Agosto de 1920
Señorita Pujolà:
Quiero tener un detalle con usted. He decidido regalarle la Casa de les Punxes. ¿Le gustaría? Podríamos vivir allí todo el año, cada estación en una parte diferente. En verano en lo alto de las torres, como los príncipes de los cuentos. En invierno a pie de calle, para calentarnos con el aliento de los autos. En primavera y en otoño, allí donde mejor apreciáramos el renacer de las rosas y el amarillear de los árboles. Incluso podríamos vivir separados, en caso de que usted no desee verme. Ya ve que por estar cerca de usted soy capaz de todo. Por las noches, miraríamos las luces en movimiento de la ciudad y pensaríamos que son nuestros vasallos, que nos adoran y que se preguntan qué podrían hacer para contentaros.
Teresa mía, se me está fundiendo el cerebro. ¿Se da usted cuenta? Desde que he sabido que está usted prometida y que se aburre —no me pregunte quién me ha informado, porque soy un caballero— pretendo comprarla con regalos. Mi problema es que soy de decisiones lentas y dificultosas; sufro lo indecible cada vez que debo escoger una flor para lucir en la solapa, figúrese el sufrimiento que me está produciendo toda esta cuestión. ¿Acaso usted preferiría un claustro románico? ¿El edificio de la Lonja de mar? ¡Podríamos dormir en mitad del Salón de Contrataciones y tendríamos sueños góticos! Pídame lo que quiera, que mi fortuna es ilimitada, aunque no tanto como mi amor por usted. Sólo le pido que, por favor, me conteste alguna carta. Si en su respuesta llegara además la buena nueva de que ha dejado usted a su prometido, mi gozo no tendría fin. Su silencio me consume hasta los huesos. No sabe en qué estado tan triste me encuentro. Estoy anémico, neurasténico, dispéptico, clorótico, esquelético y antiestético. Y todos estos síntomas no se me van ni tomando Elixir Callol, que según los doctores tiene fama de curarlo todo, incluidas las dolencias que contraerás en el futuro.
Siento que mi mal se agrava. La causa son las incertidumbres y los nervios. No dejo de preguntarme qué causa puede tener esta apatía suya hacia mi persona. He resuelto culpar a los americanos. No debería haber hablado con tanta vehemencia acerca de los autos y las modernidades de aquel lejano continente. Me doy cuenta de que estas palabras la contrariaron. Le pido humildes disculpas. Si lo prefiere, seremos más barceloneses que la Moños. Más mataroneses que el barón de Maldà durante la fiesta mayor. Los domingos iremos de paseo a la Font del Gat. Su prometido puede acompañarnos, si gusta. Pero, se lo suplico, adminístreme de una vez la única medicina que necesito: el Elixir Teresa. Diversas veces al día y en dosis de choque.
Tan suyo como siempre,
AVELINO