20 de octubre de 1916
Eusebio Fort conoció a Florián Pujolà la tarde del mes de octubre en que el tintorero entró en su establecimiento y pidió un piano de alquiler para sus hijas. Fort hizo algunas preguntas necesarias con la finalidad de orientar bien a su cliente: qué edad tenían las pianistas, cuál era su nivel interpretativo, en qué lugar de la casa pensaba instalar el piano y qué usos pensaba darle. Florián respondía sin hacer ninguna objeción. La hija mayor tenía dieciséis años, la segunda nueve y la pequeña siete. Del hijo de trece no dijo nada porque no venía al caso. Los hombres no necesitan pianos. Respecto al nivel interpretativo de las rositas: absolutamente inexistente. De hecho, tenía pensado preguntarle si conocía a algún profesor de confianza que diera lecciones a domicilio. Pensaba colocar el piano en algún rincón vistoso de la sala principal, al lado de la salida al jardín. El señor Fort preguntó si en ese lugar daba mucho el sol y el cliente respondió que no. El lugar recibió las bendiciones del experto. Y en cuanto a los usos del instrumento, el tintorero vaciló antes de decir:
—Pues lo tocarán. Harán música. Cuando sepan, claro. ¿Qué otros usos se le puede dar a uno de éstos? —señaló con la barbilla hacia la media docena de instrumentos que esperaban en la tienda.
—Lo que usted busca es un instrumento de estudio, económico, práctico. Sus hijas tendrán suficiente para comenzar, por ahora no necesitan más. Nuestros modelos se alquilan con taburete, metrónomo y libro de partituras, todo incluido en el precio. Si ellas resultan buenas alumnas, dentro de un año o dos podríamos cambiar el piano por uno mejor. Y con respecto al profesor a domicilio… disculpe la inmodestia, pero tengo el gusto de recomendarme a mí mismo.
Florián salió muy satisfecho de la tienda que Eusebio Fort tenía en La Riera. Con piano, taburete, libro de partituras, una cosa que no recuerda cómo se llama ni para qué sirve y hasta profesor a domicilio. Qué visita tan provechosa.
A la mañana siguiente comienzan las lecciones, que duran sin una sola interrupción siete años, un mes y tres días. Exactamente hasta el momento en que doña Margarita decide interrumpirlas abruptamente por causas que nada tienen que ver con la música.