Primavera de 1916

Teresa Pujolà ni sabe ni quiere estarse quieta. Cuando se aburre visita la tintorería, curiosea, aturra a algún trabajador con sus preguntas. ¿Qué es este polvillo blanquecino que echáis en el agua? ¿Por qué hierve tanto este brebaje? ¿De dónde sale este hedor? ¿Cuáles son las mezclas más peligrosas? ¿Por qué el añil se hace en otra tina? ¿Es por eso que se le llama azul de tina? ¿Por qué el negro es tan difícil y tiene tantos secretos? ¿Qué dice en aquel libro que siempre mira mi padre?

A Teresa le gustan la agitación, el zumbido de los motores eléctricos, las urgencias de los trabajadores, la oscuridad de primera hora de la mañana e incluso la fetidez perpetua de las naves, que algunos días resulta insoportable. Le gustan los nervios que provoca una nueva mezcla cuando su padre hace experimentos en su despacho para comprobar cómo se comporta un color nuevo con un algodón que acaba de llegar. Le gusta cuando llegan los representantes de las casas extranjeras trayendo novedades y hablando de colores de moda. Le gusta la alegría del éxito, y también los dolores de cabeza que siguen a los fracasos. Le gustaría dar instrucciones extrañas y concretas, como hace su padre, para conseguir un tono diferente, brillante, precioso. ¡Sería tan emocionante inventar colores! Trabajar de sol a sol en la tintorería, o donde fuera. No poder parar ni un segundo. Ganarse el pan.

Alguna vez se atreve a decírselo a su padre, pero él ni siquiera la escucha.

—No puede ser, nena. Éste es un negocio de hombres. Te ensuciarías. Es trabajo para tu hermano, ¿no lo ves? ¿Qué pensaría la gente de ti si te viera aquí?

—Pero a mi hermano los malos olores le marean —dice Teresa.

—Ya lo sé, hija, ya lo sé. Con el tiempo se irá acostumbrando. Espero.

Los hombres están sobrevalorados, piensa Teresa. Su hermano, por ejemplo, nunca pone los pies en el negocio familiar. Está demasiado ocupado estudiando en los Escolapios a saber qué cosas. Cuando tiene un rato, siempre está cansado. Dice que le gustaría conducir autos o ver aviones por dentro. Tiene unos sueños muy estrafalarios. A él le sentaría muy bien quedarse en casa. Tal vez es José quien debería tener una novia que estudiara para ser notaria. Claro que eso no existe, ¿verdad? A las chicas les entran sudoraciones si intentan estudiar, su cerebro no lo soporta, no sirve para eso. Se conocen casos de jóvenes y jovencitas que han muerto de tanto querer meterse cosas en la cabeza. Su madre ya lo dice: el peor pecado que puede cometer una mujer es querer ser demasiado sabia.

Hay muchas cosas que Teresa no entiende. Que su padre le dé la razón a Viladevall cada vez que discuten, por ejemplo. No entiende para qué necesita su padre un socio. Y menos aún un socio como éste, pedante, soberbio y maleducado.

—Ah, nena, si las cosas siempre fueran a nuestro gusto, el mundo daría vueltas más deprisa. Viladevall es un jeta, no lo niego, pero gracias a él logré salvar el negocio cuando murió tu abuelo.

Teresa no soporta que Viladevall le levante la voz a su padre. A veces lo hace. Florián lo escucha con rostro imperturbable y espera a que termine para dar su opinión. Normalmente le da la razón. Si ella fuera un hombre, no haría lo mismo.

—Yo preferiría que no tuviera ningún socio, padre —le dice.

—Ah, nena, yo también lo preferiría —contesta él, acariciándole una mejilla.

