24 de febrero de 1920
Doña Margarita se pirra por la crema de San José. Aunque es típica del 19 de marzo, manda hacerla todo el año. Tiene a Tomasa aburrida.
—Tomasa, ya casi estamos en marzo. Deberías hacer crema.
La cocinera responde con resignación:
—Sí, señora.
Tomasa es la mejor cocinera de crema que se conoce. Prepara unas fuentes enormes. El aroma de la canela y el limón son el primer anuncio de una merienda de lujo. Las niñas y su hermano rebañan el cazo con el dedo en cuanto se enfría. Incluso Teresa lo hace a escondidas, olvidando que ya es mayor. La crema es un plato que rejuvenece a quien lo prueba.
Tomasa le pide a Pepa que la acompañe al mercado para comprar todos los ingredientes. Se abriga bien porque en la plaza de Cuba sopla un viento desagradable, acaso el mismo que corría por aquí cuando esto era una huerta y la llamaban «del León» aunque, que se sepa, nunca ha habido grandes felinos en esta parte del Mediterráneo. Tomasa no quiere contagiarse de esa gripe fatal que va matando gente por todas las esquinas del mundo. Antes de salir se despide del gato Gato, que responde con un gesto de pesadez de los párpados, sentado en la barandilla de la escalera.
Hoy las circunstancias son extraordinarias. Además de Pepa con el cesto, la acompaña Teresa, porque en casa —dice— se aburre. Pobre niña, no ha hecho más que ennoviarse y ya no sabe cómo entretenerse. Los mostradores de madera están llenos de vituallas. Están los puestos de carne, los de gallina, los de pescado y los de verduras. También está el afilador, en un rincón, trabajando indiferente a la fila de mujeres armadas que lo observa. Hay un payés que vende aceite y un panadero con una abundancia de pan como hacía tiempo no se veía. Y por encima de todo hay un cielo como una tripa llena que amenaza tormenta. No conviene entretenerse.
Tomasa se ensucia de polvo los zapatos pasando varias veces frente a los mismos puestos. El azúcar lo encuentra enseguida. Se lleva un cucurucho de un kilo, para tener de sobra. Tras un par vueltas, compra dos docenas de huevos a un payés de Dosrius que estaba a punto de irse. El hombre le regala los dos últimos del canasto para no tener que llevárselos de vuelta a casa. Hoy las gallinas estaban contentas, le cuenta, señal de que el tiempo va a cambiar pronto.
En casa tiene almidón de arroz y palos de canela. Sólo falta la leche y podrán regresar. Pero hoy las vacas no debían de estar tan contentas como las gallinas, porque no hay leche en ningún puesto. Pregunta donde siempre pero no les queda y hasta mañana no traerán más. Mientras echa el último vistazo, comienza a llover. Cuando pasa de nuevo por el mismo lugar, alguien le dice:
—¿Todavía buscas leche, Tomasa? —y ella contesta que sí—. ¿Sabes dónde encontrarás? En la vaquería de Torres. Está en la calle de la Paz, cerca de la plaza Gran.
La plaza Gran es el otro mercado de la ciudad, la otra jurisdicción. Hace mucho que no va por allí, y de pronto le parece lejísimos. ¡Y pensar que no hace tanto iba todos los días, cargada como una mula, porque no había otro remedio!
Tomasa agradece el consejo y da la orden general de retirada, porque la lluvia empieza a arreciar y los zapatos se llenan de barro. La compañía emprende el camino a casa a paso ligero, con la compra a medias. Por el camino, Tomasa reniega sin palabras. Ya sería hora que alguien le pusiera un tejado a la plaza, éstos no son modos de tener las cosas, caramba.
Por la tarde, en solitario y con ánimo de expedicionaria, Tomasa se abriga como un sereno, coge la lechera de aluminio y atraviesa medio encogida la ciudad hasta la lechería del señor José Torres. El número doce de la calle de la Paz es una casa vieja de una sola planta. A pie de calle está el negocio: una tienda sin rótulo, diminuta, de paredes renegridas. Al fondo hay un mostrador de madera y tras él una puerta que da a un patio pírrico, de donde llega la luz postrera del día.
Tomasa se anuncia a voces.
Tras el mostrador está sentado un hombre alto y fuerte. Tiene la boca torcida, una mano temblona, la mirada turbia pero todavía viva.
Una mujer menguada aparece por la puerta del patio.
—Usted dirá.
Tomasa anuncia que quiere dos litros de leche de vaca.
—Sólo me queda uno. El otro se lo puedo enviar mañana.
—Ah. Sí. Bien.
—¿Vive lejos?
—En la plaza Nueva.
—Conforme.
El negocio queda cerrado con pocas palabras. Nadie apunta nada. Quien no sabe leer ni escribir tiene buena memoria. La dueña de la lechería se compromete de viva voz: mañana a las cuatro de la tarde llegará la leche. Se la llevará el chico. Eso dice.
Tomasa pregunta si el servicio a domicilio encarece el producto. En absoluto, le contesta la dueña. Tomasa dice que si la leche es de su gusto acaso deseará una entrega cada dos días. No hay problema, asegura la otra. Se despiden serias y monosílabas, después de resolver negocios de tal trascendencia.