31 de mayo de 1912
Cocineras y gatos domésticos han formado siempre un buen equipo. Tomasa discursea ante el gato Gato, que le presta mucha más atención que todas las personas que conoce. Hoy el tema es la sopa de tomillo.
—Es una lástima, pero en casa del tintorero Pujolà no se come sopa de tomillo —dice, mientras remueve el alioli con la mano del mortero—. Son órdenes de doña Margarita, quien dice que es un plato inútil y sin sustancia. La señora tiene unos gustos más sofisticados: ostras, langosta, fricandó, albóndigas, pescado en salsa, pollo con ciruelas… Yo no sé de dónde ha sacado esos aires. Ni que hubiera nacido marquesa.
El gato se adormece y mueve la cabeza arriba y abajo, no se sabe si de sueño o porque está convencido de que los juicios de Tomasa son atinados. El gato sabe que el padre de la señora Margarita, Antonio Gomis Daviu, no sabía ni leer ni escribir ni quiso aprender jamás. Antonio Gomis Daviu era un hombre que sabía tomarse los negocios con astucia y los riesgos con calma. Ambicioso, avaro, gran amante de la sopa de tomillo que le preparaba su mujer, Teresa Picornell Micola. Él era, sin saberlo, la confluencia de dos estirpes: una de campo y otra de mar. Para los de mar, el mundo era un lugar que sólo tenía por límite el horizonte, mientras que los de campo creían que todo nacía y moría en la tierra. Todos eran pobres por igual, e ignorantes. Sin proponérselo, su descendiente Antonio Gomis, les restituye todo aquello que jamás tuvieron.
Al principio de las dos últimas décadas de su vida, Antonio Gomis se hizo constructor. Compró unas cuantas parcelas y mandó construir algunas casas por la ciudad, en total cinco, que fue alquilando por un precio satisfactorio. Se quedó media, un primer piso, donde se instaló. Más tarde le regaló otra completa a su hija y a su yerno, por suerte para ellos. Todas las casas son del mismo tamaño, con planta y piso, un patio en el bajo y un terrado arriba. Tienen comedor, cocina, despensa debajo de la escalera y dos alcobas con su sala. El retrete está fuera, al fresco, porque el cuarto de baño aún no se ha inventado. También hay tres palmos de huerto en el jardín y, al fondo, un cobertizo con tejado para trastos o secretos, al gusto de cada cual.
Con todos estos negocios, Antonio Gomis Daviu se aseguró que llegaría a viejo sin preocupaciones. Los primeros días de cada mes los empleaba en hacer una visita a todos sus inquilinos. Los escuchaba como si tuviera interés en lo que le decían y luego les reclamaba la mensualidad. Después volvía a casa paseando, buscando el sol como las lagartijas, pero jamás se detenía a visitar a su hija, que vivía justo al lado. Él y su hija, a pesar de lo mucho que se parecían, o quizás por eso, no se soportaron nunca.
A veces Antonio Gomis Daviu se preguntaba por qué no había tenido una heredera dulce, que le consolase las penas de la edad, en lugar de aquel erizo que no se llevaba bien con nadie. Por qué antes de ella nacieron y murieron dos hijos varones. Cómo habría sido su vida si los niños hubieran vivido y la hija hubiera muerto. Cómo habría cambiado el mundo esa ínfima transformación. Reparaba en que cada padre y cada madre ejercitan al reproducirse su poder de cambiar el mundo. Todo esto lo pensaba por pensar, liberado de cuestiones genealógicas, ni propias ni ajenas, de las que no quería saber nada. Era de ese tipo de personas —que incluye a la mayoría de los hombres— a quienes sólo les interesa su tiempo, su momento y a ratos el futuro, sólo si pueden ejercer sobre él alguna influencia.
Antes de convertirse en propietario, Gomis era un hombre raso y simple, que comenzó trabajando como cerrajero y más tarde aprendió el oficio de curtidor, que en la ciudad tenía una tradición muy próspera desde hacía más de un siglo. Fue así como conoció a aquel rebaño de tintoreros llegados de Olot con quienes tenía tantas cosas en común. La principal eran los malos olores. Unos y otros trabajaban con las mismas pócimas apestosas y siempre eran recibidos con muecas de asco.
