18 de junio de 1896
Estamos a mediados de junio de 1896. En casa del notario Cabañes, Silvestre Pujolà espera, tamborileando en el suelo con los pies. No es hombre de quietudes y esperar le entumece las piernas. Cuando le dicen que ya puede pasar, se levanta de un salto, se arregla los faldones de la chaqueta nueva y recorre el pasillo en tres zancadas. El señor notario lo saluda con una franqueza muy fraternal. Le pregunta cómo está y qué tal la familia, le pide que tome asiento, revuelve sus papeles hasta que encuentra las gafas, se pasa la lengua por los labios resecos y comienza a leer el documento que ha preparado siguiendo las instrucciones precisas que recibió de su cliente. Silvestre Pujolà sabe lo que quiere, siempre lo ha sabido, ha construido la vida alrededor de esta evidencia. Desde que dejó el pueblo hasta ahora mismo, en que viene a ver qué le dice el funcionario público, ha escogido su destino y el de los demás siguiendo únicamente los dictados de su santísima voluntad.
—Comencemos —dice Cabañes, con voz de cansancio, y lee—: «En la ciudad de Mataró, a diez y ocho de junio de mil ochocientos noventa y seis, en nombre de Dios nuestro Señor Jesucristo y de la gloriosa Virgen María, Silvestre Pujolà y Soms, de cincuenta y cuatro años de edad, tintorero, natural de San Cristóbal las Fonts, provincia de Gerona, y vecino de la presente ciudad, hijo legítimo de los consortes Jayme Pujolar y Rosa Soms, viudo en primeras nupcias de María Planas y Clota y casado en segundo matrimonio con Teresa Marqués y Tapiola, hallándome por el favor divino en buen estado de salud, con perfecta integridad de potencias y sentidos, libre y expedita el habla, queriendo disponer de los bienes para después de mi fallecimiento, otorgo el presente testamento como sigue».
Silvestre piensa que el castellano es muy raro, y se atasca meditando el significado de algunas palabras: potencias, expedita, fallecimiento. Su padre no entendía a quienes hablaban en castellano, los llamaba castellufos. Las cosas, piensa, en catalán no parecen tan terribles y se entienden mejor. Y ahora este hombre le dice que su manera de hablar es expedita y por Dios que no sabe cómo es, pero le parece feo interrumpir para preguntarlo y lo deja correr. Ahora recuerda a sus padres. Su padre, tocado por la maldición de la muerte temprana. Y su madre, tan fuerte, trabajadora y risueña. Sólo la vio llorar dos veces en toda su vida: una, al quedarse viuda. Dos, al casarse de nuevo.
Cómo iba a imaginar Rosa Soms Oliveras, natural de Batet, que toda su vida hubo de trabajar como una mula para llevarse el pan a la boca, que el nombre de su primogénito acabaría en boca de un notario de Mataró. Seguro que no le hubiera hecho ninguna gracia; la gente de campo es enemiga de lo que ocurre en la ciudad. Enemiga de pactos de calle, del ruido baldío y de las falsas grandezas. Los pactos, entre gente de campo, duran más, decían. No necesitaban notarios. La única lectura que escuchaban con gusto era la del párroco en la misa dominical.
Le pusieron Silvestre por un tío suyo, hermano pequeño de su madre y lo bautizaron en la parroquia de San Cristóbal las Fonts un 8 de abril de 1842. El padre Avanent lo escribió bien claro, con aquella letra de caquita de mosca: «Bautizo solemnemente a un niño, nacido el mismo día, hijo legítimo de Jayme Pujolar, de esta parroquia, y de Rosa Soms, de Batet. Se le puso por nombre Silvestre y fueron sus padrinos Silvestre Soms, de Batet, casado, y Magdalena Plana, abuela paterna. Y para que conste firmo la presente hoy día ocho de abril de mil ochocientos cuarenta y dos».
