6 de agosto de 1920

Rufina Abril entra en la tintorería. A ella estos hedores le traen recuerdos del hijo perdido. A los hombres no quiere mirarlos, los desprecia, del primero al último. Sube al despacho del señor Pujolà como si estuviera acostumbrada a hacerlo aunque, de hecho, es la segunda vez que pone aquí los pies. Hoy va mejor vestida que la otra vez, y eso la hace sentir más fuerte. No teme a nadie.

En el despacho encuentra a Florián y a un hombre que no conoce, con el pelo en ondas, como un actor de cine. Al verla, el patrón se levanta, saluda, y la invita a sentarse. A continuación le dice al otro que salga y lleve una documentación a ciertos clientes. Hasta que se quedan solos, Florián no habla:

—Me gusta volver a verla, Rufina. La encuentro mucho mejor que la última vez.

Es verdad. Va bien vestida, bien calzada, lleva un moño elegante y pendientes que parecen de plata.

—Perdone que me presente sin avisar. La gente hablará.

Florián hace un gesto ambiguo que significa: «A mí me da lo mismo lo que piense la gente».

—Imagino que tiene usted un motivo.

—¡Lo tengo! Pero no sé por dónde comenzar. —La mujer se remueve en la silla, nerviosa, mientras ordena sus pensamientos, hasta que finalmente dice—. Florián, si fuera usted otro tipo de hombre, nunca habría osado venir a verle. ¿Sabe qué quiero decir? —Crece el silencio entre ambos, Florián está expectante—. ¿Sabe usted de una mujer a la que todos llaman «La Sevillana»?

Florián lo sabe, claro. En la ciudad no hay ningún hombre de entre dieciséis y setenta años que no sepa quién es La Sevillana. Aunque no suele ser un tema del que hablen con otras mujeres.

—Ya veo que sí —dice ella—. A mi edad, y a veces todavía soy una ingenua. Pues bien, he sabido que esa joven era la mejor amiga de mi hijo.

Florián bosqueja un gesto polisémico. Si hablar de furcias con una mujer honesta fuera posible, le diría a Rufina que esta moza es «la mejor amiga» de medio Mataró. La mitad que se viste por los pies, claro.

—Ya sé que es una de esas mujeres de vida desordenada. No sé cómo las llaman, usted ya me entiende, supongo.

—Perfectamente.

—Pues yo le digo que mi hijo no pagaba por sus favores. No sé si era o no el único, pero la quería, el muy imbécil. Y según ella, era correspondido.

—¿Según ella? ¿Ha hablado con La Sevillana?

—Ha venido a verme esta mañana.

—¿Ha venido a verla? ¿Adónde?

—A mi casa, claro.

—¿Y qué quería?

—Decirme que espera un hijo de mi hijo.

Florián se asusta. ¿La Sevillana embarazada? Eso es peor que una huelga general. Cuando sus habituales lo sepan, no tendrán consuelo.

—¿Y usted la cree?

—¿Tengo motivos para no hacerlo?

—A mí se me ocurren unos cuantos.

—No me ha pedido nada. Sólo ha venido a decirme qué piensa hacer ahora, y a pedir mi bendición. Yo se la he dado. Después me ha contado qué le dijo Juan el día antes de morir. Por eso estoy aquí. Tengo que preguntarle algo.

—La escucho.

—¿Sabe quién es Joaquín Pujolà?

Esta conversación es como un espectáculo de circo de la familia Frediani. Todo el rato en vilo. Cuando piensas que ya ha terminado, llega otro salto mortal.

—Un tío mío, hermano pequeño de mi padre. Regresó a Olot, de donde era la familia. Ignoro si sigue allí. No sé nada, de hecho, ni siquiera si aún vive.

—Murió el año pasado.

—Me sorprende, Rufina. ¿Lo conoció?

—No. Si le vi alguna vez, no me acuerdo. En cambio, él sabía quién era yo. Y, sobre todo, mi hijo. Cómo se enteró, o por quién, no tengo ni idea. Pensaba que usted podría ayudarme.

—¿Qué quiere decir?

—Creo que va siendo hora de que le explique algo que muchas veces he querido contarle, sin atreverme nunca. ¿Usted sabía que Juan Abril en realidad no era mi hijo?

La expresión de sorpresa de Florián es la más elocuente respuesta.

—No nació de mi vientre, quiero decir —aclara ella.

—¿Entonces?

