30 de junio de 1899

Teresa Marqués ha llegado un poco tarde a la corsetería La Galana. Los maniquíes en batín la reciben con indolencia. La tertulia ya ha empezado. Hoy el invitado es una personalidad, por eso lamenta tanto no ser puntual. En el sillón de honor hoy se sienta el arquitecto Puig i Cadafalch. Es un hijo querido por la ciudad. Aquí nació, estudió y trabajó, antes de que los altos vuelos de la política se lo llevaran a Barcelona. A los mataroneses les gusta recordar que antes que otros ellos lo descubrieron, haciéndole regidor municipal. Su carrera es ahora tan meteórica que a nadie le extrañaría verlo pronto frecuentando Madrid.

Hoy, a la tertulia asiste también Teresa Cadafalch Bogunyà, miembro de la burguesía industrial y propietaria de una fábrica de telas. Viene en calidad de orgullosa madre del orador, invitada por Carmen Fins. A su hijo lo ve tan poco que no quiere desaprovechar la ocasión de hacerlo. La de hoy es una reunión de las que merecen la pena. Se habla de política, sobre todo de los agravios constantes de Madrid, y también de arte, sobre todo de románico del Pirineo. El arquitecto desgrana su proyecto para construir un nuevo edificio en la Diagonal, esquina con Rosellón, en Barcelona. Lo ha concebido como un castillo medieval, con torres rematadas en cúpulas puntiagudas y un aire como de fortaleza gótica. Instalará su estudio en el piso superior mientras duren las obras. La reunión es más bien informal y todo el mundo parece estar a gusto. Los únicos que no se inmutan al oír estas primicias, recatados e indiferentes, son los maniquíes.

A Teresa Marqués, le cuesta mucho concentrarse. Tiene la cabeza en otra parte. La preocupan demasiadas cosas. En la trastienda pasa mucho rato con la frente fruncida, concentrada en un dibujo floral de la taza, sin escuchar más que sus pensamientos. Carmen Fins, que la conoce, sabe que le ocurre algo grave y, mientras recogen los platos de la merienda-cena, le pregunta si se encuentra bien.

—No mucho, Carmen. Necesito encontrar una solución a un caso muy complicado.

—Ya sabe que si está en mi mano, la ayudaré —dice la sobrina del notario.

—Usted siempre ha sido muy generosa conmigo, y eso no lo olvido. Algún día se lo pagaré.

—Si esperara recibir algo a cambio, me haría prestamista. —Carmen sonríe, es una mujer generosa—. Dígame qué le ocurre, si lo necesita.

—Se lo diré sin andarme por las ramas. Necesito esconder a una persona.

—¿Una persona?

—Una muchacha, casi una niña. Sólo durante unos meses. Ha de tener un hijo.

—Comprendo. ¿Necesita protegerla de las maldades de la gente?

—Y de sí misma. Tiene la cabeza a pájaros.

—¿Y el bebé?

—Buscaré quien lo quiera.

—Comprendo —repite Carmen Fins mientras medita—. Puedo contarle el caso a la superiora de las monjas capuchinas. Pero meterla allí sería como ingresar a la joven en una prisión.

—Ahora mismo es lo que necesita.

—Entonces déjelo en mis manos.

En el mundo hay personas de dos clases: las que vuelven fáciles las cosas más difíciles y las que complican las más fáciles. Carmen Fins pertenece a la primera categoría, como ha demostrado ya varias veces. Hoy Teresa Marqués comienza a respirar sin que un dolor le oprima el corazón.

Desde que Mercedes descubrió que esperaba un hijo, se ha vuelto loca por completo. De amor, cree ella. De desengaño, de traición, del silencio de su amado, cree Teresa Marqués. Ha escrito a escondidas unas cuantas cartas al tío Joaquín, pero ninguna ha obtenido respuesta. Teresa Marqués lo sabe porque interceptó una de las últimas, y sólo leer el comienzo tuvo suficiente.

Amor mío: desde que espero un hijo tuyo, nuestro, te amo más todavía. Necesito saber lo mucho que me quieres tú también. No entiendo por qué razón no contestas mis cartas. ¿Estás bien? Me muero de amor. Quiero estar siempre contigo, siempre, siempre. No consigo pensar más que en esto. Quiero estar junto a ti y junto a nuestro pequeño el resto de mi vida. Este hijo es el fruto de nuestro amor de verdad.

Yo sé que tú también me amas.

Teresa Marqués se ve obligada a hablarle claro.

—Ese hombre no te quiere, Mercedes. No te pongas más en evidencia. Conserva por lo menos tu dignidad.

Pero Mercedes tiene dieciocho años y una gran aflicción. No olvida ni una sola de las palabras de amor que escuchó de sus labios. Está consumida por la tristeza. Cada día le pide a Dios que la deje morir de una vez. Para ayudarlo un poco, una tarde entra en el mar hasta que las olas la cubren por completo. No sabe nadar. La rescatan unos pescadores y la devuelven a casa muerta de frío y de espanto.

En ese momento, Teresa Marqués cree que hay que hacer algo que aleje a Mercedes de verdad de todos estos recuerdos y que la salve del feroz qué dirán. Ni siquiera Domingo debe saber qué ocurre, porque él también tiene un papel importante en esta estrategia.

La solución llega el miércoles siguiente, con los maniquíes mudos como únicos testigos.

—Mañana mismo la muchacha puede entrar en el convento, Teresa. Sería conveniente que pensásemos en compensar a las monjas con alguna cantidad —le dice Carmen Fins.

Diamante azul
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