Ay, el padre Avanent, hace ya años que se fue del mundo. Dicen que dejó una misa por decir y que de vez en cuando vuelve, en espíritu, y se lo ve desesperado intentando abrir las puertas de la parroquia. Otro que no hubiera podido imaginar nada de lo que le ocurre. Si ahora lo viera, estaría orgulloso de él. El sacerdote era como un tío para los niños del pueblo. Enseñó a leer a muchos. Lo querían, aunque más de uno decía tener grandes las orejas de lo mucho que el santo varón se las había estirado. Le parece estar viéndolo, con las mejillas sonrosadas y aquella calva reluciente como de huevo. Cagoendiós, ¿qué edad debía de…? «No reniegues, hombre», le habría dicho Teresa Marqués si ahora estuviera aquí. Ha oído el tono y la voz con tanta claridad como si llevara a su mujer dentro del magín. Las mujeres pueden hacer estas cosas, está seguro. Meterse en la cabeza de sus maridos, influenciar en sus decisiones, distraerlos, disgustarlos, hacer que pierdan la razón. Por eso es necesario saber escoger bien la hembra que llevas al lado, que sea de las que no marean sino que colaboran. Una escudilla donde comer toda la vida, ya lo decía su padre. Y en un parpadeo está de nuevo en el pueblo antes de que llegara el tiempo de los disgustos y las maldiciones y frente a sí tiene al payés Jayme Pujolar y a su mujer, Rosita la de los ojos azules, la llamaban. Los ojos eran los de la familia: los de su padre, su abuelo, su bisabuelo y los de todos aquellos que nunca sabremos cómo eran. Un azul como nunca se ha visto, ni en las peñas ni en la orilla del mar.
El notario Cabañes levanta la vista para asegurarse de que el cliente atiende, y lo encuentra tan distraído que enfatiza un poco más las palabras. Silvestre se da cuenta y se avergüenza un poco. Expulsa de su cabeza todos los pensamientos y trata de centrarse en la lectura, que es de lo más mustia por culpa del notario y de lo más difícil por culpa del castellano. A ver, por dónde íbamos. «De todos los demás bienes míos, muebles e inmuebles, créditos y acciones, presentes y futuros, de cualquier clase que sean, instituyo y nombro heredero universal a mi hijo Florián Pujolà y Planas y a sus hijos de legítimo matrimonio…».
Aún no tiene nietos, su heredero está embobado y todavía es demasiado joven. Ahora padece un amor sin cura ni remedio. Dice que el corazón se le parará si le impiden casarse con aquella vecina malcarada que no le gusta a nadie, sólo a él —qué mal gusto, por favor—, y todo el santo día refunfuña y se hace el desgraciado. Pero Silvestre no piensa darle su consentimiento ni aunque mañana deje de girar el mundo.
—Cuando yo me muera —le dijo no hace tanto.
Florián se dolió y desquició mucho, pero es porque es aún demasiado joven. No sabe que los giros del destino llegan sin anunciarse.
—Te casas con ella cuando me hayas enterrado —repitió el padre contento de molestar a su hijo, porque ahora no puede pensar que todos los augurios se acabarán cumpliendo y que la maldición de la muerte temprana también le afecta a él.
Silvestre sabe que en esta batalla no tiene nada que hacer. Qué ocurrencia, esto de librar batalla ante la juventud y el amor, menudos enemigos ha ido a buscarse. Esto también se lo dice su mujer.
Pero no corramos demasiado. Silvestre hace las cosas como debe, es un hombre que sabe lo que desea. Se lo deja todo a su heredero, aunque sea demasiado joven y demasiado lego, porque alberga la esperanza de que su hijo hará pervivir lo que él alumbró. Tiene la esperanza, en fin, de que la bobería de su vástago se cure con los años. A veces piensa cómo habrían sido los otros, los que ya no están, las siete criaturas malogradas, pero lo piensa durante poco rato, sólo unos segundos, el tiempo de pronunciar una jaculatoria, porque en esto es como su madre, Rosa la de los ojos azules, siempre encuentra uno u otro motivo para estar contento. Da lo mismo que truene o que caigan rayos: a él la alegría no se la pueden robar ni el tiempo ni las personas. Y volviendo a Florián, qué más da, es su hijo y todo debe ser para él, es inútil darle vueltas.
