13 de enero de 1900
Hoy en la tintorería de Pujolà han teñido con rojo de alizarina. Los pescadores lo saben porque las cloacas bajan de color rojo sangre y tiñen también la playa y las olas. Algún viejo lobo de mar ha visto en ello un mal presagio.
Los lobos de mar no se equivocan. En casa del tintorero hay un gran revuelo. La lana roja hoy se ha hecho sin la supervisión del amo. Por primera vez en cincuenta y siete años y nueve meses, esta mañana Silvestre no ha abierto los ojos. Está en la cama, tapado hasta el cuello, con una sonrisa enigmática dibujada en los labios. Parece que habla con alguien, pero en la habitación no hay nadie más.
Cuando llega el médico, pregunta cuánto hace. Teresa Marqués le explica que su marido ya lleva días muy cansado, que a veces le cuesta respirar. «Pero también está contento», añade. «Como siempre», observa el doctor. Y ella sólo dice: «Sí, como siempre». Teresa añade que anoche su marido se acostó muy temprano y que cuando ella llegó a la habitación lo encontró hablando solo y con los ojos cerrados, como si mantuviera una conversación consigo mismo. «¿Y sabe de qué hablaba?», pregunta el doctor. Niega con la cabeza. No entendió ni una palabra.
La única que podría decir qué le ocurre al señor Silvestre es la vecina estirada. La hija de Antonio Gomis Daviu, Margarita. Pero ella no ha sido invitada a esta agonía y, aunque lo hubiera sido, tal vez sus explicaciones no gustarían a la familia. Margarita sabe qué significa que un moribundo hable solo. Su madre lo hizo sin parar durante las horas que precedieron a su muerte. Lo hizo toda su vida, no era nada nuevo. Hay vivos que hablan más con los muertos que con sus coetáneos.
Cuando Silvestre calla, Teresa Marqués considera que hay que avisar a los hijos y al resto de la familia.
El primero en llegar es Domingo, que viene de la tintorería. El tío Miguel y la tía Ana tardan un poco más, el tiempo que necesita Tomasa para avisarlos. Después Mercedes, que viene sin derramar una sola lágrima, dura como un pedernal, como siempre. Eustaquia, la pequeña, es la última. Llega vestida con la bata de maestra, el pelo recogido en un moño, pulida. Si su padre pudiera verla ahora, le diría lo que siempre le repite:
—Quién iba a decirme a mí que tendría una hija maestra.
Silvestre llama a Florián para decirle algo al oído:
—Hazte cargo del hijo de Rufina Abril. Asegúrate de que nunca le falta un trabajo del que vivir.
Florián tiene que pensar de quién está hablando. Teresa Marqués le ayuda. El muchacho, sin embargo, ni siquiera tiene edad de trabajar como aprendiz.
—Tienes que prometérmelo —insiste Silvestre.
—Sí, padre. Se lo prometo.
—Bien.
—Y de Teresa.
—Sí, padre.
—Cuídala.
—Sí, padre.
A continuación, Silvestre Pujolà se quita las llaves que lleva colgadas al cuello y las deja, con la cadena incluida, en la palma de la mano de su hijo.
—Ahora todo es tuyo. —Cierra los ojos y de sus pulmones sale el último pitido.
El reloj de pared de madera oscura comienza a sonar de pronto, con toques muy seguidos.
Por la mañana, en la primera plana del Diario de Mataró se publica la esquela de Silvestre y una noticia de su muerte. El entierro se ha celebrado a las diez en San José y ha sido un acontecimiento. Había pobres con hachas y todos los trabajadores de la tintorería acudieron vestidos de duelo. Una multitud ha acompañado al cortejo fúnebre hasta el carruaje y de allí al cementerio, donde, por voluntad de la familia, no se ha dejado entrar a nadie. En la noticia se afirma que el tintorero nació en Olot pero que en Mataró se hizo querer por su simpatía. También se dice que ahora será su heredero y único hijo varón el que continúe con el negocio. Le expresan su sincero pésame y le desean aciertos y éxitos como los que acompañaron siempre la vida de su padre. Todo en el mismo párrafo.