En su vida, Antonio Gomis conoció épocas de vacas gordas, tuvo siempre mucho trabajo, lo hizo sin protestar y trabajó como doce bueyes. Se casó con Teresa Picornell Micola, una hiladora de la fábrica que nunca le estorbó pero a quien sólo quiso después de muerta, cuando ya no hacía falta. La boda no alteró su vida en absoluto. Tampoco, por supuesto, su gusto por las putas y por cuanto con ellas hacía. En aquel tiempo, las putas no sólo ofrecían un servicio a los maridos, también liberaban a las señoras de unos deberes que ni sabían ni querían cumplir. Hay que precisar, sin embargo, que en Els Rocs Gomis no era uno de esos clientes que todas se alegraban de ver. Demasiado taciturno para unas señoras tan alegres.
Antonio Gomis nunca mantuvo con su mujer una conversación de más de tres réplicas. Ella era dócil, casi muda y no demasiado fea. De la vida no esperaba más que ver salir el sol al día siguiente. Antes de comerse la sopa de tomillo de cada noche, que más que un plato era un ritual, daba gracias a Dios por haberle concedido una nueva jornada y rezaba un paternóster mientras esculpía caminitos con la cuchara entre la miga de pan. Su marido la imitaba. La sopa de tomillo era el clímax de su vida conyugal. Por lo menos en eso estaban de acuerdo. Si tenían algo más en común, ambos lo ignoraban.
Lo tenían, claro. Ella también se preguntaba de vez en cuando por qué le había salido una hija tan avinagrada, que no quería que la quisieran. Ni de pequeña toleraba con agrado las caricias ni las palabras tiernas. Las respondía con ladridos, como si no las hubiera comprendido bien. A diferencia de su marido, sin embargo, ella pedía explicaciones a los antepasados, que siempre tienen la culpa de esta mezcolanza siniestra de sangres y que a veces comparecían arrepentidos en sus sueños para contarle historias de viajes, muertos y traiciones que aún la confundían más y le ahondaban la tristeza.
Teresa Picornell Micola era, sobre todo, una mujer triste. Se sentía enferma de soledad desde que con trece años perdió de súbito a su madre, de quien apenas conservaba dos o tres recuerdos como una niebla espesa y un nombre como una música: Mónica. Recordaba cuando su madre le hablaba del viaje que hicieron para trasladarse hasta aquí, de la llegada, de los primeros meses, tan difíciles. Ella no retuvo ningún recuerdo propio de aquellos días, pero los relatos de su madre le permitían creer que sí. Tenía los recuerdos de ella, como un espejismo. Cuanto más tiempo pasaba, más le dolía no tenerla cerca para hacerle preguntas. Sobre todo las pequeñas: cómo se llamaba el abuelo o cuánto tiempo debe cocerse un huevo duro. El olvido le dejó en el alma un vacío que con los años se ensanchaba. Hasta que ya no se preguntaba nada para no tener que contestarse. Hablaba a menudo de morirse, parecía que lo deseara. O era su modo de darse importancia. Para ella, el desenlace final era la única oportunidad que le ofrecía la vida de ser protagonista de algo. El resto sólo era un ir tirando entre cazuelas, rosarios, silencios y siestas, pero ya era suficiente.
Tomasa, la cocinera, de todo esto no sabe apenas nada. Ella sólo lamenta que la señora no quiera sopa de tomillo, con lo rica que le sale.
Para la señora Margarita la sopa de pan es un recuerdo sensorial de su madre: aquella tristeza perpetua, aquella miseria de espíritu, aquellas imaginaciones suyas que la volvían loca, aquellas manos como de esparto que le raspaban las mejillas. Cuando su madre hablaba con las vecinas de sus sueños llenos de muertos, Margarita se escondía para no tener que escucharla.
—¿Sabes, hija? —le decía—. Esta noche ha venido a verme tu abuela. Me ha contado otra vez cómo llegó hasta aquí. ¿Quieres conocer la historia? Es muy triste.
Margarita no le prestaba atención. No creía que los muertos tuvieron tiempo para hablar con los vivos, ni siquiera en sueños. Su madre era el último vestigio de un mundo que repudiaba. Para ella, la gente de campo era grosera, crédula, estúpida. No quería tener nada que ver con ellos. Nunca hablaba de sus orígenes. De Sallent, no quería saber nada. Ella era de ciudad, no creía en apariciones ni en plantas que corren por los campos las noches de San Juan. Margarita se tenía por pragmática y ambiciosa, como su padre. Estaba en el mundo para salir adelante. Prosperar, ése era su sueño. De la única manera que tenía al alcance y conocía. Es decir, con un buen matrimonio.
Por descontado, su padre bendecía el objetivo y colaboraba con los medios. Tal vez porque, en el fondo, estaba deseando perder de vista a su hija.