—Nunca supe quiénes eran sus padres verdaderos. Ni lo quise saber, ésa es la verdad. Hay cosas que más vale dejar como están, ¿no cree? De hecho, de la madre aún no sé nada y puede que no lo sepa nunca. Y del padre… —hace una pausa, se saca del bolsillo un papel arrugado, varias veces doblado sobre sí mismo, y continúa—: Tengo esta carta donde todo queda claro. Pero quisiera contárselo yo antes de que la lea. ¿Le molesta si revivo algún fantasma del pasado?

—Claro que no. Dígame lo que ha venido a contarme.

Entonces Rufina Abril, con la voz muy serena, le refiere la historia que nunca le ha confesado a nadie. El cuento de hadas de su propia vida.

En Mataró, en cuanto caminas un poco llegas a la playa y a las casas de los pescadores. Ella de joven frecuentaba aquellas riberas. Estaba escrito que en algún rincón tenía que encontrar al que sería su marido. No tenía ni veinte años, y él no llegaba a los treinta. Se casaron en la ermita de San Simón, un sábado de lluvias que parecía un vaticinio. A los tres meses ya esperaba un hijo. A los seis, una tormenta de las que se lo traga todo la dejó viuda. Durante un tiempo no encontró consuelo en ninguna parte. A veces se preguntaba cómo se podía sobrevivir llorando de la mañana a la noche. Y también qué consecuencias tendría aquella tristeza incurable. Por suerte no estuvo sola, siempre tuvo a su lado a Teresa Marqués, la segunda mujer del tintorero, de quien era amiga, socia, vecina y confidente. Una mujer buena, que siempre estaba cuando la necesitaba. La única amiga que tuvo jamás.

Adónde la llevaba todo ese dolor, lo supo cuando vio nacer muerto a su hijo. Era como si el pequeño le estuviera enviando un mensaje: no vale la pena llegar a un mundo como éste, dominado por la tragedia; yo me quedo en la nada de la que salí. Pero he aquí que esta vez el destino estaba de su parte. No hacía ni cuatro horas del alumbramiento cuando recibió la visita de Teresa Marqués. Creyó que llegaba a ofrecerle consuelo, pero no venía sola. Llevaba en las manos un cesto de mimbre. Dentro del cesto había un bebé recién nacido. Era como la ilustración de un paisaje bíblico. Por un instante, Rufina creyó que deliraba, que después de tanto sufrimiento su imaginación inventaba lo que tanto quería. Pero no eran imaginaciones. Teresa Marqués le ofreció un trato. Le regalaba aquella criatura sana, preciosa, que había nacido el mismo día que la suya. A cambio sólo pedía el bebé muerto y ninguna pregunta.

Rufina Abril dijo que sí a todo, claro está. Teresa Marqués envolvió el pequeño cuerpo exánime en una sábana vieja y lo metió dentro del cesto, para salir sin despertar sospechas. No le dijo nada más. Ni adónde lo llevaba ni de dónde procedía el pequeño milagro que acababa de ponerle en los brazos. Ella no quiso saber, ni preguntar. A veces la ignorancia es tu única fortaleza.

En sólo unos días, y gracias al pequeño, se olvidó de todo: de la tristeza, de la soledad y también de las preguntas. Lo crió como si fuera de su propia sangre y nadie sospechó que no lo era. Ni siquiera el propio Juan Abril, que siempre se sintió muy orgulloso de que su padre fuera un marinero muerto en el mar y su madre una costurera valiente que lo había criado sin la ayuda de nadie.

Hasta que no hace tanto su hijo recibió una carta que hablaba de un testamento y de un hombre de quien no había oído jamás. No era ningún error, decía, sólo un acto de justicia. Fue así como Juan Abril conoció la historia del intercambio de bebés y la odió de pronto por haberle engañado toda su vida. También supo que tenía un padre, uno muy diferente al que siempre había pensado, y que ese padre le había dejado una pequeña fortuna y un nombre: Joaquín Pujolà.

Todo esto, incluido el resentimiento nacido del engaño, se lo contó a la mujer que amaba. Le enseñó la carta donde se hablaba de todo. Le prometió que todo ese dinero sería para el hijo que ya estaba en camino y para librarla a ella de su mala vida. Se comprarían una casa, vivirían como gente digna, le prometió. También quería destinar una parte del dinero a sus luchas. Imprimirían propaganda, alimentarían a los pobres, abrirían una escuela.

Al día siguiente de esta visita murió hervido dentro de una caldera de la tintorería de Florián, su primo hermano. Aunque ese dato lo sabía sólo desde hacía ocho horas.

Diamante azul
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