26 de abril de 1920
En casa del tintorero Pujolà buscan cocinera. Buena, joven y con referencias. Doña Margarita entrevista a las candidatas en la sala, frente al Chassaigne & Frères, para impresionarlas. De las chicas valora su aspecto, la buena educación y las palabras que utilizan al hablar. Les formula algunas preguntas sencillas. Les enseña la cocina. Si le gustan, se las queda un día o dos, de prueba. Y es aquí donde comienzan todos los males. La familia Pujolà no está acostumbrada a los cambios.
En la mesa son días extraños. Nunca saben qué van a encontrar.
Una chica francesa les fríe la carne con mantequilla. Las niñas, que ahora se sientan a la mesa con los mayores, la encuentran asquerosa. Florián ni siquiera la prueba, con el olor tiene suficiente. Cuando Margarita le dice que les gusta más la manteca o el aceite, ella frunce los labios en una mueca de asco y se despide.
Conocen a una mujer de Vic que tiene pánico a las setas desde que un tío suyo murió envenenado por comerse una de cabeza encarnada. No se atreve ni a mirarlas en el mercado, porque dice que provocan manchas en la piel. El fricandó lo hace con alcachofas (y no parece fricandó, claro).
Hay alguna que nunca ha visto una cocina moderna, de las que funcionan con carbón. Otras que sólo saben cocinar carne o pescado, pero no las dos cosas. Una que sólo piensa en la matanza del cerdo, que quiere celebrar en el patio de la casa. Incluso una que no sabe ni cocer un huevo. La gota que colma el vaso la pone una chica forastera (andaluza, dice) que les prepara una sopa espesa, colorada y más fría que un plato de crema y les dice que tienen que comérsela de primer plato, porque llena mucho y va muy bien para el estómago. «Gazpacho», jura que se llama este plato nunca visto. Está claro que en casa del tintorero Pujolà nadie va a comerse algo tan raro.
—No deberías haber dejado que Tomasa se fuera —dice Florián, que en sólo una semana de no comer lo de siempre ya se ajusta el cinturón un agujero más—. ¿No podrías ir a verla y convencerla para que vuelva?
Margarita puede tener el estómago vacío y revuelto, pero no piensa dejar que nadie le descomponga también la dignidad. No va a pedirle nada a aquella descarada. Así tenga que comer gazpacho todos los días de su vida.
—Déjeme ir a mí, madre. Iré a ver a Tomasa y le pediré algunas recetas. El fricandó, el pescado en salsa, las albóndigas, la sepia con guisantes —dice Teresa.
Sólo escuchar los nombres de tantas delicias, a los de casa se les hace la boca agua.
—¿Tú? ¡Tú te estarás quieta! ¿Cómo te las arreglas para hacer siempre lo que más me disgusta?
Doña Margarita también intenta, en su desesperación, cocinar ella misma. No lo hace del todo mal. Tiene mano, pero le falta paciencia y le sobran humos. Las joyas le estorban para amasar, para limpiar el pescado, no puede soportar que las manos le apesten a ajo o a cebolla. Le da vergüenza que la gente se dé cuenta de que lleva las manos marcadas por los cuchillos.
—Tú naciste para marquesa, yo siempre lo he dicho —murmura entre dientes Antonio Gomis, al conocer las tribulaciones de su hija.
Teresa termina por encargarse de la situación, pero sólo conoce un par de recetas —la de la crema de San José aparte— y el ejército de ayudantas que recluta —hermanas y camareras jóvenes— no es muy hábil.
Por suerte estamos en primavera, una época pródiga en productos que resultan deliciosos sin necesidad de cocinarlos. Si esto llega a pasar en invierno, los Pujolà se habrían muerto de hambre.