17 de marzo de 1920
La segunda llegada del chico de la leche tiene música de Mozart. Se produce con la puntualidad acostumbrada, pero hoy nadie le espera ni le abre la puerta. Tomasa ya no está. La señora Margarita está contando su desventura a su futura consuegra, que la consuela con un inventario de bajezas de las sirvientas y la promesa de una sustituta de toda confianza.
Finalmente, es Teresa quien abre la puerta, contenta con la novedad. Al otro lado encuentra a un muchacho que debe de tener más o menos su edad, de pelo y ojos negros. No se le pasa por alto que tiene buena planta. Él se da cuenta enseguida de que es preciosa y de que va vestida como una vieja.
—Traigo la leche —dice él.
—Ah, muy bien. ¿Me la quiere dar?
La lección de piano ha quedado interrumpida en mitad del andantino de una sonata. A Mozart no le importa que asuntos prosaicos lo interrumpan, pero el señor Fort no lo aprueba en absoluto.
—No quiero que se canse —dice el lechero—. Se la dejaré en la cocina.
—Como desee.
Se nota que el muchacho conoce la casa, porque sabe muy bien dónde está la cocina. No pierde el tiempo, deja la leche sobre la mesa y sale sin hacer ruido, impresionado por los pájaros y respetuoso con las pianistas. O al revés.
—¿Cuántos hay? —pregunta.
—¿De qué?
—Pájaros.
—Ni idea. No los he contado nunca.
Teresa ha volcado la leche en la olla que aguardaba sobre el fogón. Ahora la lechera vuelve lentamente a sus manos legítimas.
—Muchas gracias —dice él.
—No se merecen —responde ella.
Hay como una voluntad de alargar las palabras para hacerlas durar lo más posible, aunque no digan nada. Un juego de niños.
—Que pase una buena tarde.
—Lo mismo le deseo.
—Contaré los pájaros.
El señor Fort se enfada con el muchacho de la leche, que le distrae a Teresa. Quién lo iba a decir, y eso que hasta ayer mismo el lechero era del todo insignificante.