Teresa cree que, con un poco de práctica, sería capaz de entender las fórmulas de su padre, que es quien se encarga de hacer las mezclas. Él siempre sabe cuál es la cantidad justa de cada ingrediente. Sólo él tiene la llave del almacén, es una de las que lleva siempre colgadas del cuello con una cadena de plata. El almacén es una recámara llena de misterio. A Teresa siempre le ha inspirado mucho respeto. Allí dentro hay todo tipo de sustancias peligrosas: venenos mortales, ácidos que deshacen cuanto tocan, arenas que explotan… pero su padre no teme a nada, porque conoce sus secretos, se mueve entre los barriles con seguridad y siempre encuentra a la primera lo que está buscando. A veces murmura entre dientes palabras que no se entienden:

—Dicromato de potasio, sulfato de cobre, ácido acético…

O corrige a los obreros:

—Chico, aquí falta agua. El agua debe ser veinte veces el peso de la ropa.

O bien:

—Poned unas gotas de acetato de plomo en la mezcla caliente de sosa cáustica para que la lana salga más negra.

También tiene la solución para cada inconveniente, incluso para los más graves:

—Si respiráis ácido sulfhídrico tenéis que salir a toda prisa a la calle a ventilaros. Después, bebéis cinco o diez gramos de cloro bien disueltos en un vaso de agua.

Su padre sabe todo lo que hay que hacer para teñir lana de precioso color azul cielo. Comienza a las cuatro de la tarde poniendo polvo de glasto, gualda, grano de salvado, sulfato terroso y un poco de calcio en cuatrocientos litros de agua calentados a noventa grados. A las nueve de la noche baja a removerlo. La poción debe de haberse vuelto de un color verde oscuro. Puede olvidarla durante unas horas, hasta las cinco de la madrugada, cuando deberá comprobar que sobre el líquido se haya formado una costra negruzca. Al romperla emergerán burbujas, la señal de que todo va bien. Entonces se añade cal y un poco de añil, se lleva a ebullición, se deja enfriar y se añade más calcio. Ha llegado el momento de sumergir las madejas de lana. Una horita, como mucho. Con un solo baño sale un azul suave y brillante. Con más de uno, se va oscureciendo. No es extraño que en la Edad Media la gente tomara a los tintoreros por alquimistas.

Teresa observa boquiabierta todas estas operaciones. Le gustaría ser como su padre. Saber de cosas útiles. Dar órdenes.

—¿Yo podría aprender a ser tintorero? —pregunta.

—¿Tú? —el padre sonríe.

—Usted aprendió del abuelo, ¿verdad?

—Claro. Calla un poco y déjame trabajar, anda.

Florián es poco hablador. Del abuelo sólo se habla en muy contadas ocasiones. Un retrato familiar queda por hacer.

De vez en cuando, Teresa sube al piso de arriba, al secador, una sola nave de techo de madera a dos aguas, altísimo, donde el único obstáculo son las barras de hierro que sirven para colgar la ropa o la lana. A veces las encuentra llenas de madejas, o de lienzos de algodón grandes como sábanas, que ondean en el aire que ningún cristal detiene.

En ocasiones encuentra allí a aquel hombre extraño, esquinado, huraño, que siempre parece estar maquinando algo y que la mira mal. Se llama Juan Abril. Cada vez que lo ve se acuerda de la noche en que la tintorería ardió. Ella sólo era una niña —tenía once años— pero se pasó toda la noche ayudando a controlar el incendio. En todos sus recuerdos aparece este hombre, Juan Abril. Teresa cree que le da miedo desde aquella noche. No entiende por qué su padre no lo echa.

—No quiero que subas al secador —le dice Florián a su hija—. Podrías caerte por la escalera, nena. O resfriarte.

—¿Puede saberse qué se te ha perdido a ti en la tintorería? ¿Acaso te gusta que te mire toda esa panda de hombres sucios? —pregunta su madre.

De vez en cuando su padre la observa con ojos de pensar y le dice:

—Eres igualita a tu abuelo. No podéis estar quietos ni un segundo.

Con su madre no se entiende. Si le dice que se aburre, ella le contesta:

—Si quieres distraerte, reza el rosario.

Teresa Pujolà no quiere rezar el rosario. Tiene sed de emociones. Sed de vida. Puede que tenga demasiado carácter para ser la prometida de un estudiante. Y puede, también, que haya nacido un poco antes de tiempo. Sesenta o setenta años más tarde no se habría aburrido en absoluto.

Diamante azul
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