La noche en que murió, Teresa Picornell Micola cenó sopa de tomillo, como siempre. Frente a ella, sorbiendo su cuchara, estaba Antonio Gomis. Como estamos ya en el año 1912, el mundo ha progresado un poco más y en el comedor hay un gramófono que fulmina el silencio con un tango de Carlitos Gardel. De pronto, Teresa Picornell se pone de pie, levanta el brazo con la aguja y el silencio vuelve a ser el de siempre. Se sienta frente al plato a medio comer. Mira de hito en hito a su marido por primera y última vez en toda su vida y anuncia:
—Esta noche me moriré. ¿Hay algo que quieras decirme?
El hombre suelta la cuchara. Vacila dos o tres segundos, el tiempo de poner en orden sus pensamientos y dejar que emerja el más importante:
—¿Por qué dices que te morirás hoy?
—Me han avisado.
—¿Los muertos?
—Sí.
La música se echa de menos más que nunca. Hay momentos en que el mundo demanda ruido.
—¿Quieres que repita la pregunta? —dice Teresa Picornell.
—No hace falta. Sí. Hay algo que quiero decirte.
—Te escucho.
—No te he querido nunca —una pausa, sin reacción de la otra parte— pero voy a echarte mucho de menos.
Esta apasionada confesión, primera y última de una vida marcada por un desinterés glacial, no trae consecuencias de ninguna clase.
—Ya te acostumbrarás —contesta ella.
Teresa Picornell se levanta, enciende de nuevo el gramófono, recoge los platos de la cena a ritmo de tango y se va a la cama.
Tal y como ha previsto, muere antes de que nazca el último día de mayo de 1912. Desde ese momento, Antonio Gomis no podrá comer sopa de tomillo sin derramar lágrimas por su difunta. Admirará aquel silencio suyo de antes de la música, la constancia, la quietud, la laboriosidad. La soledad le abrirá por fin los ojos, y pasará sus últimos años enamorado como un imbécil de la mujer que durante cuatro décadas durmió a su lado. Casarse de nuevo ni se le pasará por la cabeza, porque en el fondo sabe que nadie lo aguantaría. Para qué necesita una mujer, pensará, si a él no le falta nada. Cada vez que quiera almorzará y cenará en casa de su hija. Tomasa le preparará sopa de tomillo, que además de una cena es un asunto muy grave, un atajo entre el presente y el pasado, a través de la viva memoria de los sentidos.
Habría sido estupendo que la cocinera Tomasa hubiera hablado sin tapujos con la madre de su señora. Entonces se habría dado cuenta de que la sopa de tomillo de Tomasa era diferente a la de Teresa Picornell. Puede que incluso se hubieran enzarzado en aquella controversia bizantina que lleva vigente unos cuantos siglos, y que versa sobre si la sopa de tomillo y la sopa de pan son o no son la misma cosa.
—La sopa de tomillo es la de pan, pero transformada por la primavera —habría dicho Tomasa—, que es cuando aquella hierba florece y a las personas nos apetece echarla en la olla.
—Ah, no, señora mía, eso no es posible. El tomillo está disponible todo el año, ya sea fresco o seco. Estas dos sopas sólo tienen en común el ajo frito con que comienzan.
—Y el huevo, claro está.
—¿El huevo? —se habría alterado Teresa Picornell—. ¡Eso sí que no! El huevo es totalmente voluntario.
—¿Voluntario? ¡Ni pensarlo! Sin huevo estas sopas que discutimos no son ellas mismas.
—El huevo se deshilacha y afea.
—¿Desde cuándo debe ser hermosa una sopa?
—Desde que el mundo gira, señora.
—Menuda estupidez. ¿Acaso mira usted con la boca?
—No, pero como con los ojos, como todo el mundo.
Tomasa da por terminado el alioli y lo huele, muy satisfecha. Está en su punto: traslúcido, gelatinoso. Ésta es una salsa que requiere los cinco sentidos y que mejora si la cocinera cuenta historias mientras la prepara, lo tiene más que comprobado.
—¿Sabes, Gato? —le dice Tomasa al animal mientras busca unas cebollas que ha dejado en el fondo del canasto—, conversaciones como ésta de la sopa habrían podido tenerla arzobispos y lavanderas, baronesas y tejedores desde el principio de los tiempos, que es cuando la sopa de pan se preparaba en una marmita de hierro dentro de una chimenea negra de humo que calentaba toda la cocina. Durante siglos este plato ha matado el hambre y ha acabado con la miseria, y si ahora no abunda en nuestras mesas es porque las personas no tenemos memoria y además somos una raza de ingratos.