Octubre de 1727
Para ir cerrando la historia del segundón Joseph Pujolar, víctima de la injusticia de los cuatro minutos, que nunca se hizo a la idea de que su hermano Fidel fuera el mayor y le correspondieran la masía y las tierras, casado en cuatro ocasiones y viudo tres veces reincidente, odiado por tantos, perseguido por los borbónicos y por sus suegros, y padre de un único hijo a quien apenas conoce pero que lleva por el mundo su apellido y sus ojos.
Para terminar la historia de este hombre descontento, decíamos, debemos hacer un viaje hasta la noche en que le apeteció yacer con su esposa, la señora Magdalena Colldecolet, propietaria de una gran casa solariega en Falgars d’en Bas y mujer de gran talento y experiencia. Se acercó, pues, hasta la casona, donde encontró los portones cerrados a cal y canto. Llamó repetidas veces pero, al ver quién era, se dio la orden de no dejarle pasar. Loco de rabia y pensando sólo en el derecho marital que no podían negarle, quiso escalar el muro como un ladrón. No debía de ser tan ágil como bravo, o tal vez el muro era más alto y menos escarpado de lo que preveía; el caso es que perdió pie y cayó desde la altura de una montaña.
El segundón del Mas Pujolar de Sant Pau murió en el acto, con el pescuezo roto. Tal vez la oración a la sangre de Santa Sabina que había inspirado poco antes comenzaba a surtir efecto.
Miquel Pujolar Colldecolet, su hijo, quedó a los doce años huérfano de padre y madre cuando el caballo en que paseaba, Magdalena Colldecolet sufrió un desgraciado tropiezo junto a un barranco. A los doce años, pues, pasó a ser el heredero de todas las casas y tierras que sus padres habían ido acumulando desde que se les despertó el pecado de la codicia. Además de la masía de Batet, las arcas llenas de monedas de oro, las caballerías de Argelaguer y la casa solariega rodeada de campos de cultivo de Falgars d’en Bas, el muchacho recibió un regalo inesperado: al morir aquel mismo año la tía viuda de Santa Pau, recibió también el Mas Pujolar, pues la pobre no pudo tener descendencia. Y como a veces el destino se entretiene en gastar bromas pesadas, fue ésta, de entre todas sus propiedades, la que el jovencísimo heredero Pujolar escogió como su favorita. Se instaló en ella acompañado de un aya y una mínima representación del servicio que había trabajado para su madre, y pasó allí grandes ratos de juego al aire libre mientras todos esperaban que le llegara la edad de disponer de su fortuna y de ir en busca de una compañera.
Mientras tanto, como si supiera que el olvido es quien más trabaja de este mundo, el jovencito tuvo el capricho de mandar grabar su nombre en el dintel de piedra de una ventana. «Miquel Pujolar, 1737», en referencia al año que todo lo cambió. De todo esto que hemos contado no queda ya nada ni nadie, ni siquiera la niebla de la memoria, pero el nombre y la piedra siguen allí, deshaciéndose lentamente, como todo. Ya nadie sabe qué significan.
Y con esto estamos llegando casi al final de la comedia, que deberá estar a la altura de este lío. En el desenlace, que muy pronto se desvelará, habrá un hombre muerto —ya sabemos quién—, un padre que no perdona y un reloj de madera oscura, muy oscura.