia: de Joan Pruna al rector de Santa María y de allí a la madre superiora de las Hermanitas de los pobres, quien considera un deber cristiano tener bien informadas a las madres de los deslices de sus hijas.
—Sí —responde Teresa.
—¿Y no te da vergüenza? ¿Delante de Casimiro? —La pobre señora Margarita aún no ha recibido la visita de doña Ramona, que lleva un día y medio abanicándose y tomando sales para que se le pase el disgusto.
—Casimiro también bailaba con otra, madre.
—¡Virgen de los Desamparados! —La madre se persigna dos veces. De pronto necesita tomar asiento, no se ve capaz de aguantar de pie tantas noticias funestas. Si tuviera cerca a una criada, mandaría que le trajera el Agua del Carmen, pero están solas, cara a cara, madre e hija—. Ahora mismo irás a pedir disculpas a la viuda Sust.
—Yo no le he hecho nada a la viuda Sust.
—¡Calla, descarada! ¡No te atrevas a hablarme de ese modo! Irás sin quejarte, y también le pedirás perdón a tu prometido. Si es que él no te repudia antes, claro, después de verse tan avergonzado por tu mal comportamiento. ¡Bailar con un cualquiera! ¡Con el joven más pobre de la ciudad! ¡Con un desgraciado que ni siquiera…!
—¡Madre! ¡Cállese! Habla sin conocimiento.
Doña Margarita se pone en guardia, como si esto fuera un combate de espadachines y acabara de recibir una estocada.
—¿Qué dices, mala yerba? ¿Sin conocimiento de qué? ¿Crees que no entiendo qué te ocurre? ¿Qué es lo que te ha prometido ese desgraciado para embaucarte de este modo? ¿Qué te ha hecho? ¿Arruinarás tu vida por el disfrute de un momento?
Doña Margarita no es nada original. Copia palabra por palabra las diatribas que la prensa más conservadora dedica a la juventud que baila y va al cine. Los curas las escupen desde el púlpito cada domingo. El Pensamiento mariano las publica con periodicidad inefable. Los habituales del Círculo Católico las defienden como si hubiera vuelto la época de las cruzadas.
—Madre, le prometo que sólo bailamos.
Pero doña Margarita se empeña en ver a Claudio Torres como el emisario de un plan urdido por el propio diablo.
—¡Vístete! Nos vamos ahora mismo a ver a doña Ramona. No te entretengas. Ve pensando en todas las maneras que conozcas de pedir perdón. Las vas a necesitar. Yo mientras tanto pensaré en cuál deberá ser tu penitencia.
Sale de la habitación muy sofocada y se va directa hacia el armario de la cocina donde guarda la botellita de Agua del Carmen. Normalmente, este remedio se toma remojando un terrón de azúcar y sumergiéndolo en una taza de infusión. Pero a ella le surte más efecto si lo bebe directamente del largo gollete de la botella. Un trago, o tal vez dos, según la gravedad del caso. Hoy está muy nerviosa, de modo que cree conveniente aumentar la dosis hasta los cuatro tragos largos. Enseguida percibe los milagrosos efectos. Esta poción siempre lo arregla todo, de un dolor de estómago a una rabieta.
Cuando oye que su hija baja la escalera, tapa la botella y la devuelve a su lugar tras el tarro del azúcar. Como la cabeza le da vueltas, decide no moverse de donde está.
Teresa entra en la cocina decidida a tener una conversación con su madre.
—Tengo que contarle algo que debe saber antes de que veamos a la señora Ramona —le dice.
Margarita no contesta. Siente que el bebedizo que acaba de tomar le ha dejado un rastro de quemazón entre la boca y el estómago. Arquea las cejas y espera acontecimientos.
—Casimiro Sust y yo hicimos un pacto ya hace tiempo.
—¿Qué clase de pacto?
—Rompimos el noviazgo.
Es como si doña Margarita no hubiera oído nada. No pronuncia palabra ni hace gesto alguno que lo demuestre. Sólo un eructito semialcohólico.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace cuatro años.