Sin olvidar a sus dos hijas. A la mayor, que ya está casada —a gusto de su padre, y por orden suya— le deja tres mil pesetas, una pequeña fortuna. A la pequeña, Eustaquia, la niña de sus ojos, la misma cantidad, con el añadido de ciento veinte duros para comprar ropa de casa cuando piense en casarse. Hay que pensar en el ajuar de una hija en edad de merecer, por mucho que ella jure y rejure que nunca se casará. Bobadas, todas las mujeres se casan tarde o temprano. Poco puede él pensar que su hija menor terminará por darle la razón, pero tan tarde que ya nadie entenderá sus motivos, ni siquiera ella misma. Antes, sin embargo, se habrá labrado toda una carrera como maestra y habrá dejado su huella en diversos pueblos de la provincia de Tarragona. Eso sí que es raro, como para morirse de la risa. Él, que nació en un tiempo en que nadie podía permitirse sueños ni aspiraciones, tendrá una hija maestra. Qué alegrías nos daría el futuro si no fuera un misterio.
Una vez arregladas las hijas, sólo piensa en Teresa Marqués. Esta mujer que la fortuna le regaló cuando ya no esperaba nada. A veces, la vida da sorpresas inesperadas. Algunas te dejan solo, pero otras te hacen un hombre de suerte. Debe de ser para compensar.
Ha nombrado a Teresa albacea de su testamento. Su hijo necesitará ayuda llegado el momento y nadie lo hará mejor que ella. Pero es necesario dejarlo todo bien atado, sin olvidar nada. Silvestre es hombre de pequeños detalles, un buen hombre, por eso desea «que se le restituya la cómoda, la cama grande con su colchón y demás, el armario guardarropas, las sábanas y ropas de casa que mi actual segunda esposa aportó al contraer matrimonio». De modo que en esta historia hay una cómoda, una cama, seis pares de sábanas y no sé cuántas menudencias más, todas pertenecientes a Teresa Marqués. Hay también dos mil pesetas, la dote que ella aportó al matrimonio y de la cual «no le firmé carta de pago», que llegado el momento deberán devolverse. Todo bien atado, sin olvidar nada. Silvestre piensa en la cómoda y no puede evitar recordar a Agustina Tapiola. También recuerda cuántas cosas han pasado y se siente un hombre de suerte. Piensa en el notario Cabañes y en su cara de hueso de aceituna y se pregunta cuánto falta para terminar.
—«Tal es mi voluntad y así lo otorgo ante don Joaquín Cabañes, abogado y notario del Ilustre colegio del territorio de Barcelona, y doy fe de todo lo contenido en este instrumento público». Pues ya está todo, hombre.
El notario Cabañes levanta la vista. El cliente sigue vivo y no duerme, y ambas cosas le agradan. Se quita las gafas, las deja sobre el desorden de la mesa y pregunta:
—¿Está conforme?
—Claro.
—Sabe firmar, ¿verdad?
Silvestre asiente, orgulloso. Es el primer hombre de su largo linaje que ha aprendido a hacerlo. También sabe leer y escribir. Se lo debe al padre Avanent, a quien recuerda por segunda vez en menos de quince minutos. Sus dos hermanos no tuvieron tanta suerte, nacieron en peores tiempos. Y aún más: también sabe los secretos de las mezclas peligrosas que son el fundamento de su trabajo, un poco de botánica, otro poco de zoología, los intríngulis de las cañerías, las zozobras de los mercados extranjeros y algo de los gustos de las mujeres. Incluso presume de saber un poco de mujeres después de tener tratos con cinco de ellas a lo largo de su vida (las de sólo un rato no las tiene en cuenta), aunque esta ciencia sea la más difícil de todas y no haya nadie que sea lo bastante docto como para enseñar a otros.
Silvestre sujeta la pluma, dibuja un arabesco que transforma en una «ese», la letra capital de su nombre con sabor de campo. La «pe» es también señorial, orgullosa, derecha como un palo. Lo remata todo con el acento abierto sobre la «a». De la «erre» perdida, ya ni se acuerda, se ha resignado a su ausencia muda. No ha olvidado nada, comprueba, antes de añadir la rúbrica.
El trámite ha terminado. Silvestre se despide, el señor notario se levanta y le estrecha la mano. Tiene un aspecto levemente verde, vegetal. Este hombre no está bueno, piensa Silvestre, no tardará mucho en acabarse. La gente se acaba, lo mismo que el aceite de las lámparas o la cera de los cirios. La cama grande, las sábanas y la cómoda tendrán que volver a su propietaria, su hijo tendrá que crecer de una vez, desembarazarse de esa cara de bobo, casarse con quien le parezca y hacer su vida. No se puede mandar para siempre en los destinos ajenos, tarde o temprano la vida te manda callar.