23 de enero de 1889

Teresa Marqués tiene a los hombres clasificados en tres categorías: los que miran, los que hablan y los que hacen. Ella sólo ha conocido de los primeros, y es una pena. De los que hablan no quiere, la ponen muy nerviosa. Los hombres que hablan son para las mujeres que pueden corresponderles con palabras y ella apenas sabe palabras bonitas. Los hombres que hacen, a su vez, se dividen en los que hacen bien y los que hacen mal. Conviene acertar la elección porque después no hay vuelta atrás. Tal vez por eso sigue soltera y vive una vida a remolque de su padrastro y de sus hermanos. Demasiadas clasificaciones y exigencias.

Silvestre es de la tercera categoría, se ve a la legua. Hombre de buenas acciones, honesto, valiente, simpático, despierto, de mente abierta… Justamente lo que ella quiere y necesita. Teresa Marqués decide que será para ella cuando pensar así es un pecado horrible. Trata de aliviar su mala conciencia con buenas obras vecinales. Después de todo, no hace nada malo. Si Silvestre queda viudo poco después, será cosa del destino, se dice, ella no ha tenido nada que ver.

Es de justicia decir que Teresa Marqués se ha ganado a pulso el derecho a ser la segunda esposa del hombre al que ama. Lo hace cuidando hasta el último aliento a María Rosa Planas, la esposa enferma que siempre se arrepintió de haber llegado a esta ciudad esquiva. En los últimos meses no ha querido ver a nadie, sólo a Teresa. Y ella la ha atendido, ha cuidado de sus hijos, ha estado pendiente de todo. Florián y Eustaquia prácticamente viven en el taller de costura y quieren a Teresa Marqués como a una tía o una madrina. Una tía joven, más alegre y cercana, que les lee libros y les da —sólo de vez en cuando— pan con chocolate para merendar. Cuando María Rosa Planas ya no puede ni levantarse sola de la cama, Teresa le trae la comida y la alimenta con palabras dulces e infinita paciencia. María Rosa Planas le dedica una sonrisa triste y murmura:

—¿Tenéis parientes en el pueblo? ¿Batet, Joanetes, Santa Pau? No parecéis gente de mar, señora.

Teresa Marqués le da la razón a cucharadas, con la sopa.

Entonces, la vida da un tumbo, María la del tintorero se va al cielo y su Silvestre se queda solo con dos criaturas y la hija mayor. Y como ya se han mirado mucho y tienen la mitad del camino andado, él no tarda ni dos semanas en pedirle sin ninguna solemnidad y con mucha gracia que sea su mujer y la compañera que necesita para no volverse uno de esos viejos agostados a quienes todo les parece mal y que no encuentran motivos ni para abrocharse las alpargatas.

—Los hombres como yo necesitan mujeres como usted, Teresa.

Y ella responde:

—Yo creo que debería tutearme.

La vigilia de la boda, Teresa Marqués pide a los hombres que lleven sus cosas a casa del tintorero. La cómoda de su madre, ventruda y barnizada, que manda colocar en el dormitorio. El armario, la cama, el colchón de lana, dos camisones, seis sábanas de hilo donde con gran emoción ha bordado su inicial bien amarrada a la de él: una T y una S que parecen la serpiente y el árbol de la ciencia. Este ajuar es su aportación material al matrimonio, junto con las dos mil pesetas que ha conseguido ahorrar durante toda su vida.

Se casan en San José el 23 de enero de 1889. El día es tan gélido y desagradable que dan ganas de esconderse. Teresa Marqués tiene aún más ganas que los demás. Mira a Silvestre, vestido con la chaqueta y la blusa blanca y planchada, con las alpargatas nuevas recién encintadas y el pelo peinado hacia atrás con agua de colonia y no puede creerse que ahora sea suyo.

¡Y cómo habla, este Silvestre Pujolà, y qué cosas dice! La hace reír tanto que por las noches no la deja dormir. A su lado se siente como si tuviera veinte años. Tiene un acento raro, como si los sonidos le salieran de dentro, del fondo de una montaña. Acento de tierra áspera, que ella no puede conocer porque ha vivido siempre a la orilla del mar. Pero lo que más le gusta es el modo en que la mira, con unos ojos de un azul tan transparente que parecen poder mostrar lo que hay tras ellos. A veces se formula una extraña pregunta: ¿Qué hay tras los ojos de su marido —¡su marido!, ¡qué risa!—: un pasado, un futuro, un olvido, un destino…? No acaba de encontrar la respuesta, pero le da lo mismo, porque este azul es como para pintarse con él una vida entera. Una vida de color azul Silvestre. La suya, de nadie más. La que por fin ha llegado.

Diamante azul
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