Abre mucho los ojos. Un delicado temblor en el labio delata que comienza a enterarse. Es como una máquina de vapor a punto de explotar. Teresa continúa:
—No queremos casarnos, madre. Ambos pensamos que hoy día las cosas son distintas. Ahora la gente elige a quien ama y con quien quiere pasar el resto de su vida. Los matrimonios arreglados por las familias son cosa de la Edad Media.
—¿La gente escoge? ¿Qué gente? ¿Los chicos de la leche?
—No hable mal de él, madre. No le conoce.
—¡Sé de él más que suficiente! Sólo es el lechero. No tiene nada que ofrecerte.
Teresa quiere defender a Claudio Torres a pesar de lo mucho que teme a su madre. Su seguridad, su desprecio.
—Tal vez me puede ofrecer exactamente lo que yo quiero y necesito.
—¿En serio? —Gran sorpresa—. ¿Como por ejemplo?
Teresa medita un segundo. Piensa que su madre tal vez se reirá de su respuesta, pero le da igual:
—Un saco de sal —dice, muy segura de sí—. ¿Recuerda aquello que usted dice siempre? «No conoces a una persona hasta que te has comido a su lado un saco de sal». Pues eso es lo que quiero. Comerme a su lado mi saco de sal. Con él y con nadie más.
—¡Sólo dices tonterías! No sabes nada de nada. Te casarás con quien debes. Hoy mismo hablaré con la señora Ramona y avanzaremos la boda. Esto tiene que cortarse de raíz.
—Claro, ¿del mismo modo que cortó de raíz las clases de piano?
Doña Margarita no tolera que nadie le hable en mal tono. Abre el armario de nuevo. Siente una quemazón en el estómago que necesita remediar. La aparente tranquilidad de Teresa la irrita más aún. Encuentra la botella de Agua del Carmen y la abre con mano temblorosa. Bebe dos tragos más. Tres, por si acaso. Suenan al pasar por su garganta. Devuelve la botella a su sitio. Está fuera de sí.
—¡Eres una cualquiera! —ladra—. ¿Cómo te has atrevido a hacerme esto?
—Madre, yo no le he… Cálmese, por favor.
—¡Cállate de una vez! —Doña Margarita nunca había gritado así.
Con mano inquieta hurga en el armario de la cocina. Busca algo, no sabe qué. Lo primero que encuentra es una tableta de chocolate a la piedra de la casa Simón Coll. Le sirve. Es un arma contundente, desde luego, dura y pesada. La lanza con mucha rabia contra la cara de su hija. La tableta se rompe. Teresa da un paso atrás. Del susto, de la humillación. Después ve salir a su madre dando tumbos y subir la escalera agarrándose al pasamanos. Le parece que la oye llorar, pero no puede estar segura. En toda su vida, es la primera vez.
Un momento después, la oye salir muy decidida. Imagina que se dirige a casa de su consuegra. Teresa no puede adivinar el baño de desengaño y realidad que la espera allí, en la salita ajada de la viuda Sust. No muestra ni la menor intención de acompañarla. Todo lo contrario: sólo piensa en aprovechar la ventaja que le concede la ausencia de su madre.
Sube a su habitación y recoge las pocas cosas que podrá llevarse. Lo primero, el ejemplar de tapas gastadas de Philippe Derblay, compañero de tantas tardes largas que sin él habrían sido interminables. Si pudiera, le gustaría tener unas palabras de agradecimiento para el autor, este Georges Ohnet cuyo nombre ha leído tantas veces pero del que no sabe nada, ni siquiera que lleva muerto unos cuantos años. Además del libro, se lleva algunas prendas de ropa, unos pendientes y dos pares de zapatos. Antes de bajar para pedirle a Pepa un pañuelo con que preparar su equipaje, se sienta en la cama y observa al gato Gato, que ronca tranquilo sobre la colcha de ganchillo. Desde que Tomasa se fue, se ha encariñado con ella. Ahora tendrá que buscarse otro dueño.
—Esta noche ya no dormiremos juntos —le dice, con mucha tristeza, mientras le rasca el gaznate, y el animal responde con un ronroneo.