22 de septiembre de 1920

Cerca del día de la Merced, coincidiendo más o menos con el calendario astronómico, doña Margarita declara el verano terminado. Vuelve a casa con las tres niñas, los baúles, los trastos y la cocinera inútil. Está deseando restablecer la rutina de misas y visitas que le llena los días. Quiere encontrar cuanto antes un director espiritual a quien confiarle todo el peso de su alma. Quiere hacer un tapete de ganchillo con motivos florales para tapar el piano. Quiere comer crema de San José hasta caer enferma.

El verano ha resultado agotador. Lo ha pasado discutiendo con su hija, que todo el día quería salir, y manteniendo a raya el rebaño de pretendientes que parecían una plaga de Egipto. Y si de puertas afuera estaba todo tan desordenado, de puertas adentro era todavía peor. Hace veintiocho días que no le dirige la palabra a su marido. Ni buenos días, ni mirarlo, se comporta como si no estuviera. Si él se da cuenta y le pregunta qué le pasa, ella se da la vuelta y se marcha en otra dirección. Duermen en habitaciones separadas y ella cierra todas las noches su puerta con llave. Manda que le traigan la cena a las siete para no coincidir con él en la mesa. Y todo por algo que no es cierto y que a ella le parece una evidencia terrible. ¿Por qué se ha quedado Florián todo el verano en la ciudad, si no es para ver a aquella mujeruca? ¿Por qué está siempre como ausente, apagado, si no es porque la echa de menos? ¿Por qué parece mudo, si no es porque no puede hablar de ella con nadie? ¿Y por qué últimamente le da menos dinero para sus gastos personales, si no es porque lo invierte en otras cosas? Podría añadir que no come apenas nada, pero de eso no tienen la culpa los caprichos del amor sino los desastres de Rosina.

La joven cocinera inepta es otra pesadilla. En la cocina es mejor no entrar, a menos que Teresa haya decidido poner orden. Suerte tiene de su hija, que es la única capaz de no hacer que aborrezcan para siempre el momento de sentarse a la mesa. Si no, sería como prepararse para la pasión tres veces al día.

Las niñas llegan a casa con alivio y alegría. Celebran las cosas que en los tres meses de verano han olvidado y se entusiasman con que la vida comience de nuevo. Mañana verán al señor Fort y retomarán las lecciones de piano. Las pequeñas volverán al colegio en una semana. Teresa espera en silencio la llegada del lechero. No ha pensado en él en todo el verano pero, si se trata de recuperar costumbres, es lo primero que se le viene a la cabeza, a saber por qué.

Pero hete aquí que cuando el lechero llega, Teresa se lleva un disgusto. No es el mismo de la otra vez. Éste tiene el bigote más grande, no es guapo, tampoco es simpático y tiene un poco de cabeza de huevo. Calza alpargatas y lleva bata. Deja la lechera en la puerta y espera a que se la devuelvan sin decir nada ni mirar a nadie. Rosina le trae el recipiente sin tardanza, después de volcar la leche en una olla que tiene preparada al fuego. El lechero se despide con un cabeceo vigoroso y un murmullo más bien tosco. Teresa deja escapar un suspiro. Le habría gustado pedirle explicaciones, pero no habría estado bien; una mujer como ella no puede preguntar por un joven como ése. Por ningún joven, de hecho. Son ellos quienes preguntan y se interesan. Las mujeres se cargan de paciencia y esperan a que alguien las quiera.

A 28,2 kilómetros de aquí, justo en el corazón de la Plaza de las Arenas, Claudio Torres termina un plato de albóndigas sentado a la mesa de la dueña, con quien comenta las novedades del día. Ella le cuenta alguna anécdota divertida de tiempos pasados y él ríe y rebaña el plato con un pedazo de pan. Claudio Torres no había comido tan bien en su vida. Desde que trabaja aquí ha engordado un poco. Por no hablar de la suerte que ha tenido de caer en gracia a la propietaria, que a la segunda semana ya lo había nombrado encargado y que desde el primer momento lo favorece con su simpatía. Los días que está sola para almorzar o cenar, que son casi todos, le invita a su mesa. Ríen, se cuentan mil cosas. Lo que ocurre por las noches no lo sabemos, ni es necesario para que la historia avance, pero podemos imaginar la gran suerte que los dos encontrarían en brazos del otro, tal vez en un lugar mejor que éste. Un rato con ella sería como conocer a diez mujeres de golpe. Cada minuto con él, una razón para perdonarle agravios a la vida. Experiencia contra olvido. A partir de este momento, ambos serán el secreto inconfesable del otro.

Sería absurdo decir que Claudio Torres piensa ahora en Teresa Pujolà. Es obvio que no. Sin embargo, en su mala conciencia hay una mujer. Una mujer que llora cuando lo ve llegar y cuando lo deja ir. Tal vez llora también cuando no está, aunque él no lo sepa (pero lo piense). Le dice muchas veces que lo extraña, le pregunta qué hay en Barcelona que no pueda encontrar en casa, le recuerda una vez y otra que ella nunca podrá visitarlo porque está demasiado atada a la lechería y a la enfermedad de su marido. Le pone las cosas muy difíciles.

Hoy se anima y le cuenta su resquemor a la dueña, que lleva días preocupada porque lo ve triste. Quizás con una mujer más joven, más guapa, menos experta, no se habría atrevido.

—Mi madre me echa de menos y quiere que vuelva —le dice—. Yo no sé qué hacer, ni qué decirle.

Claudio Torres querría quedarse aquí, confundirse con el paisaje gris de esta ciudad que ama, llevar vida de barcelonés, comprarse un sombrero de paja para los domingos. Le gustaría llegar a ser propietario de un café como La pansa, o hacerse representante de artistas o tendero de Hostafrancs, el barrio donde todo acaba y todo comienza.

La dueña le acaricia el pelo con ternura, como una segunda madre.

—Yo sé que volverás a casa —murmura, con voz de tristeza—. Y también sé que allí te espera alguien que hará que te olvides de mí.

Diamante azul
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