7 de marzo de 1920
Durante su cautiverio, Teresa se aburre mucho, pero disimula para no darle esa satisfacción a su madre. Lee una novela que le ha prestado Tomasa y que le entretiene las horas. Se llama Philippe Derblay, es de un autor francés que nunca había oído nombrar, Georges Ohnet, y habla de un amor muy trágico que acaba bien. La cocinera dice que el libro lo olvidó en el hostal Montserrat un cliente extranjero cuando ella era joven. Todo este tiempo lo ha conservado sin saber muy bien qué hacer con él. Hoy está muy orgullosa de no tirar nunca nada, quién sabe cuándo algo puede ser de utilidad. La vida es muy larga.
Tomasa también le sube comida. Le cuenta al gato Gato que no entiende qué es eso tan terrible que ha hecho la muchacha y que le da mucha pena que tenga que estar encerrada. Por eso le preparará algo que le guste, que la consuele. La comida a veces consuela. Costillitas de lechal rebozadas serían una buena opción, sí. Eso piensa. Se las sube en una bandeja, medio a escondidas, cuando la señora está en su visita benéfica de todas las tardes. Ayer le subió un cestito de cerezas muy oscuras y muy grandes.
—Cenaremos dentro de tres cuartos de hora, Tomasa —dice la señora Margarita, cuando llega de misa de siete.
Hoy los señores cenan pescado en salsa, guisantes y habas. La primavera mata el aburrimiento de los platos de invierno y en esta casa es muy bien recibida. El pescado de Tomasa es el mejor del litoral, lo dice el señor Florián, que es de comer poco pero bueno. Ella contesta con una media sonrisa pícara, discreta, como si no le saliera. A Teresa le ha subido una sopa de tomillo por orden expresa de la señora. Comida de enfermos, qué crueldad, si sabe que la niña detesta la sopa de tomillo.
Quedan los señores solos, cara a cara. Está tan oscuro que es necesario encender una luz, un quinqué eléctrico que emite una claridad tan diminuta como la de una vela. Eso suponiendo que no haya cortes de suministro, como es habitual. A pesar de ello, todos consideran la novedad todo un prodigio. No hay casa que quiera renunciar al placer de la electricidad, si los amos pueden permitírselo. Marido y mujer atienden las cuestiones domésticas en menos de un minuto.
—He comprado zapatos para las niñas y una cazuela para Tomasa. Las facturas las recibirás en la tintorería, como siempre.
—Está bien —contesta el marido.
—Quiero hacer una caridad de cien pesetas a las Hermanitas.
—¿Cien? ¿Por qué tanto?
—Las necesitan.
—Tal vez nosotros también.
—Ya me he comprometido con la hermana Consolación, no me hagas quedar mal.
—Estas monjas sólo saben pedir.
—¡Ellas no piden nada! —salta Margarita—. Las ayudo porque quiero y porque hace falta. Vale más gastar en esto que en pajaritos.
Florián le dice que pase mañana por el despacho a buscar las cien pesetas. Iba a añadir algo más, algún comentario acerca de los pájaros o de lo que debe hacer la próxima vez que quiera ayudar a las monjas, pero lo deja correr.
Una vez han terminado, ella se va arriba, a su cuarto, y él sale al patio a observar a los pájaros, que duermen. Le gusta comprobar que están bien. Contemplar las bolas plumadas que respiran le tranquiliza y le alegra.
La señora Margarita dice que se va a dormir pero aún pasa un buen rato dando vueltas en la cama. Reza las completas, presta atención a los ruidos de la casa, a los pasos del sereno en la calle y a los pensamientos que se agitan dentro de su cabeza.
Marido y mujer duermen en camas separadas desde hace tiempo, aunque aún en la misma habitación. Es lo que todo el mundo recomienda para que los matrimonios perduren: no estorbarse. En este caso tiene además mucho sentido: Florián tiene el sueño fácil y es de dormir poco. A veces se levanta de madrugada para acudir a la tintorería a supervisar alguna mezcla. Después regresa a casa y vuelve a coger el sueño. Ella es todo lo contrario. Da vueltas y más vueltas antes de caer y después la despierta el vuelo de una mosca. Si abre los ojos, ya no hay nada que hacer, no consigue dormir hasta el día siguiente. La hora de levantarse también varía. Florián, a las seis en punto, llueva o haga sol; la señora, si todo va bien, se despierta a las siete y veinte y se pone una mañanita de lana. Relee algún pasaje de la Biblia para esperar a que le entre el equilibrio. La señora Margarita piensa que las mujeres nunca deben levantarse cuando se despiertan, porque les da vueltas la cabeza y corren el grave peligro de tropezar, caer y hasta desfigurarse. Lo dijo un médico muy famoso que tiene desde entonces mucho predicamento entre la alta sociedad barcelonesa.
