7 de febrero de 1920

La noche que Teresa Marqués se escapó del asilo y echó a andar cuesta arriba, subiendo y subiendo hasta la explanada del cementerio, estaba mucho más lúcida que nunca en su vida.

Todo el mundo le dice que está perdiendo la memoria, que pronto no recordará nada. Tienen razón, lo sabe. Pero no esta noche. Esta noche está bien y tiene sus recuerdos intactos, como un tesoro.

El lugar al que se dirige está arriba de todo, junto a la explanada principal, pero al mismo tiempo no puede estar más lejos: un muro alto y siniestro sirve de frontera entre dos mundos irreconciliables. De un lado, tierra sagrada. Del otro, un espacio secreto que casi todos evitan.

Teresa Marqués, a la luz de la luna y en camisa, parece un espectro que ha salido a dar una vuelta. La tumba que busca no tiene nombres ni inscripciones. Ni siquiera tiene lápida. Forma parte de un conjunto discreto donde todas son iguales. La reconoce enseguida, sabe dónde está. Se sienta justo enfrente, en un rincón desde donde poder verla bien.

—Silvestre, estoy perdiendo la cabeza —dice con contrariedad—. He venido a despedirme antes de que sea demasiado tarde.

Aprovecha para contarle cuatro cosas. Disfruta mucho criticando a Margarita. ¿Con quién lo hará, si no es con él? Él tampoco la quería. El tiempo ha confirmado todos sus recelos, y ha traído alguno nuevo. Esta mujer será la ruina de Florián y de la casa entera. Será el final de todo. Pero qué le vamos a hacer, ya trató de impedirlo cuando aún estaba a tiempo. En la vida llega un momento triste en que hay que dejar que los jóvenes se equivoquen solos.

Del asilo, no le habla. No quiere entristecerlo. Si supiera que ahora vive con unas monjas, se enfadaría mucho. A Silvestre las monjas y los curas nunca le gustaron mucho. Se enfadaría todavía más si conociera los motivos. La casa, el negocio, el socio escandaloso, el cambio de domicilio… no le habla de nada de eso. No le dice que hubo de volver a la calle del Prat después de tanto tiempo, y que no se entendió en absoluto con su medio hermano. Ya se sabe que las relaciones de familia son lo más difícil del mundo. En el número diecinueve no había mucho espacio, así que tuvo que irse. Le dio todo su dinero a sus sobrinos en señal de agradecimiento. Se quedó sin nada. Sólo su cómoda. ¿Se acuerda de su cómoda, aquella tan grande que era de su madre? La última vez que la vio estaba como nueva, como recién barnizada. Ya no se hacen muebles así. Ni muebles ni nada. Personas, tampoco. Así que los sobrinos se quedaron la cómoda que ella les ofrecía en señal de agradecimiento. Luego ella se marchó porque allí no había sitio. Las casas son pequeñas en la calle del Prat, ¿se acuerda? La medio cuñada tuvo que pasar el mal trago de decírselo. Le costó mucho encontrar las palabras para hacerlo. No la estaban echando, repetía, no querían echarla. Pero lo hacían, claro. Le pedían que buscara otro lugar donde vivir. ¿Y qué lugar podría buscar? Si no me queda nada, os regalé todo el dinero, y ya tengo cincuenta y siete años. ¿Adónde puedo ir? Entonces apareció Margarita y le hizo aquella caridad: la llevó a las Hermanitas de los pobres. Mandó que la encerraran allí donde pudieran tenerla vigilada siempre. Pero ella no quiere estar encerrada, se escapa de vez en cuando, cada vez que puede. Allí todo el mundo vigila a las internas, y las monjas no pueden dar más rabia. ¿Y el niño? ¿Dónde está Florián? ¿Qué hace? ¿Por qué no viene a visitarme? Los hombres, ya se sabe. Ellos sí pierden la memoria. Ya va Margarita en su lugar, ella es quien se ocupa de la familia. Además, tiene mucho trabajo. Muchos problemas. Eso es cierto, pobre muchacho. Piensa todo esto, de lo que no quiere hablar, y de pronto se da cuenta de que las palabras se le han caído de la boca como si fueran manzanas de un canasto. Uy, se me ha escapado, murmura, y ríe por debajo de la nariz, como una niña. No te preocupes, no me pasa nada, no te preocupes mi amor, yo estoy bien, es sólo que últimamente me cuesta recordar qué digo y qué no. Hablemos de otra cosa, ¿quieres?

No puede imaginar el tiempo que hace que no va al cine, le dice, con lo que le gusta. Ahora dicen que hay unas salas preciosas, muy nuevas, y se pasan el día proyectando películas que ella no podrá ver. Seguro que tú las conoces todas, ríe de nuevo, porque allí donde estás deben de estrenar películas todas las semanas. Tiene que prometerle que la llevará, que irán del brazo a todas partes. La noche refresca y tiembla de frío, pero aún no quiere irse. Si supieras las ganas que tengo de ir a todas partes contigo.

—¡Está allí! —dice de pronto una voz que lleva una luz y que pronuncia su nombre en voz muy alta.

Ya han llegado las monjas, qué pesadas, y ahora la regañarán con aquel tono de voz tan insoportable.

—Por el amor de Dios, Teresa, ¿se puede saber qué hace en un lugar tan horrible? ¿Veis como no está bien de la cabeza? ¡Seguro que no sabe ni dónde está! Venga, vamos, salgamos de aquí. Qué horror, Virgen Santa. Tendrás que portarte bien, Teresa, ven conmigo. Te he traído una manta. Cada vez está peor, pobrecita.

No dice nada. Sabe muy bien dónde está. Buscaba una tumba y la ha encontrado, porque sabe exactamente dónde hacerlo. Este lugar horrible es lo que ellos denominan «Cementerio de los espiritistas» y es allí donde se entierra a la gente que no tiene dios, ni lo necesita. Un muro altísimo separa esta tierra del diablo del lugar donde descansan los bautizados, la gente decente, los cristianos. Es una frontera entre dos mundos irreconciliables. En este lugar quiso Silvestre descansar para siempre, en una tumba sin fechas ni nombres que muy pocos saben dónde encontrar. Le dijo que la esperaba aquí cuando le llegara la hora. Pero no contó con que su memoria se borraría como si fuera un paisaje de arena.

Por eso ha venido a despedirse, antes de que sea demasiado tarde.

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