—Yo, problemas de equilibrio no he tenido nunca ninguno —le dice Tomasa al gato Gato, que la escucha con seriedad estatuaria— y eso que me levanto cada día a las cuatro, pobre de mí. Me despierto sola, de tan acostumbrado como tengo el cuerpo a estas miserias, y salto de la cama sin ni pensarlo. La cocina debe ser siempre la estancia más madrugadora de la casa, ya me lo decía mi padre. Cuando el primero de la familia se levante, debe encontrar el fuego encendido y a la cocinera faenando. Eso es lo primero que debo hacer: encender el fuego con pedazos de carbón a medio consumir del día anterior. Después, el café y el chocolate.
Hoy Tomasa piensa que si distrae un par de huevos nadie lo va a notar. En la despensa hay un montón, porque la señora quiere crema otra vez, menuda manía.
Le preparará a la niña un pequeño capricho. Una tortilla con cuatro alubias que sobraron anoche. Aquí las tortillas no son un plato de enfermos. A Teresa le gustan aunque se encuentre bien. Cuando su madre no la ve, le gusta sorber huevos crudos después de practicarles un orificio diminuto en la cáscara.
—El día que sea dueña de mi propia casa, pondré un gallinero —dice la niña.
Tomasa le da vueltas. La viuda Sust no parece muy afín a las gallinas. Tal vez la nena deberá esperar a que se le muera la suegra para realizar su sueño. Y aquella mujer no tiene ni mucho menos cara de querer morirse.
Rubia, esponjosa, brillante, envuelta como un regalo y al punto justo de sal. Sólo quienes no saben nada de cocina piensan que hacer una tortilla es fácil.
Tomasa sube la escalera con el plato en la mano. Palpa la puerta de Teresa buscando la llave en la cerradura, pero no encuentra nada. El gato la ha acompañado con discreción y rasca la puerta con las zarpas. La voz helada de la señora le da un susto de muerte:
—¿Qué llevas ahí, Tomasa?
El corazón de la cocinera se dispara. No quiere demostrarlo. Es demasiado mayor. Demasiado orgullosa.
—He pensado que la niña debía comer algo.
—Ah, ¿has pensado?
—Sí, señora.
—¿Tú sola?
—Sí, señora, yo no…
—¿No te dejé claro qué debías traerle?
—Sí, señora, pero la sopa de tomillo no le gusta. Ni siquiera la ha probado.
—¡Eres demasiado atrevida! —levanta la voz doña Margarita, tendiendo una mano en la oscuridad—. Dame eso.
Tomasa le entrega el plato contra su voluntad. Doña Margarita inspecciona, olisquea. El mal humor le agita la respiración.
—Le ruego me disculpe el atrevimiento. —La veterana Tomasa sufre sólo por tener que decir estas palabras a una mujer siete años más joven que ella y a quien nunca ha podido soportar, pero sabe que se ha extralimitado y debe pagar por ello—. Me daba pena la niña.
—¿Pena? ¡Cállate! —Doña Margarita resopla como un buey. Sufre mucho, como suele ocurrirles a quienes quieren ejercer el control absoluto y siempre descubren algo que se les escapa.
Pero no es suficiente. Margarita aún no está tranquila. Necesita algo más, un gesto hiperbólico. Sin pensar, lanza el plato, con tortilla y todo, a la cara de la cocinera.
Tomasa se sobresalta. No se lo esperaba. ¿Alguien puede esperar algo así, en realidad? No hace ningún aspaviento. Se limpia el pringue de la cara. Aparta el pie, que ha quedado bajo el plato. Desafía a la señora con la mirada.
—¿Se ha vuelto loca? —le pregunta—. Si llega a estar un poco más caliente me habría quemado la piel.
—La culpa es sólo tuya. Si vuelves a desobedecerme, te despediré —grita, fuera de sí, antes de marcharse con la dignidad de una heroína de tragedia griega.
Tomasa murmura: «No le voy a dar ese gusto».
Y comienza a recoger pedazos de tortilla del suelo y los escalones.